Capítulo XI LA CRIPTA EMBRUJADA
ME DESPERTÓ un ruido. No sabía dónde me hallaba ni qué hacía allí: los tentáculos del miedo paralizaban mi raciocinio. A tientas y más por instinto que por otra cosa oprimía la pera que colgaba del dosel, pero seguí sumido en la más completa oscuridad: quizá no había fluido eléctrico o quizá me había quedado ciego. Me empapó un sudor frío como si me estuviera duchando de dentro afuera y me asaltaron, como siempre que me atenaza el pánico, unas incontenibles ganas de ir de cuerpo. Agucé el oído y percibí pasos en el corredor. Los sucesos de la noche anterior en la que aún estaba inmerso empezaron a cobrar una nueva y amenazadora configuración: la cena, sin duda envenenada; la conversación, urdida para infundirme una confianza que hiciera de mí presa fácil; la habitación, una ratonera provista de los más artificiosos mecanismos de retención y tormento. Y ahora, el golpe final: unos pasos sigilosos, un mazazo, un puñal, el descuartizamiento, la sepultura de mis tristes restos a la sombra de los más recónditos sauces de la margen del río rumoroso, los gusanos voraces, el olvido, el negro vacío de la inexistencia. ¿Quién había concebido el plan de asesinarme?, ¿quién había tejido la red en la que me debatía como animalillo silvestre?, ¿de quién sería la mano que habría de inmolarme? ¿De la propia Mercedes Negrer?, ¿del rijoso expendedor de Pepsi-Colas?, ¿de los negros superdotados?, ¿de los ordeñadores de la lactaria? Calma. No debía dejarme llevar por aprensiones que nada de lo ocurrido justificaba todavía, no debía dejar que el recelo ocluyera las vías de comunicación, como tantas veces me había dicho el propio doctor Su-grañes en la terapia. El prójimo es bueno, me dije, nadie te quiere mal, no hay razón alguna para que te desmiembren, no has hecho nada que concite la inquina de cuantos te rodean, aunque éstos parezcan propensos a manifestarse en tal sentido. Calma. Todo tiene una explicación muy sencilla: algo raro que te pasó en la infancia; la proyección de tus propias obsesiones. Calma. En unos segundos se despejará la incógnita y podrás reírte de tus miedos infantiles. Llevas cinco años de tratamiento psiquiátrico, tu mente no es ya una barquichuela a la deriva en el proceloso mar de los delirios, como antes, cuando creías, pedazo de bruto, que las fobias eran esas ventosidades silenciosas y particularmente fétidas que la gente civil se permite en los transportes públicos abarrotados. Agorafobia: temor a los espacios abiertos; claustrofobia: temor a los espacios cerrados, cual sarcófagos y hormigueros. Calma, calma.
Y mientras me iba tranquilizando en estos pensamientos reconfortantes, traté de apearme del lecho y, al hacerlo, cayó sobre mí una como tela de araña fría y pesada que me inmovilizó contra las sábanas y percibí claramente el ruido que hacía el pomo de la puerta al girar y el chirriar de los goznes y unos pasos acolchados que penetraban en la alcoba y el jadeo entrecortado de quien se apresta a cometer el más horrendo de los crímenes. Y no pudiendo resistir más el miedo que me embargaba, me oriné en los pantalones y me puse a llamar a mi mamá en voz muy queda, con la tonta esperanza de que pudiera oírme desde el más allá y acudiera a mi encuentro en el umbral del reino de las sombras, pues me cohíben los ambientes nuevos. Y en eso estaba cuando escuché una voz a mi lado que decía:
– ¿Duermes, tú? -en la que reconocí a Mercedes Negrer y a la que quise responder sin conseguirlo, saliendo sólo de mi garganta un murmullo quejumbroso que poco a poco se fue transformando en alarido. Una mano se posó en mi espalda.
– ¿Qué haces envuelto en la mosquitera?
– No veo -pude articular por fin-. Me parece que estoy ciego.
– No, hombre. Hay un apagón. Traigo una palmatoria, pero no encuentro las cerillas. Mi padre siempre tiene una caja de repuesto en la mesilla de noche para fumar en cuanto se despierta, aunque el médico se lo tiene prohibido.
A mi lado se abrió un cajón, cuyo contenido unas manos revolvieron. Se oyó un raspar y un chisporrotear y brilló una llamita vacilante que, aplicada a la mecha de una vela, difundió una vaga claridad, que me permitió distinguir a través de la urdimbre de la mosquitera el rostro tranquilo de Mercedes, cuyos ojos parpadeaban aceleradamente. Vestía una camisa de franela a cuadros escoceses que había pertenecido a un hombre más grande que ella y entre cuyos faldones, los de la camisa, surgían unos muslos estrechos y prolongados. Al inclinarse sobre mí para desembarazarme de la mosquitera, vi que debajo de la camisa llevaba unas braguitas azules no tan tupidas que no dejaran entrever un triángulo oscuro y desgreñado y en su envés sendos fragmentos de nalgas apretadas como el puño de un obrero en un mitin. No todos los botones de la camisa estaban abrochados y al boquear aquélla aparecían palideces aterciopeladas que despedían un aroma tibio y agridulce.
– Fe oí hablar en sueños -dijo ella. Y agregó sin mucha lógica-. Yo tampoco podía dormir. ¿Te has hecho pipí?
– Anoche cené demasiado -dije a modo de excusa, porque se me caía la cara de vergüenza.
– A todos nos ha pasado alguna vez. No te preocupes. ¿Quieres seguir durmiendo o prefieres que hablemos?
– Prefiero que hablemos si me prometes no contarme más trolas.
Se rió tristemente.
– Te di la versión oficial de los hechos. Nunca creí que fuera muy convincente. ¿Cómo te diste cuenta?
– Toda la historia era una sarta de despropósitos, no siendo el menor de los cuales el que una adolescente amedrentada pudiera causar la muerte instantánea de un hombre apuñalándolo por la espalda. Nunca he matado a nadie, pero no soy lego en materia de violencia. De frente, tal cosa puede suceder. Por detrás, jamás.
Se sentó en el borde de la cama y yo me acurruqué sobre la almohada, con la espalda apoyada en la cabecera de madera, que crujía bajo mi peso. Ella dobló las rodillas hasta que pudo apoyar en éstas el mentón y se abrazó los tobillos. Yo, personalmente, no compartía su noción de la comodidad.
– El trasfondo -empezó diciendo- es el mismo: la niña pobre y espabilada y la niña rica y medio boba. También el trauma…
– ¿Qué pasó la noche en que desapareció Isabelita?
– Dormíamos en un dormitorio común y nuestras camas eran contiguas. Yo padecía de un insomnio que atribuyo ahora a los ardores de la edad y atribuía entonces a cualquier otra causa. Oí a Isabel murmurar en sueños y me dediqué a estudiar en silencio sus rasgos límpidos, su cabellera dorada, la transpiración que prelava sus sienes, las formas imprecisas que iba adquiriendo su cuerpo… ¿Te parece que hago literatura?
No respondí para no decir algo que pudiera obstaculizar el curso de sus pensamientos. Sé que nadie divaga tanto como el que se prepara a hacer una confesión y decidí tener paciencia.
– Al cabo de un rato -prosiguió diciendo-, Isabel se levantó. Me di cuenta de que seguía dormida y pensé que padecía de sonambulismo. Echó a andar por el pasillo que formaban las camas del dormitorio y se dirigió sin vacilar a la puerta. Me levanté y la seguí temiendo que fuera a darse un morrón. La puerta del dormitorio siempre estaba atrancada, por lo que me sorprendió que la abriera de par en par al llegar a ella. Estaba todo oscuro y sólo pude discernir una sombra al otro lado de la puerta, en el corredor que va del dormitorio a los baños.
– ¿Hombre o mujer?
– Hombre, si los pantalones son privativos de tal género. Ya te he dicho que todo estaba oscuro.
– Continúa.
– Guiada por la sombra que había abierto la puerta, Isabel recorrió la distancia que la separaba de los baños. Allí la sombra le ordenó que aguardase, retrocedió y cerró de nuevo la puerta del dormitorio. Para entonces ya me había escurrido yo fuera y me ocultaba en un recodo, resuelta a seguir la aventura hasta el final.
– Una aclaración: ¿la puerta del dormitorio se cierra con pasador o con llave?
– Con llave. Al menos, entonces así era.
– ¿Quién guardaba la llave?
– Las monjas, claro. La celadora tenía una y la madre superiora otra, que yo sepa. Pero no creo que fuera difícil hacerse con una copia. Aunque el régimen del internado era severo, las alumnas éramos dóciles y las precauciones no debían de ser excesivas. No confundas un colegio con una cárcel.
– Una pregunta más: ¿qué pasaba si una alumna tenía una necesidad perentoria a medianoche?
– Había un retrete y un lavabo al otro extremo del dormitorio. En lugar de puerta tenía una cortina de cretona, para que nadie pudiera encerrarse y hacer cosas feas.
»Sigo. Los baños estaban desiertos y al cruzarlos sentí el frío de las baldosas en los pies, pues iba descalza, al igual que Isabel. Esto hizo que me fijara en el calzado del misterioso acompañante de mi amiga y vi que llevaba unas zapatillas de lona y suela de hule. Wambas las llamábamos entonces, por ser ésta la marca más común. Eran baratas y duraban bastante. No como lo que fabrican ahora, que da un resultado pésimo.
»A1 fondo de los baños había otra puerta que comunicaba con una escalera por la que se bajaba a la antecámara de la capilla. Al salir del baño, ya vestidas, las niñas formábamos en la antecámara y la celadora nos pasaba revista. Huelga decir que la antecámara y la escalera estaban a la sazón tan desiertas como los baños. El misterioso acompañante de Isabel se alumbraba con una linterna. Yo no tenía dificultad alguna en seguirlos a distancia, porque los años me habían enseñado el camino de memoria y podía hacerlo a ciegas.
»Cuando entré en la capilla, los vi desaparecer tras el altar mayor, el de la virgen. Aguardé un rato a que salieran, porque sabía que detrás del altar no había puerta y, viendo que no lo hacían, avancé cautelosamente y comprobé que habían desaparecido. No me costó trabajo deducir que se habían valido de un pasadizo secreto y a buscarlo me puse sobreponiéndome al temor supersticioso que ya por entonces comenzaba a embargarme. A la débil luz de la luna que se filtraba por las vidrieras y tras varios minutos de intensa búsqueda, me percaté de que en el suelo del ábside había cuatro losas que, a juzgar por sus inscripciones latinas y las calaveras en ellas labradas, contenían los restos mortales de otros santos bienaventurados. Una de las losas, curiosamente, no presentaba restos de polvo en los intersticios ni de óxido en la pesada argolla que sobresalía de la piedra justo entre el risueño mentón de la calavera y la leyenda HIC IACET V. H. H. HAEC OLIM MEMI-NISSE IUBAVIT. Haciendo de tripas corazón, así la argolla y tiré de ella con todas mis fuerzas. La losa cedió y después de varios intentos salió de su marco. Me vi abocada a una negra escalinata por la que descendí temblando. Del pie de la escalinata arrancaba un pasillo tenebroso por el que anduve a tientas hasta que una abertura lateral me indicó que había otro corredor que cortaba el primero. No sabía qué camino seguir y tomé la intersección pensando que siempre podría volver al primer pasillo. Al cabo de un rato vi que un tercer corredor se cruzaba con el segundo y se me heló la sangre en las venas, porque comprendí que me hallaba en un laberinto, sola y a oscuras, en el que perecería si no daba pronto con la salida. El miedo debió de aturdirme, ya que al querer retroceder en busca de la escalera que llevaba a la falsa tumba, elegí un rumbo equivocado. Las intersecciones se sucedían y la dichosa escalera no aparecía. Maldije mi temeridad y me asaltaron los más tétricos presagios. Supongo que me puse a llorar. Al cabo de un rato reanudé la marcha confiando en que el azar me pusiera en el buen camino. Había perdido, por supuesto, la noción del tiempo y de la distancia recorrida.