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Agarro a Evelina por el medio del cuerpo y poniéndomela al hombro, hago corriendo el trayecto que me separa del portón y la deposito como un bulto en el interior.

En el mismo momento, veo la camisa de Momo que se desgarra, y a Momo, liberado, que se abalanza y baja corriendo por el camino de los Rhunes.

– ¡Momo, Momo! -grita la Menou desesperadamente poniéndose a correr a su vez.

¡Y esos dos que no aparecen! ¡Pero no es posible, capaz que se está pintando! ¡Y él la espera!

Planto a Evelina allí y me pongo a correr por el camino, paso a la Menou trotando con sus piernitas flacas y grito: ¡Momo! ¡Momo! Pero sé que no lo voy a alcanzar. Corre como los chicos, con los pies rozando el suelo, pero va muy ligero y su aliento es inextinguible.

Al dar la curva muy cerrada que me lleva al lecho del torrente, puedo ver sin darme vuelta, pues el camino allí es casi paralelo a sí mismo, a la Menou corriendo con todas sus fuerzas, y detrás de ella, alcanzándola, ¡a Evelina! Me siento desmoralizado al último grado por esta inusitada seguidilla de actos de indisciplina. No sé por qué, por ahora estoy convencido de que Cati y Thomas también van a desertar de su puesto y seguirnos: Malevil se va a quedar sin defensores. ¡Todos nuestros bienes, todas nuestras reservas, todos nuestros animales, en manos de quien quiera entrar! Estoy desesperado y mientras corro, con el corazón golpeándome en las costillas, con los dientes apretados, mi garganta se contrae hasta dolerme. Estoy fuera de mí de furia y de aprensión.

Cuando desemboco en los Rhunes, veo bastante lejos y dándome la espalda, inmóviles, con el arma en la mano, en una fila, a Peyssou, Colin, Meyssonnier y Jacquet. Están completamente sin movimiento. No dicen nada. Parecen petrificados. Lo que los petrifica, no lo sé, pues no veo más que sus espaldas. En todo caso, no tienen la actitud de gente amenazada, o que deba defenderse, o que tiene miedo. Están mudos, cambiados en estatuas, y ni el ruido de mi carrera los hace darse vuelta.

Llego por fin hasta ellos, sin que salgan de su estupor, sin que me hagan lugar. Y a mi vez, veo.

A unos diez metros de nosotros, hacia abajo, una veintena de individuos en harapos, llegados al último grado de la caquexia, no ya pálidos sino verdaderamente amarillos, con la piel de la cara colgando sobre los huesos, algunos tan débiles que ni siquiera tienen la fuerza de acomodar la mirada y bizquean a dar miedo. Están en cuclillas o acostados sobre nuestro trigo y devoran con pequeños ladridos asustados las espigas a medio maduras. Ni siquiera pierden el tiempo en separar el grano de su envoltura, comen todo. Observo que el contorno de sus bocas está verde, prueba de que antes de encontrar nuestro trigo, han tratado de comer pasto. Parecen animales esqueléticos. Sus ojos bizcos brillan de miedo y de avidez. Y nos echan miradas de reojo apurándose en meterse las espigas en la boca. Cuando se ahogan, escupen en el hueco de sus manos y se lo tragan de nuevo, en seguida. Hay mujeres entre ellos. Se diferencian por el largo del cabello, pues su pavorosa flacura les ha quitado toda característica sexual aparente. Ninguno de ellos tiene fusil. Pero veo a su lado, sobre el trigo, horquillas y garrotes.

El espectáculo es tan lastimoso que necesito un momento para darme cuenta que ya han estropeado un cuarto de nuestra cosecha y que van a estropearla toda entera si no intervenimos. No es solamente por lo que comen. Pierden muchas más espigas pisoteándolas y acostándose sobre los tallos. Y esos granos que arruinan o devoran son nuestra vida. Si se puede impunemente destruir el trigo de Malevil, entonces Malevil será reducido también al estado de una errante banda famélica, como tantas otras. Porque ésta no es más que la primera que vemos, estoy seguro.

Es el resurgimiento de la vegetación lo que los ha volcado sobre los caminos en busca de alimento.

Peyssou está a mi lado. No parece darse cuenta de mi presencia. Pero el sudor corre por su cara.

– Hemos probado todo -dice Colin con la voz ahogada por el dolor y la rabia-. Les hemos hablado, les hemos gritado. Hemos tirado al aire. Les hemos tirado piedras ¡Piedras, te das cuenta, ni les importa, se protegen la cabeza con un brazo y siguen tragando!

– ¿Pero qué son esa gente? -dice Meyssonnier, con un estupor que en otro momento encontraría cómico-. ¿Y de dónde vienen?

Les grita en dialecto con una furia impotente:

– ¡Rajen de aquí, por Dios! ¿No ven que estropean nuestro trigo? ¿Y nosotros, entonces, qué vamos a comer?

– ¡Ah, hombre -dice Colin- en dialecto o en francés ni contestan! Se llenan. ¡Y pensar que nos hacíamos mala sangre por un tejón!

– Y si los corriéramos a golpes de culata -dice por fin Peyssou con voz estrangulada.

Hago que no con la cabeza. No hay que fiarse de su debilidad.

Se puede esperar todo de un ser acosado. Y culatas de escopeta contra horquillas, el combate no sería igual. No. El solo partido lógico que tengo que tomar, lo sé. Mis compañeros también. Pero soy incapaz. Ahí, en el linde del campo de trigo, con el arma en la mano, el seguro quitado, una bala metida en el caño, y el dedo sobre el gatillo, es poco decir que vacilo. Estoy atacado por una inhibición total que, contra mi juicio claro, me paraliza. Yo también estoy petrificado.

Momo es el único que se agita. Sé que es muy excitable, pero nunca lo he visto presa de tal delirio. Patalea, alza los brazos al cielo, levanta el puño y aúlla. Está poseído por una furia demente y dando vuelta hacia mí sus ojos brillantes y su cabeza hirsuta, con la voz y con el gesto me conjura a poner término al pillaje. Grita con voz estridente:

– ¡El tigo ! ¡El tigo !

Los saqueadores han debido pelearse entre ellos o pelearse con otra banda, pues sus ropas están en jirones y esos jirones sucios, manchados, color tierra, descubren sus nalgas, sus torsos, sus espaldas. Veo a una desgraciada cuyos senos flácidos y arrugados cuelgan hasta el suelo mientras se arrastra, a cuatro patas, de espiga en espiga. Esa tiene zapatos, pero la mayoría tiene los pies envueltos en trapos. No hay entre ellos ni chicos, ni individuos muy jóvenes, ni viejos. Los menos resistentes han muerto. Los que veo están en "plena madurez". Expresión que parece cruel, aplicada a esos esqueletos. Me llama la atención la saliente de los huesos de la cadera, de las rodillas que parecen enormes, de los omóplatos, de las clavículas. Cuando mastican se les ven los músculos de las mandíbulas. Su piel es una bolsa más o menos arrugada que envuelve los huesos, y emana de su grupo un olor rancio que se agarra a la garganta y da asco.

– ¡El tigo ! ¡El tigo ! -grita Momo, y con sus dos manos se mesa los cabellos como para arrancárselos.

Tengo la mano derecha crispada sobre el arma, pero está siempre a lo largo de mi cadera, con el caño dirigido a tierra. No consigo apoyarla en mi hombro. Hacia estos extraños, esos saqueadores, siento un odio loco porque devoran nuestra vida. Y también porque son lo que podríamos llegar a ser nosotros en cualquier momento, en Malevil, si el pillaje de nuestros recursos continuara. Pero siento al mismo tiempo una piedad abyecta que equilibra mi odio y me reduce a la impotencia.

– ¡El tigo ! ¡El tigo ! -aúlla Momo, en el paroxismo de la excitación.

Y de golpe, franquea corriendo los diez metros que nos separan de la banda, y se tira aullando sobre el saqueador más cercano y los golpea con sus puños y sus botas.

– ¡Momo! ¡Momo! -grita la Menou.

Alguien se rió, quizá Peyssou. Yo también tengo ganas de reír. Por cariño hacia Momo, porque un acto tal, tan infantil, tan irrisorio, es muy de él. Y también porque nada de lo que hace Momo tiene consecuencias, porque Momo es un paréntesis en lo serio de la vida, porque Momo "no cuenta para nada". Porque no se me ocurre que le pueda pasar algo a Momo, nunca. Ha estado siempre tan protegido por la Menou, por el tío, por mí, por los compañeros.

He visto una fracción de segundo demasiado tarde la mirada hosca del hombre. He visto un cuarto de segundo demasiado tarde el golpe de la horquilla. Creí prevenirlo tirando. Ya estaba asestado. Y los tres dientes de la horquilla se hundían en el corazón de Momo cuando mi bala golpeó a su adversario y le destrozó la garganta.

Caen al mismo tiempo. Oigo un aullido inhumano y veo a la Menou abalanzarse y echarse sobre el cadáver de su hijo. Avanzo entonces como un autómata y tiro mientras avanzo. A mi izquierda y a mi derecha, avanzando en fila, mis compañeros tiran también. Tiramos al montón, sin apuntar. Mi espíritu es un blanco total. Pienso: Momo está muerto. No siento nada. Avanzo y tiro. No es necesario avanzar, estamos ya tan cerca. Y sin embargo, avanzamos, mecánicamente, metódicamente, como si segáramos un campo.

Nada se mueve ya, y sin embargo seguimos tirando. Hasta el agotamiento de los cartuchos.

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