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Capítulo III UN REENCUENTRO, UN ENCUENTRO Y UN VIAJE

FUI APEADO, cuando más embelesado estaba contemplando el bullicio de una Barcelona de la que había estado ausente cinco años, de un preciso puntapié ante la fuente de Canaletas, de cuyas aguas dóricas me apresuré a beber alborozado. Debo hacer ahora un inciso intimista para decir que mi primera sensación, al verme libre y dueño de mis actos, fue de alegría. Tras este inciso añadiré que no tardaron en asaltarme toda clase de temores, ya que no tenía amigos, dinero, alojamiento ni otra ropa que la puesta, un sucísimo y raído atuendo hospitalario, y sí una misión que cumplir que presentía erizada de peligros y trabajos.

Como primera medida, decidí que debía comer algo, pues era la mediatarde y no había probado migaja desde el desayuno. Busqué en las papeleras y alcorques circundantes y no me costó mucho dar con medio bocadillo, o bocata, como de un letrero deduje que se llamaban modernamente, de frankfurt que algún paseante ahíto había arrojado y que deglutí con avidez, aunque estaba algo agrio de sabor y baboso de textura. Recuperadas las fuerzas, bajé lentamente por las Ramblas, apreciando a la par que andaba el pintoresco comercio de baratijas que por los suelos se desarrollaba, a la espera de que cayera la noche, que se anunciaba en el cielo por la falta de luz.

Eran un hervidero los alegres bares de putas del barrio Chino cuando alcancé mi meta: un tugurio apellidado Leashes American Bar, más comúnmente conocido por El Leches, sito en una esquina y sótano de la calle Robador y donde esperaba establecer mi primer y más fidedigno contacto, como así fue, pues, apenas mi figura se perfiló en la puerta y mis ojos se habituaron a la oscuridad reinante, avizoré en una mesa la rubia cabellera y las carnes algo verdosas de una mujer que, por hallarse de espaldas, no se percató de mi presencia, mas prosiguió hurgándose las orejas con un mondadientes plano de los que suelen chuperretear los cobradores de autobús y otros funcionarios, hasta que me hice patente a sus ojos, cosa que le hizo separar hasta donde le alcanzaba la piel las pestañas que llevaba encoladas en los párpados, abriendo al mismo tiempo la boca con desmesura, lo que me permitió percibir sus numerosas caries.

– Hola, Cándida -dije yo, pues así se llamaba mi hermana, que no otra era la mujer a quien me había dirigido-, tiempo sin verte. -Y al decir esto tuve que forzar una sonrisa dolorosa, porque la visión de los estragos que los años y la vida habían hecho en su rostro me hizo brotar lágrimas de compasión. Alguien, dios sabe con qué fin, le había dicho a mi hermana, siendo ella adolescente, que se parecía a Juanita Reina. Ella, pobre, lo había creído y todavía ahora, treinta años más tarde, seguía viviendo aferrada a esa ilusión. Pero no era cierto. Juanita Reina, si la memoria no me engaña, era una mujer guapetona, de castiza estampa, cualidades estas que mi hermana, lo digo con desapasionamiento, no poseía. Tenía, por el contrario, la frente convexa y abollada, los ojos muy chicos, con tendencia al estrabismo cuando algo la preocupaba, la nariz chata, porcina, la boca errática, ladeada, los dientes irregulares, prominentes y amarillos. De su cuerpo ni que hablar tiene: siempre se había resentido de un parto, el que la trajo al mundo, precipitado y chapucero, acaecido en la trastienda de la ferretería donde mi madre trataba desesperadamente de abortarla y de resultas del cual le había salido el cuerpo trapezoidal, desmedido en relación con las patas, cortas y arqueadas, lo que le daba un cierto aire de enano crecido, como bien la definió, con insensibilidad de artista, el fotógrafo que se negó a retratarla el día de su primera comunión so pretexto de que desacreditaría su lente-. Estás más joven y guapa que nunca.

– Me cago en tus huesos -fue su saludo-, ¡te has escapado del manicomio!

– Te equivocas, Cándida, me han soltado. ¿Puedo sentarme?

– No.

– Me han soltado esta misma tarde, como te decía, y me he dicho: ¿qué será lo primero que hagas, qué es lo que más desea tu corazón?

– Le había prometido un cirio a Santa Rosa si te tenían encerrado de por vida -suspiró ella-. ¿Has cenado? Si no, puedes pedir un bocadillo en la barra y decirles que lo carguen en mi cuenta. Pero no te voy a dar ni un duro, más vale que lo sepas.

A pesar de su aparente displicencia, mi hermana me quería bien. Siempre fui para ella, sospecho yo, el hijo que ansiaba y nunca podría tener, pues sea una malformación congénita, sean los sinsabores de la existencia, su potencial maternidad se veía obstaculizada por una serie de cavidades internas que ponían en directa comunicación útero, bazo y colon, haciendo de sus funciones orgánicas un batiburrillo imprevisible e ingobernable.

– Ni yo te lo habría pedido, Cándida.

– Tienes un aspecto horroroso -dijo.

– Es que no he podido ducharme después del fútbol.

– No me refiero sólo al olor. -Hizo una pausa que interpreté consagrada a la meditación sobre el transcurso inexorable de los años, en cuyas fauces perece nuestra evasiva juventud-. Pero antes de irte con la música a otra parte, sácame de una duda: si no quieres dinero, ¿a qué has venido?

– Ante todo, a ver cómo seguías. Y una vez comprobado que tienes un aspecto inmejorable, a pedirte un ligerísimo favor, que casi no puede calificarse de tal.

– Adiós -dijo agitando una mano gordezuela, teñida por la nicotina y el cardenillo de la bisutería.

– Una pequeña información que a ti no te va a costar nada y a mí puede reportarme un gran bien. Más que una información, un chisme, un inofensivo cotilleo…

– Has vuelto a enredarte con el comisario Flores, ¿eh?

– No, mujer, ¿qué te hace pensar eso? Mera curiosidad, ya sabes. La niña esa… la del colegio de San Gervasio, ¿cómo se llama? Lo trajo la prensa… La que desapareció hace un par de días, ¿sabes quién te digo?

– No sé nada. Y aunque supiera, no te diría. Es un asunto feo. ¿Está metido Flores?

– Hasta aquí -dije poniendo la mano abierta sobre mi hirsuta pelambrera en la que menudeaban, ay, algunas canas.

– Entonces es más feo de lo que me habían dicho. ¿Qué te va a ti en ello?

– La libertad.

– Vuelve al manicomio: techo, cama y tres comidas diarias, ¿qué más quieres?

La plasta de maquillaje no impidió que su rostro reflejara inquietud.

– Déjame probar suerte.

– Me trae sin cuidado lo que te pase a ti, pero no quiero salpicaduras. Y no me digas que esta vez no va a ser así, porque desde que naciste no has hecho más que traerme complicaciones. Y ya no estoy para estos trotes. Vete ya. Estoy esperando a un cliente.

– Con tu palmito te han de sobrar -dije yo sabiendo que mi hermana era muy susceptible a los halagos, quizá porque la vida no la había mimado en demasía. A los nueve años, por fea y cuando estas contrariedades afectan, no le habían dejado cantar «María de las Mercedes», memorizada tras seis meses de agotador esfuerzo, en la campaña benéfica de Radio Nacional, no obstante el anonimato inherente al miedo y el haber ella aportado un razonable donativo que había recaudado, no sin penas, malvendiendo sus nalgas de paquidermo a los viejos bujarrones medio ciegos del asilo de San Rafael, que la tomaban, a la medialuz del ocaso, por un recluta acomodaticio y necesitado de los vecinos cuarteles de Pedralbes. Insistí-: ¿Ni una pista me vas a dar, querubín?

Para entonces sabía ya que no iba a darme ni una pista ni nada, pero quería ganar tiempo, porque si efectivamente esperaba a un cliente, la prisa por deshacerse de mí tal vez la hiciera hablar. Me hice, pues, el remolón, alternando la súplica con la amenaza. Mi hermana se puso nerviosa y acabó echándome en los pantalones el Cacaolat con hielo que a modo de bebida espirituosa sostenía, de lo que deduje que su cliente había llegado y me volví a ver de quién se trataba.

Se trataba, cosa rara entre la clientela de mi hermana, de un hombre joven, fornido, de planta entre juncal y amorcillada como la de un torero entrado en carnes, por así decir. Su rostro agraciado adolecía de una sugestiva ambigüedad, cual si fuera un vástago, por citar nombres, de Kubala y la Bella Dorita. Su traza gallarda y su vestuario impropio de nuestro clima lo identificaban como marinero; su pelo pajizo y sus ojos claros, como extranjero, probablemente sueco. Por lo demás, mi hermana solía reclutar de entre los hombres de mar a sus usuarios, ya que éstos, provenientes de lejanas tierras, tomaban por exótica a la pobre Cándida y no por lo que en realidad era: un coco.

A todas éstas, mi hermana se había levantado y abrazaba melosa al marinero, haciendo caso omiso de las puñadas que éste le propinaba para mantenerla a distancia. Decidí aprovechar la oportunidad que la suerte me brindaba y palmeé el hombro rocoso del recién llegado, adoptando el talante mundano que suelo fingir en tales circunstancias.

– Me -dije recurriendo a mi inglés algo oxidado por el desuso-, Cándida: sisters. Candida, me sisfer, big fart. No, no big fart: big fuck. Strong. Not expensive. ¿Eh?

– Cierra el pico, Richard Burton -respondió desabrido el marinero.

Hablaba bien el castellano, el condenado, incluso con un ligero deje aragonés en el acento, muy meritorio tratándose de un sueco.

Mi hermana me hizo gestos que traduje por: vete o te pelo la cara con las uñas. No había nada que hacer. Me despedí de la feliz pareja con gran civilidad y gané la calle. El principio no era esperanzador, pero ¿qué principio lo es? Resolví no dejarme vencer por el desaliento y buscar dónde pasar la noche. Conocía varias pensiones baratas, pero ninguna tan barata que pudiera yo costearla sin dinero, por lo que opté por regresar a la plaza Cataluña y probar suerte en el metro. El cielo estaba encapotado y se oían truenos en lontananza.

La estación estaba concurrida, porque era la hora de cierre de los espectáculos, y no me costó colarme en el andén. En el primer tren que salió, me acomodé en un asiento de primera clase y traté de dormir. En Provenza subieron unos gamberros jovencitos y algo bebidos que empezaron a divertirse a mi costa. Me hice el tonto y permití que me zarandearan. Cuando se apearon en Tres Torres les había birlado un reloj de pulsera, dos bolígrafos y una cartera. La cartera sólo contenía un carnet de identidad, un carnet de conducir, la foto de una chica y algunas tarjetas de crédito. Arrojé cartera y contenido en un tramo de la vía de donde me pareció que no podrían ser recuperados: para que le sirviera a su dueño de lección. El reloj y los bolígrafos los guardé con gran alegría, porque con ellos podría pagar la pensión, dormir entre sábanas y regalarme por fin con una buena ducha.

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