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– Comisario -dijo señalándome a mí, pero dirigiéndose al comisario-, está usted en presencia de un hombre nuevo de quien hemos erradicado todo vestigio de insania, logro del cual no debemos vanagloriarnos los médicos, porque, como usted bien sabe, en nuestra rama profesional la curación depende en un alto porcentaje de la voluntad del paciente y en el caso que nos ocupa me cabe la satisfacción de manifestar que el paciente -volvió a señalarme como si hubiera más de un paciente en el despacho- ha puesto de su parte un esfuerzo tan notable que puedo calificar su comportamiento, lejos de delictivo, de ejemplar.

– Entonces -abrió la boca la monja para decir-, ¿por qué, doctor, si me permite la pregunta, que a usted, docto en la materia, le parecerá fútil, sigue encerrado este, ejem ejem, sujeto?

Tenía una voz metálica, algo bronca. Vi que las frases salían de su boca como pompas de las que las palabras eran sólo el revestimiento externo que, al deshacerse en sonido, dejaban al descubierto un volumen etéreo: el significado. A lo que respondió en tono divulgador el doctor Sugrañes:

– Verá usted, el caso que nos ocupa arroja una cierta complejidad, estando, valga el símil, a horcajadas entre dos discreciones. Este, ejem, ejem, individuo me fue remitido por el poder judicial, quien sabiamente dictaminó podía mejor ser tratado entre los muros de una casa de salud que entre los de una institución penitenciaria. Debido a ello, no es decisión privativa mía su libertad, sino, por así decir, conjunta. Ahora bien, ya es un secreto a voces que entre la magistratura y el colegio de médicos, sea por razones ideológicas sea por el asunto aquel de la cooperativa, no hay concierto de pareceres: que no salga de aquí este comentario -sonrió como hombre que está de vuelta de muchas cosas de este tipo-. Si de mí dependiera, hace mucho que habría firmado el alta. Del mismo modo, de no haber sido recluido en un sanatorio el sujeto, gozaría hace años del beneficio de la libertad provisional. Tal como están las cosas, sin embargo, basta que yo propugne una medida para que el tribunal competente adopte la contraria. Y viceversa, claro. ¿Qué le vamos a hacer?

Lo que decía el doctor Sugrañes era cierto: en varias ocasiones había solicitado yo mismo la libertad y siempre había topado con problemas jurisdiccionales insolubles. Un año y medio llevaba ya de papeleo inútil y de robar pólizas en la expendeduría del pueblo para legitimar instancias que me volvían con un tampón rojo que decía: no ha lugar; sin más explicación.

– Ahora bien -agregó el doctor tras una pausa-, ahora bien, la circunstancia fortuita que los ha traído a mi despacho, estimado comisario, reverenda madre, tal vez podría romper el círculo vicioso en que parecemos hallarnos atrapados, ¿no es así?

Los visitantes dieron su anuencia desde sus respectivos sillones.

– Es decir -precisó el doctor-, que si yo certificase que, desde el punto de vista médico, la condición del, ejem ejem, interfecto es favorable y usted, comisario, por su parte, coadyuvase a mi dictamen con su opinión, digamos, administrativa, y usted madre, a su vez y con tacto, dejase caer unas palabras respetuosas en el palacio arzobispal, ¿qué empecería, digo yo, a las autoridades judiciales…?

Bien.

Creo llegado el momento de disipar las posibles dudas que algún amable lector haya podido haber estado abrigando hasta el presente con respecto a mí: soy, en efecto, o fui, más bien, y no de forma alternativa sino cumulativamente, un loco, un malvado, un delincuente y una persona de instrucción y cultura deficientes, pues no tuve otra escuela que la calle ni otro maestro que las malas compañías de que supe rodearme, pero nunca tuve, ni tengo, un pelo de tonto: las bellas palabras, engarzadas en el dije de una correcta sintaxis, pueden embelesarme unos instantes, desenfocar mi perspectiva, enturbiar mi visión de la realidad. Pero estos efectos no son duraderos; mi instinto de conservación es demasiado agudo, mi apego a la vida demasiado firme, mi experiencia demasiado amarga en estas lides. Tarde o temprano se hace la luz en mi cerebro y entiendo, como entendí entonces, que la conversación a que estaba asistiendo había sido previamente orquestada y ensayada sin otro objeto que el imbuirme de una idea. Pero ¿cuál?, ¿la de que debía seguir en el sanatorio por el resto de mis días?

– …demostrar, en suma, que el, ejem ejem, ejemplar que aquí tenemos está, no reformado ni rehabilitado, palabras estas que presuponen culpa -el doctor Sugrañes se dirigía de nuevo a mí y lamenté que mis cavilaciones no me hubieran permitido escuchar los dos primeros renglones de su perorata- y que, por tal razón, detesto -era el psiquiatra quien hablaba por su boca-, sino, entiéndanme bien, reconciliado consigo mismo y con la sociedad, armonizados como un todo recíproco. ¿Me han entendido ustedes? ¡Ah, vaya! Ya está aquí la Pepsi-Cola.

En circunstancias normales me habría abalanzado sobre la enfermera y habría intentado sobar con una mano las peras abultadas y jugosas que se rebelaban contra el níveo almidón de su uniforme y arrebatar con la otra la Pepsi-Cola, beber a gollete y, tal vez, prorrumpir en regüeldos de saciedad. Pero en aquel momento no hice nada semejante.

No hice nada semejante porque me di cuenta de que entre aquellas cuatro paredes, las que configuraban el despacho del doctor Sugrañes, se cocía un asunto de mi incumbencia y de que era esencial al buen fin de la empresa que diera yo muestras de comedimiento, por lo que esperé a que la enfermera, de quien trataba de apartar la imagen entrevista por el ojo de la cerradura del retrete con motivo de una evacuación de aquella que me había sido dado espiar, llenara el vaso de cartón con el líquido marrón y burbujeante y me lo tendiera como diciendo: bébeme; y tuve la prudencia de colocar los labios a ambos lados del borde del vaso y no los dos dentro del recipiente, como suelo hacer en estos casos, y beber a sorbos, no ingurgitando, sin ruido ni estremecimientos y sin separar mucho los brazos del cuerpo para evitar que se expandiera por el ambiente el acre hedor de mis axilas. Así que estuve sorbiendo largo rato en perfecto control de mis movimientos, aunque a costa de perderme lo que allí se decía, tras lo cual, y no obstante el delicioso mareo producido por gustoso brebaje, volví a prestar oído y oí esto:

– Entonces, ¿estamos todos de acuerdo?

– Por mí -dijo el comisario Flores- no hay mayor inconveniente, siempre y cuando este, ejem ejem, espécimen dé su conformidad a la propuesta.

Lo que hice incondicionalmente, aun cuando no sabía a qué estaba dando mi aquiescencia, en el convencimiento de que una cosa decidida por los representantes de los más grandes poderes sobre la tierra, esto es, la justicia, la ciencia y la divinidad, si bien no tenía que redundar necesariamente en beneficio mío, no era, tampoco, susceptible de objeción.

– En vista, pues, de que este, ejem ejem, personaje -dijo el doctor Sugrañes- está en todo de acuerdo con lo actuado, les dejaré a solas para que lo pongan en antecedentes. Y, como supongo que no desean ser molestados, les mostraré el funcionamiento del ingenioso semáforo que me he hecho instalar en la puerta, como ustedes habrán notado. En efecto, pulsando este botón rojo, queda encendida la lucecilla del mismo color que ondea en la parte de fuera, indicando con ello que por ningún concepto el ocupante de esta pieza debe ser incomodado. La luz verde indica exactamente lo contrario, y el ámbar, por usar un término propio del código de la circulación, aunque para mí es y se llama amarillo, significa que, si bien el ocupante prefiere un discreto aislamiento, no se opone a ser avisado en casos de extrema gravedad, juicio este que se deja al criterio del usuario. Por ser la primera vez que utilizan el mecanismo, les sugiero que se limiten al rojo y al verde, de más fácil manejo. Si precisan alguna aclaración pueden pedírmela a mí mismo o a la enfermera que todavía está aquí, sosteniendo ociosa un botellín vacío de los no reembolsables.

Y con estas palabras, no sin levantarse antes y recorrer la distancia que mediaba entre su asiento y la puerta, que abrió, se fue acompañado de Pepita, la enfermera, con quien, sospecho yo, tenía un lío de pronóstico, aunque, todo sea dicho, nunca los había sorprendido in fraganti, por más que había dedicado horas a vigilar sus ires y venires y había mandado varios anónimos a la esposa del doctor sin otro fin que poner nerviosos a los culpables e inducirles a error.

En la tesitura en que me hallaba, y en lugar de hacer lo que habría hecho cualquier persona normal que se encontrase en la misma, a saber, dar un ojo por poder jugar con el semáforo, me abstuve de proponer semejante transacción y, como prueba de mi perspicacia, dejé que fuera el comisario Flores quien lo accionase a su antojo, hecho lo cual volvió a su asiento y dijo:

– No sé si recordarás -dirigiéndose a mí- el extraño caso que aconteció hace ahora seis años en el colegio de las madres lazaristas de San Gervasio. Haz un esfuerzo mental.

No tuve que hacer ninguno, porque guardaba del caso un hoyo por recuerdo, el que me había dejado en la boca el colmillo que el propio comisario Flores había hecho saltar, persuadido de que privado de un colmillo iba yo a darle una información que para mi mal no poseía, ya que, de haberla poseído, poseería ahora además un colmillo del que me he visto precisado a prescindir desde entonces, no estando la ortodoncia a mi alcance, pese a lo cual, y como efectivamente mis conocimientos a la sazón habían sido magros, le rogué tuviera a bien ponerme al corriente de los pormenores del caso, a cambio de lo cual prometía yo la máxima cooperación. Y dije todo esto con los labios bien apretados, para evitar que la visión del orificio dejado por el colmillo ausente le incitase a proceder del mismo tenor, a lo cual el comisario pidió autorización a la monja que, no obstante su silencio, seguía allí presente, para encender el habano con ánimo de fumárselo, cosa que, obtenido aquél, así hizo al tiempo que se apoltronaba en su sillón, despedía espirales por la boca y la nariz y relataba lo que en esencia constituye el capítulo segundo.

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