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El sudor me inundó de la cabeza a los pies y creí que mi corazón se iba a inmovilizar. Si el padre llegaba antes que yo a la cumbre, me vería primero. Estaba perdido. De todos modos, estaba acorralado, no tenía ni tiempo para volver a bajar. De golpe me di cuenta que mi vida se iba a jugar dentro de dos o tres segundos, y que mi única chance era seguir hacia adelante y caer sobre él. Recomencé mi ascensión con una energía demente, y sin prestar ya atención a los guijarros que rodaban bajo mis pies, convencido de que el hombre, ensordecido por el ruido de su propia respiración, no me oía.

Llegué a la cumbre, estaba desesperado, estaba casi seguro de que me encontraría con el cañón de su arma apuntando hacia mí, de tal modo su respiración, tan ruidosa como el fuelle de la forja, me pareció cercana. Emergí. No vi nada. Fue como si me retiraran el peso de una tonelada de encima del pecho. Y ahí, una tras otra, tuve la suerte inaudita de encontrar apenas a un metro de mí un tocón de árbol bastante sólido, que me permitió apoyar la rodilla izquierda y mantenerme en equilibrio sobre la pendiente, con la pierna derecha extendida todo a lo largo, tomando apoyo sobre una piedra. Pasé la correa de la carabina por encima de mi cabeza, empuñé el arma, le quité el seguro y la sostuve con la culata sobre el brazo, listo para llevarla al hombro. Oía la respiración ruidosa y jadeante que se acercaba y con los ojos fijos en el lugar exacto donde apenas a diez metros de mí el hombre iba a surgir, me resistía a la tentación de dar un vistazo a la pequeña planicie de abajo y a Thomas detrás de su murete. Me apliqué, concentrado e inmóvil, a distenderme y regular mi respiración.

Mi espera que, según creo, no duró más que unos pocos segundos, me pareció interminable, mi rodilla izquierda sobre el tocón se anquilosaba y sentía en todos mis músculos, incluso en los de la cara, un endurecimiento doloroso como si poco a poco me fuera trasformando en piedra.

Apareció la cabeza, luego los hombros, después el pecho. En su esfuerzo, o buscando un punto de apoyo para sus pies, el hombre tenía la cara inclinada y no me veía. Eché el arma al hombro, afirmé la culata en el hueco de la clavícula, apoyé la mejilla en ella y contuve la respiración. En ese momento sucedió algo que no estaba previsto: tenía en el extremo de mi línea de mira el corazón del padre. A esa distancia estaba seguro de matarlo. Pero mi dedo reposaba inerte sobre el disparador. No conseguía tirar.

El padre levantó la cabeza, nuestras miradas se cruzaron. En seguida, con una increíble rapidez, echó al hombro su arma. Hubo una serie de chasquidos secos y pude ver las balas penetrar en su camisa y rasgarla. Una ola de sangre que me pareció increíblemente fuerte y potente brotó de la herida, los ojos se pusieron en blanco, la boca se abrió en un frenético esfuerzo de succión, luego todo el cuerpo cayó hacia atrás. Lo oí rodar a lo largo de la pendiente que acababa de trepar, con un gran ruido de piedras que iba arrastrando en su caída y que resonó en eco prolongado en la quebrada.

Al bajar vi que Thomas había franqueado el murete, atravesado la pequeña pradera en diagonal, con la escopeta bajo el brazo, para ir a reconocer el cadáver. Una vez en el llano, primero fui a desatar al hijo. Cuando me vio, la estupefacción y el temor agrandaron sus ojos. A tal punto tenía anclado en su espíritu la creencia en la invencibilidad de su padre que no creía volverme a ver vivo. Y tampoco me creyó cuando le dije que su padre estaba muerto. Y bueno, ven a ver, dije yo empujándolo suavemente delante de mí con el cañón de mi carabina.

Mientras me dirijo hacia el cuerpo, Thomas vuelve de su inspección y se cruza conmigo. Ha recuperado la cartuchera del padre y su escopeta, que lleva de la correa sobre el hombro izquierdo, por estar inmovilizado el derecho por la suya. En pleno corazón, dice un poco pálido. Varias balas juntas. Mientras me habla saco el cargador de mi carabina. Está vacío. He tirado pues cinco balas. Pero Thomas mueve la cabeza cuando le digo que me ha parecido verlas atravesar la piel. Con la velocidad con que salen del cañón, mis ojos no han podido seguirlas. Lo que he visto han sido los sucesivos desgarrones de la camisa después de que las balas, una a una, la han perforado. Puedes estar tranquilo, me dice, ha muerto en seguida. Agrega: te dejo, voy a ir a recuperar las flechas. Con esas palabras, hace una tentativa un poco chapucera para sonreír y se va.

Está bastante impresionado, y yo también cuando veo el cuerpo. ¡Qué estropicio en ese pecho! Y ese rostro blanco, vacío de sangre, inolvidable. No consigo percibir la más mínima cosa en común entre la insignificante presión de mi dedo sobre el disparador y la destrucción que ha operado. Me digo que el canalla que ha apretado el botón para desencadenar la guerra atómica debe de tener hoy la misma impresión, si es que ha sobrevivido dentro de su refugio hormigonado.

El troglodita anda por los cincuenta años. Muy robusto. Un grueso hombre rubio rojizo, vestido con un pantalón de corderoy marrón muy sucio y una chaqueta hecha jirones del mismo color. Miro ese cuerpo enorme, tan lleno de fuerza y tan falto de vida. Miro también a su hijo. No siente la más mínima tristeza. Parece a la vez estupefacto y aliviado. De golpe, se da vuelta hacia mí, me observa con un temeroso respeto, y tomándome la mano derecha, se inclina para besarla. Lo rechazo. No quiero saber nada con esa transferencia. Sin embargo, como veo que el miedo y el desasosiego invaden su rostro, le pregunto su nombre. Se llama Jacquet (diminutivo de Jacques). Jacquet, digo con voz apagada, vete a ayudar a Thomas a juntar las flechas.

Es tiempo de que se aleje. Creo que me voy a desmayar. Tengo las piernas como de algodón, los ojos turbios. Me siento al pie de la cuesta, a tres metros del troglodita; luego, como no se me pasa, me recuesto cuan largo soy sobre el plano inclinado y cierro los ojos, me siento muy mal. Luego de golpe el sudor corre. Tengo una sensación increíblemente viva y linda de frescura. Vuelvo a nacer. Sigo estando débil, pero es la debilidad del nacimiento, no la de la muerte.

Al cabo de un momento, me siento, miro al troglodita. Mi tío lo comparaba con el hombre del Cromagnon. Tiene algo de eso. Prognato, la frente baja, los arcos superciliares prominentes. Pero con todo, lavado, afeitado, manicurado, con el cabello corto, su robusto cuerpo bien ceñido dentro de un uniforme nuevo, no tendría un aspecto más primitivo que el de un buen oficial superior de las tropas de choque. Ni más tonto. Ni menos enterado de este conjunto de ardides animales elementales: la trampa para estúpidos. La emboscada. La seudo-capitulación. Mantener al enemigo en el centro para rebasarlo por su derecha.

Me levanto y voy al encuentro de los otros dos. No se han dado cuenta de mi malestar. Han creído que estaba retomando el aliento. Thomas me tiende el arco y lo examino. Es un arma de un metro setenta de alto por lo menos y que no me parece mucho mejor trabajado que el que yo mismo regalé a Birgitta.

Thomas ha terminado su recolección. Ha hecho un pequeño haz, al que ata con la cuerdita de nylon.

– Es allá -dice Jacquet con los ojos bajos, sin hacer otra alusión a Amaranta.

Remontamos la estrecha pradera salpicada de amarillentas matas de pasto las que, por más feas que sean, de todos modos me gustan. Miro a Jacquet, con su cabezota rubia rojiza y sus rasgos bonachones. Sorprendo sus ojos infantiles fijos en mí. Como ya he dicho, son marrón dorado, pero cosa extraña, el iris lo invade todo, por así decir, no tiene casi blanco, lo que, con sus cejas levantadas le da el aire humilde, triste y pedigüeño de un perro. Un perro que ha cometido una falta y que estaría muy deseoso de que se le perdone y se le hable. Desborda de buena voluntad, de sumisión, de afección lista para entregarse. Desborda también de fuerza, una fuerza de la que apenas es consciente y que irradia de su cuello de toro, de sus anchas espaldas y de sus largos brazos de homínido anudados de músculos que no llegan a desplegarse del todo. Al extremo de sus brazos, sus gruesas manos, a medias apretadas sobre un mango invisible, no llegan tampoco a abrirse. Camina entre Thomas y yo contoneándose, mirando al uno, mirando al otro, pero sobre todo a mí, puesto que tengo más o menos la edad de su padre.

Le muestro el arco que llevo en la mano derecha y le digo en francés (ya sé que no habla el dialecto).

– ¿De dónde sale que tu padre utilizara este instrumento?

Está tan contento de que le dirija la palabra y tan deseoso de informarme que tartamudea un poco. Habla un francés un poco neutro, que no lo siento ni coloreado ni rítmico por el trasfondo del dialecto. Y tiene un acento que no es ni del todo de aquí, ni del todo del norte. La influencia del padre y la del ambiente escolar han debido yuxtaponerse hasta formar esa curiosa mezcla. En resumen, como se dice aquí, un "extranjero".

– Lo aprendió en el norte -dice redondeando sus palabras-. En una sociedad de tiro. Era campeón, decía él.

Y agregó: -A las flechas, fue él quien le arregló las puntas… para cazar.

Lo miro, estupefacto.

– ¡Para cazar! ¿Cazaba con esto? ¿Por qué no con una escopeta?

– Se oye, una escopeta -dijo Jacquet, con una sonrisa a mitad camino de la connivencia. Debe saber que yo no soy cazador y que mis bosques están abiertos a todos.

No digo nada. Creo que empiezo a entender la vida cotidiana de los trogloditas: los golpes y las heridas, la violación familiar, la caza furtiva, digamos en general, la indiferencia hacia las leyes. Y la flecha, lo que me parece muy astuto. Mucho más seguro que un lazo, porque un lazo queda, un guardamonte puede encontrarlo, mientras que la flecha es cuestión de un segundo, sobre todo eso, mata casi en silencio, no asusta a los animales y no alerta a los vecinos. Éstos, el día de la apertura, no debían encontrar gran cosa de sus bosques.

Como me quedo callado, Jacquet cree ver en mi silencio un signo de desaprobación y dice con una calculada humildad para desarmarme, a mí, al señor de Malevil, que nunca conoció el hambre:

– Si no hubiera sido por eso, no hubiéramos comido carne todos los días.

Y todos los días ha comido carne, con seguridad, no hay más que verlo. Ha aprovechado muy bien de la caza paterna. Pero sin embargo, una cosa me llama la atención: ¿Un conejo clavado en su carrera por una flecha?

Protesta:

– ¡Mi padre -dice con orgullo- traspasaba un faisán en pleno vuelo!

Y bueno, en ese caso, ahora sé por donde desaparecían los faisanes de mi tío. Largaba dos o tres yuntas por año y no los volvía a encontrar nunca más, ni a ellos ni a su descendencia.

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