Ninguno de nosotros, salvo la Menou, sintió en el momento la pérdida de Momo, primeramente porque chocó en nosotros con una especie de incredulidad, y sobre todo porque la incursión de la banda que acabábamos de aniquilar nos sumergió durante quince días, de la mañana a la noche, en trabajos extenuantes.
Primeramente hubo que enterrar a los muertos. Fue una horrible tarea, complicada por el hecho que prohibí que se les acercaran. Temía que fueran portadores de parásitos susceptibles de ser conductores de epidemias contra las cuales no tendríamos defensas. Me acordaba, en efecto, que la pulga puede trasmitir la peste y el piojo, el tifus exantemático. El mal estado de esos desgraciados, el hecho que venían de tan lejos, a juzgar por los trapos que muchos de ellos llevaban en los pies, me los hacían aun más sospechosos.
Cavamos una fosa en la proximidad del osario y en esa fosa dispusimos haces de leña y sobre ellos leñitas, de manera que la última capa de leña estuviera al nivel del terreno del trigo. Luego, por un nudo corredizo tendido en el extremo de una pértiga, pasamos una cuerda por los pies de cada muerto y lo arrastramos a buena distancia de nosotros, de manera de depositarlo sobre la cima de la hoguera. Había en total dieciocho muertos, de los que cinco eran mujeres.
Eran las once de la noche, cuando, sobre las cenizas aún calientes, echamos la última palada de tierra. No quise que entráramos en Malevil con la ropa que teníamos. Llamé a la puerta del castillete de entrada y cuando Cati apareció, le dije que se hiciera ayudar por Miette y trajera dos lebrillos llenos de agua. Cuando estuvieron allí, pusimos nuestra ropa, incluso la ropa interior y entramos desnudos al castillo para ir a darnos una ducha, uno después de otro, en el baño del torreón. Nos revisamos cuidadosamente todos los pliegues, pero no encontramos parásitos sobre nadie. Al día siguiente hicimos un gran fuego de leña bajo los dos lebrillos delante del castillete de entrada e hicimos hervir largamente su contenido antes de entrarlo al castillo y extenderlo al sol.
Comimos los seis en el gran comedor de la casa, Cati nos servía. Evelina estaba allí, pero yo no le dirigía la palabra y ella no se animó a acercárseme. Miette, Falvina y la Menou velaban al Momo en el castillete de entrada. La comida se pasó en silencio. Estaba rendido de cansancio y con mis sentimientos como embotados. Aparte del estúpido contentamiento animal de comer, de beber y de reparar mis fuerzas, no sentía nada más que una inmensa necesidad de dormir.
No era cuestión de eso, sin embargo. Había decisiones que tomar y una asamblea a realizar esa misma noche, después de la comida. No quise admitir en ella a las mujeres. Tenía cosas muy desagradables que decirle a Thomas y no quería decirlas en presencia de Cati. No quería tampoco que Evelina, a quien no había echado de mi cuarto pero tampoco le dirigía la palabra, estuviese presente en los debates.
A mi alrededor, las caras estaban marcadas por el cansancio y la desolación. Empecé a hablar con una voz neutra y con mucha prudencia. Habíamos pasado, dije, muy malos momentos. Se habían cometido errores. Teníamos que hacer el análisis juntos y por empezar que cada uno dijera su opinión sobre lo que había sucedido.
Hubo un largo silencio y dije:
– Tú, Colin.
– Y bien, yo, ves -dice Colin con una voz estrangulada sin mirar a nadie- por Momo me da pena, pero me da pena también por los que hemos matado.
– ¿Meyssonnier?
– Yo -dice Meyssonnier- pienso que la organización no resultó buena y que ha habido numerosos actos de indisciplina.
Él también, al decir esto, no mira a nadie.
– ¿Peyssou?
Peyssou levanta sus amplios hombros y despliega sobre la mesa sus poderosas manos.
– Y bueno -dice- ese pobre Momo, se puede decir que se la ha buscado, en un sentido. Pero asimismo, como dice Colin…
Se paró ahí.
– ¿Jacquet?
– Pienso como Colin.
– ¿Thomas?
Lo he llamado el último para marcar distancia, pero esta distancia, él mismo la ha aceptado por adelantado, no ocupando la silla que Evelina ha dejado vacante a mi lado. Thomas se endereza. No da vuelta la cabeza hacia mí, mira delante de él presentándome un perfil tenso. Aunque sentado muy derecho y hasta del todo rígido en su asiento, tiene las dos manos en los bolsillos, actitud que no le es propia. Supongo que las esconde, no por desenvoltura, sino porque deben temblarle un poco.
Dice, con una voz que tiene dificultad en controlar:
– Ya que Meyssonnier ha hablado de actos de indisciplina, quisiera decir que tengo dos para reprocharme. Primero: después del tiro Emanuel me dijo que no me vistiera y que bajara como estaba con mi arma. Pero me tomé el tiempo de vestirme y llegué al castillete de entrada demasiado tarde y en consecuencia, no pude ayudar a la Menou a retener a Momo.
Traga saliva.
– Segundo: en lugar de quedarme a montar guardia en las murallas con Cati, como Emanuel me lo había ordenado, decidí por mi propia cuenta servir de refuerzo en los Rhunes. Me doy cuenta que he cometido una falta grave dejando a Malevil sin defensa. Si la banda en cuestión hubiera estado organizada, se podría haber dividido en dos: un grupo nos hubiera atraído hacia los Rhunes saqueando nuestro trigo, y mientras tanto, el otro grupo se apoderaba del castillo.
Si no lo conociera tan bien a Thomas diría que su explicación es hábil. Porque en fin, al hacer él mismo su propio proceso, Thomas nos desarma. ¿Cómo pronunciar una requisitoria contra un acusado que se acusa? En realidad, lo sé, juega en eso nada más que su rigor. Su sola astucia, si hay alguna, es la de arreglárselas para disculpar a su mujer. Es simpático, pero es también bastante peligroso. Porque en cuanto al papel de Cati en las faltas que él reconoce, tengo mi pequeña teoría al respecto y la voy a decir.
Digo con voz neutra:
– Te agradezco tu franqueza, Thomas. Pero me parece que encubres demasiado a Cati. Yo te pregunto: ¿no fue ella la que te exigió que te tomaras tu tiempo para vestirte?
Lo miro. Sé que no se consentirá una mentira.
– Fue ella -dice Thomas con una voz que tiembla un poco-. Pero desde el momento en que he aceptado su punto de vista, soy yo el responsable de nuestro atraso.
Esta confesión le cuesta y no poco. Está en carne viva, Thomas. Pero de todos modos no quiero largarlo.
– ¿Una vez en las murallas no fue Cati la que te sugirió que bajaras a los Rhunes para ver qué pasaba?
– Fue ella -dijo Thomas enrojeciendo profundamente-. Pero fue mi culpa aceptarlo. Soy por lo tanto único responsable de esa falta.
Digo con un tono tajante:
– Los dos son responsables. Cati tiene los mismos derechos y los mismos deberes que todos nosotros aquí.
– Salvo -dice Thomas con los labios apretados- que no tiene el derecho de asistir a la asamblea donde la criticas.
– He querido evitarle eso. Pero si tú estimas que ella debe ser escuchada, vete a buscarla. Te esperamos.
Un silencio. Todos lo miran. Tiene los ojos bajos y las manos profundamente hundidas en los bolsillos. Sus labios tiemblan.
– No es necesario -dice al fin.
– En ese caso, sugiero que discutamos el punto de vista de Colin, que es también, si no me equivoco, el de Peyssou y el de Jacquet.
– No he terminado de hablar -dice Thomas.
– ¡Bueno, habla, habla! -digo con impaciencia-. ¡Siempre tan oportuno! ¡Nadie te impide hablar!
Thomas prosigue:
– Estoy dispuesto a pagar las consecuencias de las culpas que he cometido dejando Malevil con Cati.
Levanto los hombros y como se calla, sigo:
– ¿Has terminado?
– No -dice Thomas, con voz sorda-. Como hasta nueva orden formo parte de Malevil, tengo derecho a dar mi opinión sobre los problemas que debatimos.
– Y bueno, dala, ¿quién te lo impide?
Hace una pausa y prosigue, con una voz más segura.
– No estoy de acuerdo con Colin. No creo que haya que lamentar la muerte de los saqueadores. Pienso al contrario que Emanuel ha cometido un error al no decidirse más rápido a tirar. Si no hubiera esperado tanto, Momo estaría todavía vivo.
No se oye un "¡oh!", ni propiamente hablando "movimientos diversos", pero la desaprobación se lee en las caras. Por una vez, sin embargo, no voy a ser hábil. No voy a aprovecharme del consenso popular. La situación es demasiado grave. Digo con una voz pareja:
– Lo has expresado sin tacto, Thomas, pero no es falso. Sin embargo, me voy a permitir corregirte. No he cometido un error: he cometido dos.
Miro a los compañeros y me callo. Me puedo permitir el callarme. He excitado hasta el último grado su atención.
Prosigo:
– Primer error, y este de orden general: me he mostrado demasiado débil con respecto a Evelina. Dando el espectáculo de un hombre adulto que se deja llevar por la punta de la nariz por una chiquilina, he introducido un elemento de descuido en la comunidad y contribuido a relajar la disciplina. Consecuencia concreta de esa relajación: si no hubiese tenido a Evelina en los brazos en el momento de dejar Malevil para correr a los Rhunes, podría haber ayudado a la Menou a retener a Momo, por lo menos hasta la llegada de Thomas.
Tomo un tiempo y agrego:
– Si digo eso, Thomas, no es para arrellanarme en las delicias de la autocrítica. Es para demostrarte que la balanza está pareja entre mi debilidad con respecto a Evelina y tu debilidad por consideración a Cati.
– Salvo que, sin embargo, Evelina no es tu mujer -dice Thomas.
Yo digo con frialdad:
– ¿Ves en eso una circunstancia agravante?
Se calla desconcertado: lo que ha querido decir, me parece, es que el hecho de estar casado con Cati atenuaba su falta. Pero no tiene intenciones de aclarar esta observación en público, denunciaría su debilidad. Se hace una idea convencional, y en su caso, archifalsa, del marido dominante.
– Segundo error: como ha dicho Thomas, no me he decidido bastante pronto a disparar sobre los saqueadores.
Meyssonnier alza los dos brazos al cielo.
– ¡Hay que ser justo! -dice con voz fuerte-. Si error hubo no eres sólo tú el que lo ha cometido. Ninguno de nosotros éramos partidarios de tirar sobre esa pobre gente. ¡Estaban tan flacos! ¡Tenían tanta hambre!
Sigo:
– ¿Thomas, sentiste eso, tú también?
– Sí -dice sin vacilar.
Me gusta ese rigor en él: no miente, aun si su tesis va a resultar invalidada.
– En ese caso -digo- es forzoso concluir que el error ha sido colectivo.
– Sí -dice Thomas-, pero tú eres más responsable que ninguno, puesto que eres el jefe.