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Los tres se detuvieron y se miraron.

– No tienes ningún motivo para venir, sobre todo si hay peligro -dijo Colin a Thomas, olvidando que hasta ese momento siempre lo había tratado de usted.

– Ustedes me necesitarán -dijo Thomas mostrando el contador.

Hubo un silencio y Meyssonnier dijo con voz ronca:

– Vamos a llevar el cuerpo de Germán, y lo depositaremos en la entrada del primer recinto hasta que lo enterremos.

Apenas le dije gracias, pero le agradecí muchísimo que hubiera pensado en Germán, aunque él mismo estuviera tan ansioso. Los miré partir. Thomas abrió la marcha, con sus auriculares colgados del cuello en su posición de escucha, y su contador en su mano adelantada. Meyssonnier y Peyssou seguían trasportando a Germán con dificultad. Colin cerraba la marcha, pareciendo más chico y más frágil que nunca. La puerta se cerró y me quedé inmóvil delante de la Menou, preocupado por ellos y preguntándome si no iba a seguirlos.

– Ya no tengo más botellas llenas que tapar -dijo ella a mis espaldas con tono tranquilo-. Podrías llenar otras más.

Volví a mi taburete, me senté y volví a trasegar. Tenía mucha hambre, pero no iba a dar un ejemplo de indisciplina comportándome como dueño y apoderándome de mis jamones. La Menou había tomado en su mano los víveres y me parecía muy bien. Estaba seguro de que iba a ser equitativa.

– Vamos, Momo -dijo la Menou al ver que me iban a faltar botellas vacías.

Y como Momo se levantaba y llenaba una cesta, agregó sin elevar la voz pero con tono firme:

– Y trata de no beber en el camino, ya que ahora cuando bebes de más, es a los otros a quien se lo sacas.

Pensé que Momo iba a hacerse el sordo ante esta advertencia, pero me equivocaba. La tuvo en cuenta. O quizá fue sólo el tono de su madre lo que comprendió.

– Has estado económica esta mañana con el jamón -le dije a la Menou, un momento después-. No me ha gustado mucho verlos partir con barriga vacía.

Hice un gesto hacia las bóvedas:

– Sobre todo con todos los chacinados que hay aquí.

– Somos siete -dijo la Menou siguiendo mi gesto con la mirada- y cuando lo que cuelga de ahí se habrá terminado, no es seguro que volvamos a comer cerdo nunca más. Ni que volvamos a beber vino. Ni que tengamos nunca más otra cosecha.

La miré. Tenía setenta y seis años, Menou. Había encarado con lucidez la perspectiva de morirse de hambre, pero su voluntad de vivir continuaba intacta.

La puerta de la bodega se abrió bruscamente, la cabeza de Thomas apareció y gritó con lo que significaba en él ser una viva emoción:

– ¡Emanuel! ¡Tienes animales que están vivos!

Desapareció. Me levanté, boquiabierto, me pregunté si habría oído bien. La Menou también se levantó, me miró y me dijo en dialecto, como si dudara haber comprendido bien el francés de Thomas:

– ¿Ha dicho que hay animales que están vivos?

– lbi ! (voy yo) -gritó Momo y se precipitó corriendo hacia la puerta de la bodega.

– ¡Espera, espera! ¡Te digo que me esperes! -gritó la Menou, trotando detrás de él a todo lo que podía. Parecía una vieja ratita, de tal modo se movían sus patitas flacas. Oí sonar en la escalera los zapatos claveteados de Momo. Yo también me puse a correr, me adelanté a la Menou y agarré a Momo justo cuando franqueaba el puente levadizo y entraba en el primer recinto. De Thomas y de los otros tres, ni rastros. Thomas había venido a advertirme y a paso de carga debió reunirse con los demás en el camino de Malejac.

Cuando nos acercamos hubo una mezcolanza de relinchos, mugidos y gruñidos, todos bastantes débiles. Provenían de la gruta que Birgitta había denominado La Maternidad.

Me puse a correr a todo lo que daba, pasé a Momo, y llegué sin aliento, chorreando sudor, con el corazón golpeándome las costillas. Ahí estaban en los boxes practicados en el fondo de la gruta, Lindo Amót, la adorada yegua de Momo, de catorce años, y lista para parir; Princesa, una de las vacas holandesas de la Menou, en el mismo estado; y mi Amaranta, demasiado joven para ser servida, pero que yo había puesto ahí porque padecía tiro. Y por fin, una enorme marrana, a punto de parir y a la que la Menou sin mi permiso, pero del cual prescindía, le había puesto Adelaida.

Los animales habían sufrido mucho. Estaban acostados sobre el flanco, estaban débiles, respiraban con dificultad, pero, en fin, todavía estaban en vida; la frescura y la profundidad de la gruta los habían protegido. No me pude acercar a Lindo Amor, porque ya Momo se había prendido de su cogote, revolcándose con ella en la bosta, y relinchando con ternura. Pero Amaranta, cuya cabeza descansaba de costado en la paja, la irguió cuando entré en su box y dirigió sus ollares hacia mis dedos para olerlos. Cuando llegó la Menou, ni se le ocurrió retar a Momo por estropearse la ropa en el estiércol, no se ocupaba de otra cosa que de examinar a Princesa, palparla y compadecerla. (Y sí, mi vieja, y sí, mi vieja.) Después pasó a la marrana, pero sin acercarse demasiado, dada su maldad.

Revisé los abrevaderos automáticos. El agua estaba caliente, pero andaban.

– Ibéchéchéoche ! (voy a buscar cebada) -dijo Momo subiendo por la escalera del molino que llevaba al piso en donde se entrojaba el pasto.

– ¡No, no -dijo la Menou-, cebada no! Afrecho con agua y vino para todo el mundo. ¡Sal de ahí, gran puerco -le dijo a Momo- tienes el pantalón lleno de bosta y vas a oler peor que la Adelaida!

Dejé a Amaranta y tuve el valor de salir de La Maternidad e ir a mirar los otros boxes. Antes que la vista me informó el olor, y me puse un pañuelo en la nariz, de tal modo el hedor me asfixiaba. Todos los animales habían muerto, no quemados, sino ahogados por el calor. Pegados contra el acantilado, y protegidos por él, los boxes no habían ardido. Pero las grandes piedras chatas que los recubrían habían debido llegar a una temperatura tan elevada que las vigas que las sostenían -de viejo roble de recuperación tan duro como metal- se habían, por lo menos en la superficie, caramelizado.

La Menou volvió con dos botellas de vino y mezclándolas con el agua y el afrecho, hizo una pasta que distribuyó en lebrillos. Entré en el box de Amaranta, siempre acostada y, tomando un puñado en mi mano, se lo puse delante de la nariz. Lo olió, sopló por los ollares, y frunciendo su belfo con asco, la comió con la punta de los labios, sin ganas. Cuando hubo terminado, tomé un segundo puñado y se lo tendí de nuevo. Comía muy poco y con una infinita lentitud. Veía en eso una especie de ironía, porque el afrecho ella lo desdeñaba y yo tenía tanta hambre que hasta le tenía envidia. Distraído, escuchaba los insultos y los mimos que Momo derramaba sobre Lindo Amor al lado, para inducirla a comer, y en un tono menor, los ánimos que la Menou prodigaba a Princesa. Ya Menou se había contentado con poner el lebrillo en las narices de la marrana, y a juzgar por los ruidos que hacía, la marrana era la única que hacía honor a su comida.

– ¿Y eso anda, Menou? -dije levantando la voz.

– No mucho ¿y tú?

– No mucho tampoco. ¿Y tú, Momo?

– Alimone ! (es una cretina) -dijo Momo rabioso.

– Es porque no se les puede explicar -siguió la Menou-. El hablar y el cacumen es de todos modos muy útil. Mira a Princesa. Tiene hambre, pero está tan débil que ni se da cuenta que tiene hambre.

Sentado sobre mis talones y casi anquilosado, seguía esperando que Amaranta terminara su segundo puñado. Y también me sorprendía a mí mismo insultándola con ternura. Me daba cuenta perfectamente que esos animales eran la condición de nuestra supervivencia. Incluso los caballos, sin los cuales la labranza no sería posible ahora que la nafta y el gas-oil se habían agotado.

Amaranta me oponía rechazo tras rechazo. Reposaba con aire de agotamiento su barbada sobre el piso en una actitud de renunciamiento que no me decía nada bueno. La agarré por el mechón de entre las dos orejas, la obligué a levantar la cabeza tendiéndole la pasta en el hueco de mi mano. Sin tocarla me miraba vagamente con sus grandes ojos tristes y dulces como para decirme, pero déjame, ¿por qué se te ocurre atormentarme? La Menou, incapaz de quedarse quieta, trotaba de acá para allá, con su paso seguro y decidido, iba a ver la marrana, volvía a Princesa, y monologaba sin parar, para sí misma y para mí.

– Pero mira esa gran puerca de Adelaida que ya ha terminado tu pasta y que ahora voy a darle el alimento. Son canallas esos animales. Cuando pienso en la cantidad de vacas que he perdido. O que casi me he perdido pariendo. Y tú, tus caballos, por un puñado de alfalfa fresca o de hojas de tejo. Los caballos, esos revientan por el vientre y las vacas por el culo. ¡Pero a esta marrana, intenta reventarla pues! Nada más que por la cantidad de tetas te das cuenta de la fuerza que tiene. Por más canalla que sea, es un monumento. Te pare sus pequeños por docenas sin siquiera molestar a nadie. ¡Dieciséis una vez, me hizo dieciséis!

Yo estaba muy inquieto por Amaranta, pero el oír a la Menou, tan cotidiana, tan a gusto con las cosas y los animales, discurriendo como si nada hubiera pasado, me hacía mucho bien a la moral. Momo tenía más éxito que yo con Lindo Amor, lo sabía porque a la furia y a la amenaza, habían sucedido los mimos y los relinchos. La Menou pasó la cabeza por la puerta del box.

– ¿Eso anda, Emanuel?

– No, para nada.

Miró a Amaranta.

– Voy a darle agua con vino y azúcar. Tú ocúpate de Princesa.

Pasé al box de Princesa. Mi tío me había inculcado un poco su prejuicio contra las vacas, pero de todos modos, esta gorda buenaza de Princesa, me emocionó. Ahí estaba, paciente y maternal, acostada de lado, mostrando su enorme vientre y sus ubres que iban a alimentarnos. No fue más que verla -débil como estaba, con las piernas temblorosas, el estómago hundido y corroído por el hambre- y darme una terrible sed de leche. No me olvidaba que no había parido, pero suprimía ese hecho molesto. En mi mente, excitada por el ayuno, con la cabeza que por momentos se me iba, me veía como Remo o Rómulo alimentado por la loba, acostado debajo de Princesa y chupando con voluptuosidad, apretando entre mis labios la gruesa teta hinchada que de un momento a otro iba a derramar en el fondo de mi garganta olas de caliente líquido.

Estaba en pleno ensueño cuando la Menou volvió del castillete de entrada con un kilo de azúcar en sus manos, bien reconocible por su envoltorio marrón. Ah, por cierto, para los animales no escatimaba. Me levanté y me acerqué fascinado. Miraba con los ojos fijos y la boca llena de saliva, los lindos terrones de azúcar blancos y brillantes que con su mano flaca y negra tomaba para echarlos en el balde con agua. La Menou se dio cuenta.

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