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Meyssonnier, sí, resiente con fuerza las dos infamias de Fulbert: su infamia por así decir teórica, en tanto que representante de "la religión, opio del pueblo" y su infamia en los hechos, en tanto que persona que ha exigido con un cinismo sin límite la cesión gratuita de una vaca. Lo miro. ¡Qué poco ha cambiado desde las municipales! Siempre la misma cara larga como hoja de cuchillo con la frente estrecha, los pelos como cepillo, los ojos grises muy juntos el uno del otro y que parpadean cuando está emocionado. Y como desde el día del acontecimiento no ha podido ir al peluquero de La Roque, sus cabellos, por la fuerza de la costumbre, crecen derecho, derecho hacia el cielo, y su largo rostro se ha alargado aun más.

La puerta de la sala grande se abre. Es Miette. Miro el reloj, 10 y 25. Cinco minutos. Ni el tiempo material, incluso sobreestimando (o subestimando) a Fulbert. Mientras que en la penumbra de la gran sala Miette avanza hacia nosotros ondulando sin balandronada, propaga una ola de calor que la precede y nos envuelve. Gracias, Miette. Veo en la cara de Colin y en su renacida sonrisa que le ha vuelto la tranquilidad. Que si nuestro gran arquero no puede gozar esta noche de la presencia de Miette, que al menos nadie se la sople.

Estamos todos y nunca hasta ahora hemos tenido una asamblea plenaria con las tres mujeres, con el Momo, con el "siervo". Nos estamos democratizando. Se lo diré a Thomas.

La Menou se agacha para reanimar el fuego, porque después de terminada la comida, por economía, se ha apagado la monumental lámpara de aceite y desde ese momento, el hogar es nuestra sola luz. Sin atizador ni pinzas, nada más que acomodando los leños con astucia, la Menou consigue hacer brotar una llama y como si no hubiera esperado más que una señal para arder él también, Meyssonnier estalla:

– Cuando he visto llegar al cura -dice mezclando francés y dialecto en su furia- me di muy bien cuenta que no venía aquí por nuestros lindos ojos. Pero de todos modos, no lo hubiera creído. Es algo -dice con indignación, como si ninguna otra expresión fuera capaz de reflejar la enormidad del acontecimiento. Repite varias veces seguidas: es algo, golpeándose la rodilla con la palma de la mano.

Y sigue, fuera de sí:

– ¡Estaba ahí, sentado muy tranquilamente sobre su culo, como Dios Padre en persona y te pide tu vaca, como si te hubiera pedido un fósforo para encender su pipa! La vaca que has criado, y atendido dos veces por día durante años, que en el invierno, cuando el grifo estaba helado, te has llevado a cuestas los baldes de agua de la cocina al establo para hacerla beber, y el veterinario que te ha costado, sin contar los remedios, y el cuidado de la paja y del heno que disminuyen en tu hórreo y te preguntas si vas a poder durar hasta la otra cosecha. Ni hablo de la mala sangre que te haces cuando pare. ¿Y entonces? -prosigue con fuerza-. ¡Te recitan unos padrenuestros y te birlan tu vaca! ¿Es el retorno a la Edad Media? ¿Estamos en eso? ¿Es el clero que viene a reclamar su diezmo? ¿Y por qué no la talla y la prestación personal, ya que estamos?

Ese discurso, aunque impío, causa impresión, hasta sobre los piadosos. En la región, todavía se rememoran los señores y hasta los que van a misa desconfían del poder del cura. Sin embargo, me callo. Espero. No quisiera estar en minoría una segunda vez.

– Con todo, están los bebés -dice Colin.

– Justamente -dice Thomas- ¿por qué no confiarlos a Malevil? Me cuesta creer que haya madres que no consientan en separarse de ellos para asegurar su supervivencia.

Nada mal, Thomas. Sobrio y lógico, aunque un poco demasiado abstracto, quizá, para convencer.

– Sin embargo eso es lo que Fulbert nos ha dicho -señala Peyssou con su enorme buena fe.

Meyssonnier se encoge de hombros y dice con violencia:

– ¡Fulbert, pero si ha dicho todo lo que se le ha antojado!

Aquí, me parece, va un poco demasiado lejos para su auditorio. Porque en términos indirectos acaba de tratar a Fulbert de mentiroso y aparte de Thomas y yo mismo, nadie aquí está dispuesto a aceptar todavía tal juicio. Después de esto, hay un largo silencio. Y yo no hago nada por romperlo.

– De todos modos hay que ver qué mal hechas están las cosas -dice por fin la Menou dejando su tejido sobre las rodillas y alisándolo con la mano porque tiene tendencia a enrollarse sobre sí mismo-. Los de La Roque son veinte y, entre esos veinte, no tienen más que un toro y cinco caballos, valiente negocio.

– Nadie te impide que les des tu vaca -dice Meyssonnier con irrisión.

No me gusta esto. Atención. Lo mío y lo tuyo me parecen nociones muy peligrosas. Intervengo.

– No estoy de acuerdo con esa manera de expresarse. Aquí no existe lo de la vaca de la Menou, ni la vaca del Estanque, ni los caballos de Emanuel. Existen los animales de Malevil, eso es todo. Y los animales de Malevil pertenecen a Malevil, es decir a todos nosotros. Si hay alguien que piense distinto, no tiene más que tomar su o sus animales e irse.

He hablado con mucho énfasis y un silencio un poco incómodo sucede a mi declaración.

– ¿Y con eso qué quieres decir? -pregunta el pequeño Colin al cabo de un rato.

– Quiero decir que si debemos separarnos de un animal, tenemos que decidirlo todos nosotros.

He dicho "separarnos", no he dicho "dar". El matiz no se le escapa a nadie.

– Tenemos que ponernos en su lugar -dice la Falvina, y todos la miramos extrañados, porque desde hace un mes que está aquí la Menou la ha acariciado tan fuerte con el pico que vacila en abrirlo. Animada por nuestra atención da un gran suspiro para liberar su aliento de los pliegues en que se pierde y agrega: -Si en Malevil tenemos tres vacas para diez y nada para los veinte de La Roque, por fuerza algún día habrá envidiosos.

– No dices nada más que lo que yo ya he dicho -dice la Menou con una voz hiriente para reponer a Falvina en su lugar.

Y yo ya estoy harto de ese terrorismo, y repongo a la Menou en el suyo.

– Bien dicho, Falvina.

Los mofletes refluyen, todo en ella se dilata, mira a la redonda, y sonríe de gusto.

– Bien que nos han robado un caballo -dice el Peyssou-, sin querer ofender a nadie -agrega al ver al pobre Jacquet encogerse en su silla-. ¿Y por qué no nos pueden robar una vaca en el pastoreo?

– ¿Una? -digo yo-. ¿Por qué no las tres? En La Roque tienen cinco caballos, bastaría con cinco hombres a caballo. ¡Se vienen para acá, matan a nuestros guardias, y adiós las vacas!

Estoy contento de haber introducido los caballos y sé muy bien por qué.

– Estamos armados -dice Colin.

Lo miro.

– Ellos también. Y mejor que nosotros. Nosotros tenemos cuatro escopetas. En La Roque tienen diez. Y, te cito a Fulbert, cartuchos en cantidad. No es nuestro caso.

Silencio. Pensamos con angustia en lo que sería una guerra entre La Roque y nosotros.

– ¡No puedo creer eso de las gentes de La Roque! -dice la Menou meneando la cabeza-. Son gentes de aquí. Son buena gente.

Señalo a los tres nuevos.

– ¿Buenos? ¿Y ellos, no son buenos? Y has visto, sin embargo…

Agrego en dialecto:

– Basta con una manzana mala para pudrirte todo el canasto.

Veo a Thomas que se inclina hacia Meyssonnier, se hace traducir el refrán en francés y lo aprueba. ¡Prestigio de los estereotipos milenarios! Mi proverbio ha recibido la unanimidad. Fulbertistas y antifulbertistas están de acuerdo. Solamente es en la identidad de la manzana mala en lo que diferimos. Para unos, es precisa, para los otros, indeterminada.

Después de mi éxito, no digo una palabra más. La conversación se generaliza. La discusión se estanca, y la dejo estancarse. En las voces, en las posturas, en la nerviosidad, siento ahora el cansancio. Mejor que se cansen: yo espero.

Y no espero mucho, porque al final de un largo silencio, Colin, dice:

– ¿Y bueno, tú, Emanuel, qué piensas de esto?

– Ah, yo me pondré de parte de la opinión general.

Me miran. Están desconcertados por mi modestia. Menos Thomas, que me mira con ironía. Pero Thomas no dirá nada. Ha progresado. Ganó en prudencia.

Me callo. Y como me lo esperaba, insisten.

– Con todo, Emanuel -dice el Peyssou- algo se te habrá ocurrido.

– Sí, algo se me habrá ocurrido. Y lo que se me ha ocurrido, por empezar, es que nos han hecho el chantaje con esos bebés. -Y el "nos", por supuesto, es la manzana mala, pero siempre indeterminada- ¿Porque en fin, te ves, Menou -aquí me deslizo hacia el dialecto- con el Momo aún bebé en los brazos, ni una gota de leche para alimentarlo y negarse a confiarlo a gentes que tienen? Y todavía el caradurismo de decirles: ¡No es la leche para Momo lo que quiero, es la vaca!

No he dicho otra cosa que lo que dijo Thomas hace unos instantes. Pero lo digo en concreto. Las mismas flores, pero no el mismo ramo. Di en la tecla, lo leo en las caras.

– Bueno -digo- cuando vayamos a La Roque aclararemos toda esta historia, y le preguntaremos a las madres qué pasa. Queda, como ustedes lo han dicho, que nosotros tenemos tres vacas y los de La Roque, ninguna. Y a partir de eso, se imaginan cómo les pueden calentar la cabeza contra nosotros (el "les" siempre sin precisar), y meterles ideas. Y esas ideas, estén seguros, no pueden ser más que malas, dado que ellos son más numerosos que nosotros y mejor armados.

Silencio.

– Entonces -dice el Peyssou- más desconcertado que nunca-. ¿Te parece, a ti, Emanuel, que hay que darles la vaca?

Exclamo de inmediato:

– ¡Darles! ¡Ah, no! ¡Jamás! De ningún modo darles. ¡No nos vamos a poner en el caso, como dice Meyssonnier, de pagarles un diezmo! ¡Como si les fuera debido! ¡Como si fuera un derecho de la ciudad hacerse alimentar de balde por el campo! ¡No faltaría más que eso! Pero si hasta no nos respetarían más, los de La Roque, si fuéramos tan estúpidos como para darles una vaca.

Las miradas brillan de indignación compartida. Unanimidad absoluta entre los fulbertistas y los antifulbertistas. Millares de generaciones de campesinos me sostienen, me acompañan y me empujan. Siento bajo mis pasos el terreno sólido y avanzo.

– En mi opinión, hay que hacerles pagar la vaca. ¡Y caro! Ya que nosotros no somos vendedores. Son ellos los que quieren comprar.

Hago una pausa y les guiño el ojo con descaro, como para decir, no soy sobrino de tratante de caballos y tratante de caballos yo mismo por nada. Digo recalcando las palabras:

– Por nuestra vaca les vamos a pedir dos caballos, tres escopetas y quinientos cartuchos.

Hago una segunda pausa para hacer resaltar mejor el carácter exorbitante de mis exigencias. Silencio. Activas consultas con las miradas. Mi logro -me lo esperaba- es bastante mitigado.

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