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Desde entonces, pensándolo mejor, han dejado de sorprenderme las relaciones entre Evelina y Emanuel. Aunque Emanuel se hubo decidido, en el mundo de antes, contra la monogamia y que persistiera luego en esa posición, por las razones que adujo, creo que la aspiración a un gran amor exclusivo no se había desvanecido por eso en él. Era esta aspiración la que colmaba en secreto sus relaciones platónicas con Evelina. Había por fin encontrado a alguien a quien pudiera amar con todas sus fuerzas. Pero no era del todo una mujer. Y ese matrimonio tampoco lo era.

Menos dos hombres que Meyssonnier dejó cuidando las murallas, todos los larroquenses vinieron para asistir al entierro de Emanuel, lo que aun por el atajo forestal, representaba una marcha ida y vuelta de veinticinco kilómetros. Ese fue el primero de los peregrinajes anuales de La Roque a la tumba de su libertador.

Judith Médard, a ruego del consejo municipal, pronunció un discurso bastante largo en el cual ciertas expresiones sobrepasaron la capacidad de su auditorio. Insistiendo sobre la humanidad de Emanuel, habló de "su amor fanático por los hombres y su apego casi animal a la continuación de la especie". Retuve esta frase porque me pareció justa, y también porque tuve la impresión que no fue comprendida. Al final de su discurso Judith debió interrumpirse para secarse las lágrimas. Le agradecieron su emoción y hasta su oscuridad, porque ésta daba a su panegírico una dignidad que parecía convenir a las circunstancias.

No estábamos al final de nuestras penas. Una semana después del entierro, la Menou interrumpió toda comunicación con sus semejantes, dejó de alimentarse y cayó en un estado de postración y de mutismo del que nada pudo sacarla. No tenía fiebre, no se quejaba de ningún dolor, no presentaba ningún síntoma. No se acostó. De día, se quedaba sentada en el atrio mirando el fuego, con los labios apretados, los ojos vacuos. Al principio, cuando uno le pedía que se levantara y se alimentara, contestaba, como Momo lo había hecho tantas veces en su vida. ¡Pero déjense de joder, por Dios! Después, poco a poco dejó de responder, y un día, cuando estábamos en la mesa, se resbaló de su banco en el atrio y se cayó en el fuego. Nos precipitamos. Estaba muerta.

Su desaparición nos consternó. Pensamos que iba a sobrellevar por su vitalidad la muerte de Emanuel como había sobrellevado la de Momo. Era no contar con el efecto acumulativo de dos pérdidas una después de otra. También creo que no se había comprendido del todo que la energía de la Menou necesitaba apoyarse sobre una fuerza que le diera seguridad y que esa fuerza, era Emanuel.

Después del entierro, la asamblea de Malevil quiso nombrarme jefe militar y elegir a Colin abate de Malevil. Yo me negué. Argüí que Emanuel era hostil a la separación de lo espiritual y lo temporal. Me propusieron entonces asumir también en Malevil las funciones eclesiásticas. Sin titubear, me negué. Como me lo había reprochado Emanuel en vida, estaba aún mezquinamente apegado a mis opiniones personales.

Fue de mi parte un enorme error. Porque entonces Colin recibió de nuestras manos los dos poderes.

Colin, en la época de Emanuel, era fino, gentil, servicial y alegre. Pero era todo eso porque se bañaba en el afecto de Emanuel que lo había protegido siempre. Emanuel muerto, Colin se creyó otro Emanuel. Y no teniendo ni su autoridad, ni sus dones de persuasión, se volvió tiránico sin ser a pesar de ello más respetado. ¡Cuando pienso que yo había temido la "enseñorización" de Emanuel! ¡Pero si Emanuel era el ángel mismo de la democracia, comparado con su sucesor! Apenas electo, Colin cesó de reunir a la asamblea y gobernó como un autócrata.

En Malevil hubo agarradas serias y cuasi cotidianas del "jefe" con Peyssou, conmigo, con Hervé, con Mauricio y hasta con Jacquet. Discutido por los hombres, Colin no tuvo mejor éxito con las mujeres. Se enojó con Inés Pimont porque había tratado, en vano por otra parte, de controlar sus afectos. No fue más feliz con La Roque que, instruida por nosotros sobre su absolutismo, no lo quiso elegir obispo. Se sintió muy mortificado, se peleó a medias con Meyssonnier y trató -sin éxito- de enredarnos en su desavenencia.

Cierto, no era fácil suceder a Emanuel, pero la vanidad de Colin y su necesidad de agrandar su yo confinaban con lo patológico. Apenas elegido obispo de Malevil y jefe militar, bajó unos cuantos tonos de voz en las notas graves, tomó un aire distante, se encerró en un silencio altanero en la mesa y fruncía las cejas cuando hablábamos antes que él. Nos dimos cuenta de que, poco a poco, se rodeaba de un sistema infantil de pequeños privilegios y de pequeñas prelaciones a las que nadie podía faltar sin hacerle una ofensa. Su fineza -que Emanuel gustaba aplaudir- no le sirvió, en la ocasión, para corregir lo absurdo de su conducta, pero sí solamente para sentir cuánto lo desaprobábamos. Se creyó perseguido. Y se sentía solo porque se había aislado.

La desunión se instaló en Malevil. Hubo miradas perversas, tensiones insoportables, silencios que no lo eran menos. Inés Pimont y Cati hablaron dos veces de volverse a vivir a La Roque. Estas amenazas de secesión no pusieron más dúctil a Colin.

Muy por el contrario. No les dirigió más la palabra a sus compañeros ni para darles órdenes. Llegó por fin el momento en que se creyó amenazado en su persona física. Empezó a llevar constantemente su pistola en el cinturón, hasta en la mesa. Y nos miraba comiéndonos con los ojos a veces furioso y otras acorralado.

Como todo lo ofendía, se dejó de hablar en las comidas. La atmósfera de Malevil no se sintió por eso menos tensa. Y los grandes muros sombríos de la fortaleza empezaron a exudar aburrimiento y miedo.

Colin temía mucho nuestras conspiraciones, y se acabó, en efecto, por conspirar. Se pensó reunir contra su voluntad la asamblea de Malevil y votar su deposición. No tuvimos tiempo de llevar ese proyecto a término. Antes de que se materializase, Colin se hizo matar en el curso de un combate con una pequeña banda de saqueadores compuesta apenas por seis hombres y mal armada. Colin, contando tal vez con ganar algún lustre en nuestros espíritus con una acción brillante, se expuso tan locamente como lo había hecho en el combate contra Vilmain y recibió en pleno pecho una descarga de escopeta. Su cara retomó en la muerte esa expresión infantil y esa sonrisa traviesa que mientras vivió le habían ganado la indulgencia de Emanuel.

Después de su muerte, acepté asumir en Malevil los dos poderes. Volví a anudar con La Roque todos los lazos de amistad que Colin había distendido y al cabo de un año, La Roque me eligió obispo.

La cosecha del 78 había sido buena, y mejor, la del 79. Hice admitir no sin dificultad a los larroquenses que todas las cosechas, en el futuro, deberían ser comunes y divididas a prorrata según el número de habitantes. Dos partes para La Roque, una parte para Malevil, puesto que éramos diez y los larroquenses, unos veinte. En tiempos normales, ganábamos mucho con este arreglo, dada la riqueza de las tierras aluviales de alrededor de La Roque. Pero yo hice valer, no sin razón, me parece, que el país chato estaba mucho más amenazado por las invasiones que nuestras colinas. Si los larroquenses se vieran algún día expoliados por los saqueadores, estarían contentos de recibir en su indigencia los dos tercios de nuestros productos.

En el curso de esta negociación, Meyssonnier, que se había vuelto muy larroquense, no me hizo ningún regalo. Pero me mostré paciente, y como lo hubiera dicho Emanuel, "flexible en la firmeza". En Malevil, después que hube llevado a buen fin este asunto, la Asamblea, en términos calurosos, me felicitó. Y bien, ya lo ves, dice Peyssou, Emanuel no lo hubiera hecho mejor. ¿Te acuerdas del trueque de la vaca con Fulbert?

Cuando vivía Emanuel, un verdadero culto del niño se había desarrollado entre nosotros, con la instalación en el castillo en el 77, de Cristina Pimont, que entonces tenía diez meses. No podíamos creerlo: nos parecía tan nueva entre nuestros viejos muros. Aunque importada, fue nuestro primer bebé, y adoptada en seguida con un entusiasmo delirante, pasó su primera edad de brazo en brazo. Constantemente cargada, mimada, entretenida y divertida por todos. Cristina se puso a llamar a todas las mujeres de Malevil mamá y a todos los hombres papá. Cuando fui elegido jefe, decidí, con el asentimiento de la asamblea convertir en ley este tratamiento espontáneo. Porque otros niños, después del 77, habían nacido, Gerardo, hijo de Miette; Brígida, hija de Cati; Marcelo, hijo de Inés, que nació cuatro meses después de la muerte de Emanuel. Inés, por razones evidentes, hubiera querido llamarlo con el nombre del desaparecido, pero conseguí disuadirla, y a mi sugestión, la Asamblea de Malevil prohibió también esa constante búsqueda de parecidos físicos del niño con sus progenitores, que hoy tengo por nefasta hasta en los matrimonios, con más razón en una comunidad como la nuestra.

Después de la muerte de Fulbert, la llegada de Inés Pimont a Malevil perturbó el equilibrio de las fuerzas entre las mujeres. Inés no tardó mucho en tomarle gusto a la libertad que Emanuel le había propuesto, pero sin compartirse nunca, como Miette, equitativamente. Como Cati, tuvo sus exclusividades, caprichos y coqueterías. Pero lo hizo mejor, con un arte más sagaz. En les brazos de Cati, se tenía la impresión de bailar sobre un volcán, antes de ser atrapado bruscamente por su fuego central. Inés, "dulce y serena como un arroyo en abril" (Emanuel) encantaba primero por su frescura, antes de envolvernos en sus llamas.

La rivalidad entre las dos mujeres, sorda bajo el reino de Emanuel, estalló en lucha abierta por el poder después de la muerte de la Menou. La guerra de las lenguas hizo furor durante semanas antes de degenerar en un pugilato. Miette intervino entonces, ante los ojos estupefactos del único testigo, Peyssou, y "y le dio una paliza a cada una". Luego les pidió perdón, las abrazó y las consoló, asegurando su dominio, al menos tanto por su bondad como por su fuerza.

Colin, por su tiranía, se hizo dos enemigas de las dos rivales, y acabó por reconciliarlas. Se unieron contra él y lo acribillaron con sus pinchazos. Por desgracia, le tomaron gusto a ese juego, lo extendieron al resto de sus compañeros, y, a la muerte de Colin, se habían vuelto ingobernables. Me hizo falta mucha firmeza y paciencia para desarmar a nuestras guerreras. Creo que estaban descontentas, con la libertad que les otorgábamos, pero tampoco hubieran soportado verse privadas de ella. Pienso también que con Emanuel una cierta imagen paterna había desaparecido, y sufrían por esta desaparición. Supe que las tres mujeres se reunían en la pieza de Miette y las sorprendí ahí llorando y rezando al pie de una mesa en la que como sobre un altar, estaba expuesto el retrato de Emanuel. No sé si tuve razón o no: pero las dejé hacer. Y fueron ellas las que, contaminando a los larroquenses, acabaron por organizar ese culto del héroe muerto que se ha convertido entre nosotros casi como en una segunda religión.

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