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Oí un nuevo silbido y no sé por qué, encogí las piernas. Fue un reflejo feliz, porque la flecha que parecía salir del cielo se incrustó profundamente en la tierra, a cincuenta centímetros de mis pies. Esa flecha debió ser tirada al aire con la inclinación necesaria para dar la curvatura a su trayectoria. Y el blanco del tirador, me di cuenta enseguida, era la tronera de Thomas. Hice señas a Thomas de seguirme y me aparté algunos metros hacia la izquierda reptando a lo largo del muro.

Una flecha silbó, precisamente en el eje de la tronera que acabábamos de abandonar, pero a un metro de la anterior. A partir del momento en que se clavó en la tierra, me puse a contar con lentitud, uno, dos, tres, cuatro, cinco. Al cinco, un nuevo silbido: le hacían falta pues cinco segundos al tirador para tomar una flecha, empulgarla, apuntar y largar el penacho. No había dos arcos, no había más que uno. Las flechas llegaban una después de otra, nunca juntas.

Saqué de mi carabina la mira telescópica. Sólo permitía una puntería muy lenta, por el mismo hecho de su aumento. Dije en voz baja: Thomas, ve a colocarte del otro lado de la tronera, y cuando yo haya tirado dos veces, saca la cabeza por encima del muro, pega donde te parezca tus dos tiros y cambia en seguida de emplazamiento. Thomas se alejó. Lo seguí con la mirada. Cuando estuvo apostado, retiré el seguro, me puse de rodillas con la cara pegada al suelo y con la carabina sujeta con las dos manos, casi paralela al muro. Bruscamente me levanté, me puse el arma al hombro al mismo tiempo, giré el busto, creí divisar la punta del arco detrás del nogal, hice fuego y desaparecí. En seguida y mientras cambiaba mi emplazamiento oí los dos ¡pum! ¡pum! de la escopeta de Thomas, mucho más fuertes que los pequeños estallidos secos de mis balas.

Esperé la respuesta. No llegó. De pronto, ante mi inmenso estupor, vi a Thomas, distante de mí unos diez metros, levantarse y quedarse de pie en una actitud tranquila, con la cadera apoyada sobre el murete y el arma recostada en su antebrazo. Si es posible vociferar en voz baja, eso es lo que hice:

– ¡Acuéstate!

– Han puesto una bandera blanca -dijo con calma dando vuelta la cabeza hacia mí con una lentitud exasperante.

– ¡Acuéstate! -grité con una voz furiosa.

Obedeció. Llegué hasta la tronera y eché un vistazo por encima del muro contrario. El arco bien visible ahora estaba blandido, sin que se viera la mano que la blandía, y en su extremidad colgaba un pañuelo blanco. Llevé los gemelos a mis ojos y escudriñé la cresta del muro de una punta a la otra. No vi nada. Solté mis gemelos, puse las manos como megáfono alrededor de mi boca y dije en dialecto:

– ¿Y tú, que quieres con tu trapo blanco?

No hubo respuesta. Repetí la pregunta en francés.

– ¡Rendirme! -dijo en francés una voz joven.

Grité:

– Pasa tu arco detrás de la cabeza, manténlo con las dos manos y acércate.

Hubo un silencio. Volví a tomar mis gemelos. El arco y la bandera blanca no se habían movido. Thomas frotó su pie contra el suelo al cambiar de posición. Le hice señas de quedarse inmóvil y escuché con todas mis fuerzas. No percibí un solo sonido.

Esperé un buen minuto y grité, pero sin largar mis gemelos:

– ¿Y bueno, qué estás esperando?

– ¿No me tirarán? -gritó la voz.

– Seguro que no.

Otra vez pasaron algunos segundos, luego vi al hombre surgir de detrás de su murete, muy alto según mis gemelos, con su arco detrás de la cabeza y mantenido con las dos manos como le había dado orden. Solté mis gemelos y agarré mi carabina.

– ¿Thomas?

– ¿Sí?

– Cuando llegue acá, ponte en la tronera y vigila. No saques los ojos del murete.

– De acuerdo.

El hombre creció poco a poco. Caminaba con paso rápido, casi corría. Para mi sorpresa, era joven, con unos cabellos hirsutos y rubios tirando a pelirrojo. Sin afeitar. Se detuvo del otro lado de nuestro murete.

– Tira el arma de nuestro lado -dije-, pasa el murete, pon tus manos detrás de la nuca e híncate de rodillas. Recuerda que tengo ocho balas en el Cargador.

Obedeció. Era un alto y sólido muchacho, vestido con un blue-jean descolorida, una camisa a cuadros remendada y una vieja chaqueta marrón descosida en el hombro y de la que colgaba un bolsillo. Pálido, con los ojos bajos.

– Mírame.

Levantó los párpados y su mirada me sorprendió. No era para nada lo que yo esperaba. Nada de astuto ni de duro. Al contrario. Unos ojos marrones dorados, casi infantiles y que condecían con sus rasgos redondeados, su nariz bonachona, su amplia boca de labios carnosos. Nada de solapado tampoco. Le había dicho que me mirara: me miraba. Con vergüenza, con terror, como un chico que espera una filípica. Me senté a dos metros de él, con el caño apuntando en su dirección. Dije, sin alzar la voz:

– ¿Estás solo?

– Sí.

Lo había dicho demasiado rápido.

– Escúchame bien. Repito: ¿estás solo?

– Sí. (Imperceptible vacilación antes del sí.)

Cambié de tema de golpe:

– ¿Cuántas flechas te quedaban?

– ¿Allá?

– Sí.

Se quedó pensando.

– Una docena -dijo con aire incierto. Se corrigió-; Quizá no tantas.

¡Extraño arquero, al que no se le había ocurrido contar sus municiones! Dije:

– Pongamos diez.

– Diez, sí, quizá diez.

Yo lo miraba y de pronto dije con voz rápida y brutal:

– ¿Y entonces, si te quedaban diez flechas todavía, por qué te rindes?

Enrojeció, abrió la boca, sus ojos se enloquecieron, se quedó sin voz. No se había esperado esta pregunta. Lo tomó de sorpresa. Y ahí estaba completamente perdido, incapaz de imaginar una respuesta, hasta incapaz de hablar. Le dije rudamente:

– Date vuelta y pon las manos encima de la cabeza.

Giró pesadamente sobre sus rodillas.

– Siéntate sobre los talones.

Obedeció.

– Escucha, ahora. Te voy a hacer una pregunta. Una sola. Si mientes, te hago saltar los sesos.

Apoyé el cañón de mi carabina contra su nuca.

– ¿Estás listo?

– Sí -dijo con una voz apenas audible.

Sentía su nuca temblar contra mi arma.

– Escucha bien, ahora. No te haré dos veces la misma pregunta. Si mientes, hago fuego.

Hice una pausa y dije con el mismo tono rápido y brutal:

– ¿Quién estaba contigo detrás del murete?

Dijo con una voz apenas perceptible:

– Mi padre.

– ¿Quién más?

– Nadie más.

Apoyé el cañón con fuerza contra su nuca.

– ¿Quién más?

Respondió sin vacilar:

– Nadie más.

Esta vez no mentía, estaba seguro de eso.

– ¿Tu padre tiene otro arco?

– No, tiene una escopeta.

Vi a Thomas darse vuelta, con la boca abierta. Le hice señas de que siguiera vigilando, y repetí, estupefacto:

– ¿Tiene una escopeta?

– Sí, una escopeta de caza de dos tiros.

– ¿Tu padre tenía la escopeta y tú el arco?

– No, yo no tenía nada.

– ¿Por qué?

– Padre no me deja tocar la escopeta.

– ¿Y el arco?

– El arco tampoco.

– ¿Por qué?

– Desconfía.

Amables relaciones familiares. Una cierta imagen de los trogloditas comenzaba a precisarse en mi espíritu.

– ¿Fue tu padre el que te dijo que te rindieras?

– Sí.

– ¿Y que dijeras que estabas solo?

– Sí.

Y nosotros, por supuesto, terminada la guerra, nos levantábamos, tranquilos y confiados y para recuperar a nuestra Amaranta, caminábamos derecho hacia la jeta del padre que nos esperaba detrás de su murete con su escopeta de dos tiros. Un tiro para cada uno.

Apreté los labios y dije con tono duro:

– Desabróchate el cinturón del pantalón.

Obedeció, luego él mismo sin que se lo dijera, volvió a poner sus manos en la cabeza. Su docilidad me daba un poco de lástima: a pesar de su estatura y de sus anchas espaldas, un chico. Un chico aterrorizado por su padre, y ahora por mí. Le dije que pusiera las manos a la espalda y se las até con su cinturón. Recién cuando hube terminado recordé la cuerda en mi bolsillo: la usé para atarle los pies, y desatando su pañuelo de la extremidad del arco, lo amordacé. Hice todo esto con prontitud y decisión, pero al mismo tiempo me desdoblaba y asistía a mis propios actos como si fuera un actor en una película. Fui a hincarme al lado de Thomas.

– ¿Has oído?

Dio vuelta la cabeza hacia mí, estaba un poco pálido. Prosiguió en voz baja, con lo que se asemejaba en él a algo de emoción:

– Gracias.

– ¿Gracias por qué?

– Por haberme hecho acostar hace un rato.

No contesté. Reflexionaba. El padre debía saber ahora que su trampa había sido descubierta, pero no iba a renunciar por tan poca cosa. Y nosotros no podíamos ni quedarnos ahí ni irnos.

– Thomas -dije en un susurro.

– ¿Sí?

– Vigila el muro, el acantilado y la colina. Voy a tratar de rodearlo por la colina.

– Te van a descubrir.

– No al principio. Tú, por tu lado, desde el momento en que ves cualquier cosa, incluso el cañón de un arma, tiras. Y sigues. Aunque más no sea para obligarlo a bajar la cabeza.

Me fui reptando a lo largo del murete en dirección a la colina. Al cabo de algunos metros, la mano que sostenía la carabina se puso a transpirar y mi corazón a latir. Pero estaba contento de haber encontrado la manera de desbaratar el ardid del troglodita. Me sentía confiante y concentrado.

La colina en la tierra de nadie entre los dos muretes antagónicos hacía una especie de saliente que iba a morir en la pequeña llanura en un contrafuerte redondeado. Confiaba en esa saliente para esconderme de la vista del padre mientras tomara altura para dominarla. Pero no había contado con la dificultad de la ascensión. La cuesta era muy abrupta, el terreno rocoso y friable y habiendo desaparecido la vegetación, los apoyos inseguros. Tuve que poner mi carabina en bandolera para usar las dos manos. Al cabo de diez minutos estaba empapado, con las piernas temblando y tan sofocado que debí detenerme para recobrar aliento. Estaba de pie, prendido con las dos manos y con la punta del pie en una saliente. Podía ver, a algunos metros por encima de mí, la cumbre de la saliente, con más exactitud el sitio en donde ésta se perdía entre el relieve de la colina. Una vez llegado a ese punto, estaría expuesto a la vista del hombre desde detrás del murete, y me preguntaba con angustia cómo llegaría a conseguir el suficiente aplomo como para soltar el arma de mis hombros y apuntar sin perder el equilibrio. Y estaba ahí, con los ojos anegados por el sudor, con los miembros temblando por el brutal esfuerzo que les había impuesto, el pecho con la respiración agitada y tan descorazonado, que estuve a punto de abandonar mi proyecto y bajar de nuevo. Fue en ese momento cuando con las sienes zumbantes de sangre, pensé, no sé por qué, en Germán. Más exactamente, volví a ver a Germán en mangas de camisa en el patio de las Siete Hayas serruchando madera. Era alto y gordo, y como sufría de un enfisema tenía, cuando hacía un esfuerzo demasiado grande, una respiración muy especial, irregular, sofocada, sibilante. Y mientras la mía se calmaba y mis sienes dejaban de latir, de golpe tomé conciencia de un hecho que me trastornó. Estaba oyendo la respiración de Germán. No era la mía, con la que al principio la había confundido. La oía distintamente, provenía del otro lado de la saliente, separada de mí por el espesor de algunos metros de guijarral. El padre estaba siguiendo, del otro lado de la saliente, un camino que convergía con el mío.

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