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Fulbert dejó este discurso sin conclusión. Nos miramos. Y como nadie largaba prenda, le hice algunas preguntas a nuestro huésped. Me enteré así que los larroquenses desde el principio sospechaban que había sobrevivientes en Malevil, que, como La Roque y Courcejac, estaba protegido por su acantilado. Esa idea se había afianzado en ellos cuando, hacía alrededor de un mes, les había parecido escuchar nuestra campana. También me enteré que disponían para defenderse de una decena de escopetas, "cartuchos en cantidad" y carabinas.

Paré la oreja cuando Fulbert habló de nuevo de los caballos de silla, pero no le pregunté por ellos. Los conocía muy bien. Fui yo quien se los vendió a los Lormiaux. Los Lormiaux eran unos industriales parisienses que habían comprado muy caro un castillo histórico deteriorado, gastado sumas locas para restaurarlo, y venían a él una vez por año. Durante ese mes, se les había metido en la cabeza jugar a los castellanos y andar a caballo. Los tres montaban mal, pero tuvieron necesidad, ellos tres, nada menos que de tres anglo-árabes, pese a mis esfuerzos, en suma muy meritorios, por venderles cabalgaduras un poco menos brillantes. Por otro lado, antes del día J, no podía impedir de todos modos que los esnobs me hicieran ganar dinero. Aparte de los tres anglo-árabes castrados, los Lormiaux me habían comprado también dos yeguas blancas, pero de estas hablaré más adelante.

Observé que Fulbert, elocuente de buena gana, contestaba brevemente mis preguntas. Deduje que su descripción de las condiciones materiales de La Roque comportaba una conclusión, pero que pese a su considerable aplomo, no se había atrevido o conseguido todavía formularla. Me callé, con los ojos fijos en el fuego.

Al cabo de un momento Fulbert tuvo una tosecita que traicionaba no su incomodidad, sino el hecho de que teniendo ya un pie en el más allá, le costaba bastante retornar a este mundo para ocuparse de los asuntos de los hombres.

– Debo decir -repitió- que estoy muy preocupado por la suerte de esos dos bebés y de nuestra pobre huerfanita. Existe ahí una situación muy dolorosa y a la que no le veo salida. Sin leche, no veo cómo vamos a conseguir criarlos.

De nuevo, dejó pesar un silencio. Todas las miradas estaban fijas en él, y nadie tenía ganas de hablar.

– Sé muy bien -siguió Fulbert con su voz profunda- que lo que les voy a pedir va a parecerles enorme, pero en fin, las circunstancias son excepcionales, los dones de Dios desigualmente repartidos, y para vivir, para sobrevivir incluso, deberemos tener que recordar que somos hermanos y que debemos ayudarnos entre nosotros.

Lo escuchaba. Considerado en sí, todo lo que decía era verdad. Pero dicho por él, todo sonaba falso. Tenía la impresión de que este hombre, que se ocupaba de los sentimientos humanos, no los experimentaba.

– Es en nombre -prosiguió- de nuestros pobres bebés de La Roque que les hago este pedido. He observado que tenéis varias vacas. Les estaríamos profundamente agradecidos si pudieran cedernos una.

Silencio de muerte.

– ¿Ceder? -dije yo-. ¿Has dicho "ceder"? Entonces estás encarando un intercambio.

– Para decir verdad, no -dijo Fulbert con aire altanero-. No había encarado el asunto como una transacción comercial. La había concebido más bien como un deber de caridad, o también como un deber de asistencia a personas en peligro.

Henos aquí prevenidos. Si nos negamos, seremos a los ojos de Fulbert unos hombres sin entrañas y sin moral.

– Entonces -digo yo- no se trata de ceder, sino de dar.

Fulbert inclina la cabeza y fuera de Thomas, todos nos miramos estupefactos. ¡Pedir a unos campesinos que den una vaca! ¡Esas sí que son gentes de ciudad!

– ¿No sería más sencillo -digo yo con voz suave (pero no tan suave, de todos modos, como la de Fulbert)- que criáramos en Malevil a los dos bebés y a la huérfana?

Miette está sentada entre Fulbert y yo, y como me doy vuelta hacia Fulbert para hacerle la pregunta, veo su dulce rostro y veo que el proyecto de una guardería infantil en Malevil la trasporta de felicidad. Al margen de la discusión le dirijo una sonrisa, me mira durante un buen segundo con sus lindos ojos de niña, trasparentes e insondables, luego, bruscamente, me devuelve la sonrisa. Me la devuelve, si me atrevo a decir, al céntuplo, como si recogiera en la misma todo su afecto para dármelo de una sola vez.

– Sería muy posible para la huérfana -dice Fulbert- porque nos plantea un gran problema. Tiene trece años, es tan delgada y pequeña que parece de diez, tiene crisis de asma y además, tiene un carácter muy especial. Da pena decirlo, pero me parece que difícilmente haya alguien en La Roque capaz de ocuparse de ella.

Su bello rostro de asceta está sumido por un breve instante en la melancolía. Medita sobre el egoísmo de los hombres, y siento que nosotros formamos parte de su meditación. Sin embargo, no pierde de vista su propósito y sigue con un suspiro:

– En cuanto a los bebés, es desgraciadamente imposible confiárselos. Las mamás no quieren separarse de ellos.

Como no pudo saber de antemano si teníamos vacas, ni que le íbamos a hacer esa proposición de tomar con nosotros a los bebés para su crianza, no ha podido preguntárselo a sus madres. Sospecho por consiguiente, que está mintiendo, y que no son sólo los bebés de La Roque los que estarían felices de tener leche.

Lo presiono un poco más:

– En ese caso, no tendríamos inconveniente en recibir a las madres en Malevil al mismo tiempo que a sus bebés.

Menea la cabeza.

– No es posible, vamos. Cada una tiene un marido, otros hijos. No se puede desmembrar así una familia.

Al mismo tiempo, dando un corte con la mano, rechaza con tuerca mi sugestión. Y ahora, se calla. Nos ha acorralado sin piedad ante un dilema: o damos una vaca o los bebés mueren. Y espera.

El silencio se prolonga.

– ¿Miette -digo yo-, quisieras hacer el favor de dar tu pieza a Fulbert por esta noche?

– Pero no -dice Fulbert bastante flojamente-, no quisiera molestar a nadie. Una gavilla de pasto en el establo me bastará.

Desdeño con cortesía su proyecto evangélico.

– Después de tu largo camino -digo a Fulbert levantándome- necesitas descanso. Y mientras duermas, discutiremos tu pedido. Te daremos la respuesta mañana por la mañana.

Se levanta también, se yergue con toda su estatura y nos mira con ojos serios y escrutadores. Sostengo su mirada con placidez y al cabo de un momento, sin apuro, doy vuelta la cabeza.

– Miette -digo-, dormirás por esta noche con Falvina.

Hace que sí con la cabeza. Fulbert ha renunciado a fascinarme. Envuelve a sus fieles con su mirada paternal y separa de su cuerpo sus dos manos bien abiertas.

– ¿A qué hora -dice-, desean ustedes que diga misa mañana por la mañana?

Consulta de miradas. La Menou propone las nueve y todos aceptan, menos Thomas y Meyssonnier, que se ausentan del debate.

– A las nueve -dice Fulbert majestuosamente-. Bueno, digamos a las nueve. Desde las siete hasta las nueve, estaré en mi habitación (tomo nota de ese "mi" al pasar) para confesar a los que quieran comulgar.

Ya está. Se ha apoderado de nosotros, cuerpos y almas. Puede ahora irse a acostar.

– Miette -digo-, conduce a Fulbert a tu pieza. Cámbiale las sábanas.

Fulbert da con mucha seriedad sus "buenas noches" llamándonos por nuestros nombres, uno después de otro, con su bella voz de barítono. Luego sigue a Miette, que lo precede con paso alerta hacia la puerta de la gran sala. Uno que está muy pesaroso de verla alejarse así, es el pequeño Colin, al que esta noche le tocaba el turno de ser el invitado de Miette y que no podrá serlo por falta de local. La sigue con un ojo, un poco celoso también de Fulbert. Y yo mismo, recordando ciertas miradas en la mesa, me pregunto si he hecho bien en dar a Miette como guía a nuestro huésped. Miro mi reloj: las diez y veinte. Tomo nota de que debo consultarlo nuevamente cuando Miette esté de vuelta.

Una vez la puerta cerrada, un alivio se lee en las caras. La presión ejercida sobre nosotros por Fulbert había llegado a tal punto que era apenas soportable. Y una vez que se hubo ido Fulbert, nos sentimos liberados. A medias liberados, porque Fulbert deja detrás de sí sus exigencias.

No leo únicamente alivio en los rostros, sino también mucha turbación y sentimientos confusos. Me felicito por haber impedido a Meyssonnier y a Thomas desencadenar en la mesa una disputa religiosa, porque seguramente hubiera dividido Malevil y agregado aún más a la confusión.

Miro a mis compañeros uno después de otro. Gorgona o Medusa, en el atrio, la Menou teje, impenetrable, con los ojos bajos, los labios cerrados. El Momo a quien nada le interesa desde que Miette ha abandonado la pieza, empuja con el pie un leño a medias consumido, y su madre le pregunta en voz baja y furiosa, pero sin levantar la vista, si quiere una patada en el culo si está empeñado en quemarse los tamangos. La Falvina sopla y suspira entre sus pliegues y repliegues, con su vientre sujeto por su rodilla derecha reposando sobre la izquierda, sus pechos encajados en su vientre y las papadas de su cuello cayendo sobre sus pechos. Nunca se ha visto ni oído cosa parecida, eso es lo que su gemido quiere expresar. El prisionero Jacquet, a quien Colin por embromar llama el "siervo" y que, en menos de un mes, ha conseguido pescarme en la trampa de unas relaciones casi filiales a fuerza de seguirme por todos lados, y de espiar todos mis movimientos con sus bonachones ojos marrón dorado tan parecidos a los de un perro, Jacquet, por supuesto, me mira y su pensamiento es simple y tranquilizador: si Emanuel da la vaca, tendrá su razón para darla. Si no la da, tampoco estará mal. A la buena cabezota redonda y en falsa escuadra de Peyssou, en la que la nariz está plantada como un cuchillo de campo en una papa, da lástima verla, de tal modo está torturada por la incertidumbre. Me doy cuenta que está tratando de conciliar su naciente veneración por Fulbert y el carácter escandaloso de sus demandas. Colin no se siente menos perdido, aunque lo demuestra menos. Sin cesar mira hacia la puerta, agitado y frustrado por las razones que ya he dicho.

En los ojos de Thomas, en cambio, ni la más mínima incertidumbre: Fulbert es un infame. Y piensa eso, estoy seguro, sin darse cuenta para nada del sacrilegio que acaba de cometer Fulbert ante los ojos de todos nuestros compañeros: la vaca. Ha osado tocar a la vaca. Después de Dios (y hasta quizás antes) nuestro valor, el más sagrado. No se trata de que una vaca coincida para nosotros con su valor comercial. De ninguna manera. Si exigimos dinero cuando ella cambia de manos, es para manifestar por medio de especie el respeto cuasi religioso que le profesamos.

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