– ¿Estás seguro?
Veo en la penumbra que alza los hombros.
– Lo he reconocido en seguida de acuerdo con la descripción de Hervé. Y también por su forma de caminar. Se creía solo, no se tomaba el trabajo de caminar como una mujer.
Se calla, traga saliva.
– ¿Entonces?
– Lo dejé que me pasara, después me levanté, me apoyé contra ese tronco de árbol que ves ahí, y le dije: Bebella, así, nada, para nada fuerte. Se dio vuelta como si un perro le hubiera mordido la pantorrilla, apretó el atado contra su vientre, y metió su mano derecha dentro del atado. Le dije: "Las manos en la nuca, Bebella", y fue entonces cuando lanzó su cuchillo.
– ¿Lo esquivaste?
– No sé. No sé si lo esquivé o si Bebella sintió atraída su mirada por el árbol. Por costumbre, porque es contra un árbol que debió aprender a tirar. En todo caso, fue en el tronco que lo clavó a unos pocos centímetros de mi pecho. E hice fuego. Aquí está el cuchillo, así que no lo soñé.
Sopeso el cuchillo y con la punta del pie levanto la pollera de Bebella hasta el slip. Después me inclino y en la escasa luz diurna que queda, miro la cabeza. Muy lindos rasgos, finos y regulares, encuadrados por largos cabellos rubios. Con esa cara, uno podría equivocarse. Bueno, Bebella, al fin resolviste tus problemas. La muerte ha elegido por ti. Es como a una mujer que vamos a enterrarte.
– Vilmain quiso hacernos la misma jugada que a La Roque -dice Thomas.
Yo sacudo la cabeza.
– No está en estos parajes. Si no estaría ya aquí.
A pesar de todo es mejor no eternizarse. Bebella esperará para su sepultura. Arrastro a Thomas a la carrera hasta Malevil, Y pongo a Jacquet de guardia sobre La muralla.
Nos reencontramos todos en la cocina del castillete de entrada, apretados alrededor de la mesa, muy iluminados por la lámpara de aceite traída por Falvina de la casa. Nos miramos en silencio. Las armas están apoyadas contra la pared detrás de nosotros y las municiones abarrotan los amplios bolsillos de nuestros blue-jeans y de nuestros monos de trabajo. No tenemos más que dos cartucheras y las hemos reservado para Miette y Cati.
Comida sencilla: hogaza, manteca, jamón, y a voluntad, leche o vino.
Thomas recomienza su relato, escuchado por todos con una profunda atención y por Cati con una admiración que me pica. Un colmo, esta reacción. Hago lo mejor que puedo para reprimirla, pero no es tan fácil.
La opinión general, cuando él ha terminado, es que en efecto, Vilmain y su banda no estaban en estos parajes. Porque al escuchar la detonación, sabiendo que Bebella no había llevado fusil, hubieran caído sobre Thomas. La misión de Bebella no era degollar al portero y abrir, como en La Roque, pero sí de informarse. Como los dos de esta mañana.
La conversación cesa y deja lugar a un largo silencio angustioso.
Al finalizar la comida, tomo la palabra:
– Tan pronto como hayan levantado la mesa daré la comunión si todos están de acuerdo.
Aprobación. Thomas y Meyssonnier se callan. Mientras las mujeres la levantan, Peyssou me lleva al patio.
– Y bueno -dice en voz baja-, quisiera confesarme.
– ¿Ahora?
– Y sí.
Levanto los brazos.
– ¡Pero a tus pecados, mi pobre Peyssou, los conozco de memoria!
– Tengo uno nuevo. Uno gordo.
Silencio. Es una lástima que esté tan oscuro como para que distinga bien su cara. Estamos a unos quince metros de la muralla y ni siquiera veo a Jacquet en el camino de ronda.
– ¿Uno gordo? -digo yo.
– En fin -dice Peyssou- bastante.
Silencio. Caminamos a paso corto en la oscuridad, en dirección a La Maternidad.
– ¿Cati?
– Sí.
– ¿Con el pensamiento?
– ¡Y sí! -dice Peyssou con un suspiro.
Sopeso ese suspiro. Llegamos a La Maternidad y Amaranta, que no me ve pero me ha sentido hace con sus ollares un tierno "pfff". Me acerco, y con la mano, tanteando, busco la cabezota de la yegua para acariciarla. Es tibia y suave bajo mis dedos.
– ¿Es muy afectuosa?
– Sí.
– ¿Te abraza?
– Sí, muchas veces.
– ¿Cómo te abraza?
– Y bueno… -dice Peyssou.
– ¿Te echa los brazos al cuello y te da besitos?
– ¿Cómo sabes eso? -dice Peyssou con terrible estupefacción.
– ¿Y al mismo tiempo se pega contra ti?
– Y, vamos, vamos -dice Peyssou-, hace más que pegarse. ¡Se retuerce!
En ese momento, tengo una idea muy clara de lo que haría Fulbert si se encontrara en mi pellejo. Buena idea, pensar lo que haría Fulbert en una circunstancia dada y hacer a la inversa. He aquí lo que resulta:
– No eres el único, sabes.
– ¿Qué -dice Peyssou-, tú también.
– Yo también.
Todavía un pequeño esfuerzo. Vayamos hasta el final del anti-fulbertismo.
– Y conmigo, mucho peor.
– ¿Mucho peor? -dice Peyssou como un eco.
Le cuento lo que pasó durante mi siesta. Para hablarle, apoyo mi espalda contra el medio-tabique del box y Amaranta posa su cabeza sobre mi hombro. Con la mano derecha, mientras hablo, le acaricio la barbada. Sin morderme, ella, que tiene sin embargo la manía de mordisquear, me atrapa un poco por el cuello con sus labios.
– Y bueno ya ves, has venido a confesarte y soy yo el que me confieso.
– Pero yo -dice Peyssou- no puedo darte la absolución.
Digo vivamente:
– No es eso lo que importa. Lo que importa es decir lo que te preocupa a un camarada y aceptar que el amigote te juzgue.
Silencio.
– No te juzgo -dice Peyssou-. En tu lugar yo hubiera hecho lo mismo.
– Y bueno -dije yo-, ya estás confesado. Y yo también.
No le digo que en "mi lugar", como él dice, se va a encontrar muy pronto. Esta idea me hace sentir celoso. Y bueno, estaré celoso, ya está, y dominaré mis celos, como Thomas. Habrá que superar un día u otro esta posesividad, si queremos vivir en paz en Malevil.
– Y bueno -dijo Peyssou-, Cati y tú, no lo hubiera pensado, más bien creí que la única era Evelina.
Y como me callo, prosigue:
– No es que yo insinúe nada.
– Y haces bien.
– No, no -dice Peyssou-, a mi modo de ver sería más bien papá-hijita.
– Tampoco -digo yo con un tono seco.
Se calla horrorizado, él tan cortés, por haberse arriesgado en terreno tan poco seguro. Lo agarro del brazo al que al punto infla para hacerme sentir sus bíceps. Este viejo Peyssou. Es un hábito que le ha quedado desde los tiempos del Círculo.
– Entremos -digo-. Deben estar esperándonos.
Sé muy bien que Peyssou preferiría una absolución en buena y debida forma. Lo hago lo menos posible. Cada vez que la Menou, por ejemplo, me la exige, me siento molesto Pero ya me he explayado sobre este tema.
La mesa está levantada, limpia de migas y bien repasada. Su lindo nogal oscuro reluce. Delante de mí, un vaso grande lleno de vino. Y sobre un plato, pedacitos de pan que Menou acaba de cortar. Maquinalmente los cuento. Hay doce. Lo contó a Momo.
La mesa del castillete de entrada es mucho más chica que la de la casa. Nadie dice palabra. Estamos muy apretados, los codos se tocan. Todos nos hemos dado cuenta del error de la Menou, y a cada uno de nosotros nos recuerda que quizá mañana los compañeros, para la comida de la noche, deberán quitar su cubierto. Este pensamiento pesa sobre nosotros. No es tanto la idea de morir como la idea de que no se estará más con los demás.
Antes de dar la comunión, digo algunas palabras de las cuales toda retórica y con mayor razón, toda unción, están desterradas. Me tomo el cuidado, al contrario, de pronunciarlas con el tono uniforme. No busco la elocuencia. Busco casi su contrario: traducir sin que surta efecto alguno lo que tengo en la mente.
– En mi opinión -dije-, el sentido de lo que hacemos en Malevil es que tratamos de sobrevivir sacando nuestro alimento de la tierra y de los animales. A la inversa, las gentes como Vilmain y Bebella tienen de la existencia una concepción enteramente negativa. No tratan de construir. Matan, roban, incendian. Para Vilmain conquistar Malevil quiere decir tener una base para sus rapiñas. Si la especie humana debe continuar, lo deberá a núcleos de gente como nosotros que tratan de reorganizar un embrión de sociedad. Los individuos como Vilmain y Bebella son unos parásitos y unos animales de presa. Deben ser eliminados.
Prosigo:
– Sin embargo, no es porque nuestra causa sea buena que necesariamente vamos a ganar. No es tampoco porque yo diga "rezo a Dios para que nos dé la victoria" que obtendremos la victoria.
Esta declaración, en boca del abate de Malevil, asombra a algunos de los nuestros Pero sé muy bien por qué lo digo y continúo:
– Para vencer, hace falta una enorme suma de vigilancia. Hace falta también mucha imaginación. Ustedes han hecho de mí su jefe en caso de peligro; esto no los dispensa a ustedes mismos de hacer un esfuerzo de invención. Si se les ocurren ardides, estratagemas, tácticas o trampas en las que no hayamos pensado hasta ahora, díganmelo. Y si el adversario nos da tiempo, lo discutiremos.
Me hubiera querido quedar en ese tono objetivo. Pero cambio de opinión. De pie, con las dos manos apoyadas sobre la mesa, miro a mis compañeros, sentados bajo la lámpara. Están tan juntos que parecen soldados el uno al otro. Se diría un solo cuerpo. Los rostros están tensos y un poco angustiados, pero la felicidad que sentimos por estar todos juntos me impresiona y quiero también expresarla:
– Ustedes conocen el refrán de nuestra tierra: los unos hacen los otros. (Lo digo primero en dialecto y lo repito luego en francés para Thomas.) Resulta que en Malevil, desde ese punto de vista, tenemos mucha suerte. No creo equivocarme diciendo que el afecto entre nosotros es tal que nadie aquí querría sobrevivir si tuviera que encontrarse sin los demás. Y esto es lo que le pido a Dios: que una vez la victoria conquistada, nos encontremos todos sanos y salvos en Malevil.
Consagro el pan y el vino. El vaso donde he bebido circula, lo mismo que el plato. Todo se hace en un profundo silencio. En mi interior, mido toda la distancia entre las palabras que acabo de pronunciar y la intensa emoción que siento. Me parece sin embargo que esta emoción, de una manera u otra, ha conseguido propagarse. Lo veo en la pesadez de las miradas, en la lentitud de los gestos. En mi alocución he puesto el acento sobre el futuro del hombre, a fin de que los ateos tan resueltos como Meyssonnier y Thomas puedan participar en la esperanza común. Después de todo, no es necesario creer en Dios para tener el sentimiento de lo divino. Este puede definirse también por los lazos de hombre a hombre en Malevil. Meyssonnier parpadea cuando bebe su parte de vino y como me inclino hacia él para preguntarle qué es lo que piensa de todo esto, me dice con su seriedad acostumbrada: "Es nuestra velada de armas".