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– ¡Mi pobre Emanuel, tienes hambre!

– Bastante, sí.

– Lo que pasa es que no te puedo dar nada antes de que los otros vuelvan.

– Pero no te he pedido nada -dije con un orgullo que sonaba a falso, y del que por otra parte ni tomó en cuenta, puesto que de todos modos me dio tres terrones de azúcar, que acepté. Lo mismo le dio a Momo, que se lo metió en su amplia boca de una sola vez. En cuanto a mí, me tomé el trabajo de partir en dos cada terrón para hacerlos durar más. Noté que la Menou no tomaba nada para ella.

– ¿Y bueno, y tú, Menou?

– Oh, yo soy chiquita, no lo necesito tanto como ustedes.

El agua caliente azucarada y cortada con vino gustó a Amaranta, la bebió con avidez y después de eso fue posible hacerle aceptar el afrecho. Sentía un inaudito placer viéndola comer los puñados que uno a uno le tendía. En ese momento, recuerdo, se me ocurrió que a los animales, hasta en el campo, en donde sin embargo se los quiere mucho, no se les hace tampoco demasiado caso como si fuera del todo natural que estuvieran ahí para trasportarnos, para servirnos, para alimentarnos. Miraba a Amaranta y al punto negro de su pupila brillante con todo ese blanco un poco asustadizo al costado y pensaba, no somos demasiado agradecidos, no les agradecemos lo suficiente.

Me puse de pie. Miré el reloj. Hacía tres horas que estábamos allí. Salí del box, me flaqueaban las piernas, pero recordé que me había propuesto enterrar a Germán antes del retorno de los demás. La Menou y Momo vinieron a mi encuentro.

– Anda mejor, creo -dijo la Menou.

Por nada del mundo hubiera dicho que los animales estaban a salvo. Hubiera creído tentar al Señor o al Diablo, cualquiera fuera la fuerza que ahora espiaba las palabras de los hombres pura castigarlos en el momento en que expresaran demasiada esperanza.

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