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Capítulo XVIII LA CASA DE LA MONTAÑA

LO PRIMERO que oí al recobrar la conciencia fue una voz harto conocida que decía:

– Hermanas, cierren los ojos si no quieren ver el trasero de un hombre. Pueden aprovechar estos instantes de recogimiento para entonar un miserere por el alma de este infeliz.

Con un hilo de voz conseguí murmurar:

– ¡Comisario Flores! ¿Cómo ha llegado usted aquí?

– No te muevas -dijo la también conocida voz del doctor Sugrañes- o te pincharé el prepucio. La luz es un tanto escasa y mi pulso no es lo que fue. ¿Le había contado alguna vez, comisario, que en mis tiempos gané un concurso de tiro de pichón? Amateur, claro -dijo pronunciando la palabra con acento francés.

Reparé que un coro numeroso me rodeaba: el comisario, el doctor Sugrañes, Mercedes y una hilera de monjas, entre las que reconocí a la superiora que me había visitado en el manicomio. La superiora sostenía en brazos a la niña cataléptica, cuyo camisón aparecía desgarrado en varios puntos. Pregunté cómo la habían encontrado.

– La tenías tú abrazada debajo de esta mesa, charnego pedófilo -dijo el comisario Flores-, pero la cosa no pasó a mayores, según se desprende de las prospecciones digitales que acaba de practicar el doctor Sugrañes.

– Aún no me ha dicho cómo llegaron hasta aquí.

– Yo les llamé, siguiendo tus instrucciones -dijo Mercedes al tiempo que me bajaba los pantalones para que el doctor Sugrañes pudiera darme una inyección.

– ¿Y el negro? -pregunté.

– No hay tal negro -dijo el doctor-. Has estado delirando, como de costumbre.

– ¡Yo no estoy loco! -protesté.

– Eso es a mí a quien compete determinarlo -dijo el doctor con el tono profesional con que solía ocultar su irritación.

Sentí que me restregaban un algodón empapado en alcohol por el culo y que me introducían un aguijón húmedo. Un sabor amargo me subió a la boca y un fogonazo cegó transitoriamente mis ojos. Cuando los abrí, el comisario Flores se frotaba un algodón por las manos y le decía a Mercedes:

– Tocar a este tío y pescar el tétanos es todo uno. Ya pueden abrir los ojos, hermanitas, que ha pasado el peligro carnal. Y, si lo desean, también pueden reintegrarse a sus aposentos. Aquí el doctor y un servidor de usted nos ocuparemos de todo. Cuando en derecho proceda, les informaré de lo que haya menester.

– ¿Tendremos que declarar, comisario? -preguntó la superiora.

– Eso lo decidirá el juez.

– Lo digo porque, de ser así, habrá que tramitar un permiso episcopal. Si antes, claro está, no derogan el concordato.

Fueron saliendo las monjitas y se llevaron a la niña. Nos quedamos solos en la cripta el comisario, el doctor Sugrañes, Mercedes y yo.

– También salía un cadáver en mis alucinaciones -dije al doctor-. Me alegro de saber que todo fue producto de mi fantasía.

– Por desgracia, chato -dijo el comisario-, lo del muerto no lo inventaste. Si levantas esa sábana, lo verás.

Y señaló un bulto macabro tendido en el suelo. Pedí una explicación.

– Todo se andará -dijo el comisario-. Pero, ya que estamos aquí, veamos adonde conduce este pasadizo -sacó una pistola del bolsillo trasero del pantalón y jugueteó con ella-. Síganme a cierta distancia y cúbranse lo mejor que puedan. Con las normas de austeridad del nuevo gobierno no me sobran ocasiones de practicar y no respondo de mi puntería. ¡Y pensar que de poco voy a la Olimpiada de Tokio!

– En este país -observó el doctor Sugrañes- el que destaca concita envidias. ¿Cómo te sientes?

– Puedo caminar -dije yo-, pero ¿no nos estaremos metiendo en otro laberinto?

– No parece que así sea -dijo el comisario desde el pasadizo-. Por lo demás, si es como el otro, me río yo de los laberintos.

– ¿Por qué? -pregunté yo.

– Todos los corredores conducían a la cripta -explicó el doctor Sugrañes-. Seguramente cumplían un propósito psicológico: el de desalentar a quienes descubrieran la entrada del pasadizo. Pero el usuario no quiso arriesgarse a caer él mismo en su propia trampa y se cuidó de que todos los caminos, como dice el refrán, llevaran a Roma.

Precedidos del comisario, dejamos la cripta y nos adentramos en el corredor que partía del extremo opuesto a aquel donde desembocaba el laberinto. El comisario llevaba una linterna cuyas pilas daban señales de inminente agotamiento. Detrás iba el doctor Sugrañes, que seguía enarbolan-do la jeringa, y yo cerraba la marcha apoyado en el hombro de Mercedes, pues me sentía débil y desanimado. Anduvimos un largo trecho en línea recta y nos detuvimos al oír que el comisario blasfemaba.

– Aquí hay unos escalones y no los he visto. De poco me parto el alma -exclamó-. Estas linternas que nos envían de Madrid no valen para nada. El pariente de algún ministro estará haciendo su agosto, seguro.

Subimos un tramo de escalones y topamos con una puerta de hierro. El comisario probó de abrirla y no pudo.

– Si tienen un alambre, yo la puedo abrir -propuse.

Mercedes me dio una horquilla que, desdoblada, me sirvió de ganzúa. Salvado el obstáculo, nos encontramos en una enorme sala llena de máquinas herrumbrosas y polvorientas. Al fondo de la sala había una compuerta y, frente a ella, un vagón desvencijado del que salió volando una bandada de murciélagos chillones. Mercedes reprimió a duras penas un alarido de espanto.

– ¿Qué cono es esto? -dijo el comisario.

– Por las trazas -dijo el doctor Sugrañes-, un funicular en desuso.

– Veamos adonde conduce -dijo el comisario-. Tú, descerraja esta puerta.

No sin trabajo, logré liberar los mecanismos y resortes que cerraban la compuerta y pudimos correr las hojas metálicas, que se metieron en sendos huecos laterales. A la luz del amanecer vimos la ladera de una montaña entre cuyos matorrales discurrían los raíles del funicular.

– ¿Andará este cacharro? -dijo el comisario sin dirigirse a nadie en particular.

– Voy a echar una ojeada -dijo el doctor Sugrañes-. Hoy en día, con los adelantos de la medicina, los facultativos hemos de saber un poco de mecánica.

Se puso a golpear las máquinas mientras yo, un poco reanimado por el aire fresco de la montaña, le pedía al comisario que me diera las explicaciones prometidas.

– Esta señorita -dijo señalando a Mercedes, que se mostraba extrañamente hosca-, a quien conocí seis años atrás y que, dicho sea de paso, ha cambiado mucho para bien, me llamó a las dos y media de la mañana y me puso al corriente de tus andanzas. Temeroso de que provocaras algún nuevo desaguisado, avisé al doctor Sugrañes, que se había ofrecido galanamente a cooperar conmigo en tu captura, y nos dirigimos al colegio, donde las monjas, puestas sobre aviso, nos acompañaron a la cripta para velar por que no pisáramos terreno bendecido. Exploramos el laberinto con ayuda de las velas de la capilla y descubrimos, como ya te ha dicho el doctor, que no era tal laberinto, sino un artificio para despistar a quienes se adentraran en él. El hecho de que luego desaparezca el laberinto puede deberse a que el pasadizo no tenía otro fin que facilitar la fuga desde la casa o a que a medio construir se acabó el presupuesto. Sea como sea, llegamos a la cripta y te encontramos debajo de la mesa donde yacía el cadáver, abrazado a una pobre niña cuyo camisón habías roto en tus estertores dementes.

El doctor Sugrañes gritó desde detrás de una turbina:

– ¡Albricias! ¡Lo conseguí!

En efecto, el funicular se había puesto en marcha y los cuatro saltamos a la plataforma y ocupamos unos asientos cubiertos de polvo y caca de murciélago.

– Lo que no comprendo -dijo el comisario mientras el funicular avanzaba lentamente por entre pinos olorosos ladera arriba- es por qué no me comunicaste lo que habías descubierto y cuáles eran tus intenciones. Te habrías ahorrado mucho esfuerzo y algún que otro peligro.

– Quise demostrar -dije yo- que podía valer-me por mí mismo.

– La desconfianza en el poder público es el mal endémico del país -sentenció el comisario.

– Tiene que ver -apuntó el doctor Sugrañes- con la relación paternofilial de la clase baja.

Miré de reojo a Mercedes, que no decía nada. Su cabeza, sus hombros y hasta la más notable parte de su estructura estaban abatidos. Parecía contemplar con desmedido interés la ciudad gris y neblinosa que se desplegaba por momentos a nuestros pies. Las farolas de las calles y la iluminación de los monumentos turísticos se extinguieron automáticamente con la claridad del alba. Sólo quedaron parpadeando unos anuncios luminosos de la Plaza Cataluña. En el puerto humeaba un paquebote y a lo lejos, en el mar, se distinguía la figura rectilínea de un portaaviones de la VI Flota. Pensé con tristeza que a mi hermana le habría alegrado la visión de tanto cliente potencial. Un grito me sacó de mis cabalas.

– ¡Cuidado, que nos damos una leche!

El funicular había llegado al final del trayecto y avanzaba ciegamente contra otra compuerta cerrada. Saltamos del vagón un instante antes de que éste se estrellara contra la pantalla de hierro que se le interponía. El funicular se hizo pedazos y volaron astillas y añicos, pero la compuerta cedió y la plataforma con ruedas siguió su marcha inexorable, arremetiendo contra otro equipo de motores, bobinas y trastos. Empezaron a correr chispas y rayos cárdenos iluminaron la sala de máquinas, que pronto quedó convertida en un amasijo irreconocible.

– ¡Buena la hemos hecho! -masculló el comisario sacudiendo de su traje de Maxcali la tierra y las briznas de hierba que había recogido al caer rodando por la montaña.

– Vamos a ver dónde estamos -sugirió pragmático el doctor Sugrañes.

Rodeamos la sala de máquinas y accedimos a un dulce prado que cercaba una mansión. En la puerta de la mansión había una familia en ropa de cama, alertada por el estrépito. El comisario les pidió que se identificaran, cosa que hicieron diligentemente. Eran ciudadanos honestos que habían adquirido la mansión y el terreno circundante hacía diez años. Sabían de la existencia de la estación de funicular, pero jamás la habían utilizado ni sospechaban que tal cosa pudiera hacerse. Nos ofrecieron compartir con ellos su desayuno y desde la casa pudo el comisario llamar a un coche-patrulla que viniera en nuestra busca.

– No todas las pistas conducen necesariamente a un hallazgo espectacular -filosofó el comisario mientras sorbía el café con leche-. Así es la rutina de la policía.

El hijo menor de la familia lo miraba extasiado. A mí me querían servir el desayuno en la cocina, pero el doctor insistió en que no quería perderme de vista. Mi presencia enturbió un poco la festividad de la ocasión.

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