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Capítulo XII INTERLUDIO INTIMISTA: LO QUE YO PENSABA

– ES EN VERDAD curioso -dije- cómo la me moría es el último superviviente del naufragio d nuestra existencia, cómo el pasado destila estalactitas en el vacío de nuestra ejecutoria, cómo la empalizada de nuestras certezas se abate ante la lev brisa de una nostalgia. Nací en una época que postenori juzgo triste. Pero no voy a hacer historia: es posible que toda niñez sea amarga. El transcurso de las horas era mi lacónico compañero d juegos y cada noche traía aparejada una triste des pedida. De aquella etapa recuerdo que arrojaba, con alegría el tiempo por la borda, en la esperanza de que el globo alzara vuelo y me llevara a un futuro mejor. Loco anhelo, pues siempre sereno lo que ya fuimos.

»Mi padre era un hombre bueno e industrio so que mantenía a la familia fabricando lavativa con unas latas viejas de combustible muy en boga en aquel entonces por el uso extendido de un artilugio denominado petromax, hoy suplantado con ventaja por la abundancia de energía eléctrica Unos laboratorios farmacéuticos suizos aposenta dos en España al amparo del plan de estabilización dieron al traste con el negocio. Fue papá hombre de suerte variable: de la cruzada fratricida del 36-39 salió mutilado, ex combatiente y ex cautivo de ambos bandos, lo que sólo le reportó trasiegos burocráticos, pero no recompensa ni castigo. Obstinadamente rechazó las pocas oportunidades que le deparó la fortuna y aceptó a ciegas todos los espejismos que el diablo tuvo a bien poner a su paso. Nunca fuimos ricos y los escasos ahorros que hubiéramos podido reunir los perdió papá apostando en las carreras de ladillas que se celebraban los sábados por la noche en la cantina del barrio. Por nosotros sentía un desapego posesivo; sus muestras de cariño eran sutiles: tuvieron que pasar muchos años para que las interpretásemos como tales; sus muestras de irritación, en cambio, eran inequívocas: nunca precisaron exégesis.

»Con mamá todo era distinto. Nos profesaba un auténtico amor de madre, absoluto y destructivo. Siempre creyó que yo sería alguien; siempre tuvo conciencia de que yo no valía para nada; desde el principio me hizo saber que perdonaba de antemano la traición de que, según ella, tarde o temprano la haría víctima. Por el escándalo aquel de los niños tullidos y el congreso eucarístico, que no creo que recuerdes, pues serías tú muy niña si es que habías nacido ya, fue a parar a la cárcel de mujeres de Montjuich. Mi padre opinó que todo aquello era una maquinación urdida con el solo objeto de molestarle. Mi hermana y yo visitábamos a mamá los domingos en el locutorio y le llevábamos a hurtadillas la morfina sin la cual no habría podido soportar con alegría el encierro. Había sido mi madre persona activa, trabajando muchos años como mujer de hacer faenas, que es como el vulgo llama al servicio doméstico supernumerario, aunque los trabajos le duraban poco por su incontrolable afán de robar de las casas los objetos más visibles, tales cuales relojes de pared, butacones y, una vez, un niño. Con todo y eso, no le faltaban hogares que atender, pues la demanda era entonces y, por lo que oigo, es ahora, superior en mucho a la oferta y la gente haragana está dispuesta a tolerar cualquier cosa a cambio de hacer poco.

»El hecho de que faltara mamá y de que papá nos hubiera abandonado hizo que tanto mi hermana como yo tuviéramos que espabilarnos a muy temprana edad. Mi hermana, la pobre, nunca fue muy lista, por lo que tuve que ser yo quien velara por ella, quien le enseñara a ganar algún dinero y quien le proporcionara los primeros clientes, aunque ella ya contaba por entonces nueve años de edad y yo sólo cuatro. A los once, harto ya de la persecución de que me hacía objeto el tribunal tutelar, habiendo contraído una enfermedad venérea y siendo mi deseo el no desperdiciar los talentos que creí poseer en la ignorancia, resolví ingresar en el noviciado de Veruela…

Un silbido lejano cortó mi perorata y me hizo volver a la realidad.

– ¿Es un tren lo que chifla? -pregunté.

– Un mercancías -contestó Mercedes-, ¿por qué?

– Tengo que irme. Nada deseo con mayor fervor que tener ocasión de continuar esta charla -dije poniendo en estas palabras la única sinceridad que ha informado mis aseveraciones desde los tiempos en que juraba a los clientes de mi hermana que tenía para ellos un merengue de guindas-, pero he de partir cuanto antes. Gracias a tu ayuda tengo ya la solución del caso que me ha traído aquí. Sólo me faltan algunos datos complementarios y la prueba de que lo que pienso es cierto. Si todo sale bien, esta noche habré demostrado tu inocencia y dentro de unos días podrás ser dama de honor en la boda de Isabel. Y, por supuesto, los culpables de todo este enredo estarán donde les corresponde, que, por cierto, no se dónde es. ¿Tienes fe en mí?

Esperaba que pronunciara un sí vehemente, pero guardó un hosco silencio la chica.

– ¿Qué te pasa? -quise saber.

– No me habías dicho que se casaba Isabel.

– No te he dicho muchas cosas, pero mañana estaré de vuelta y nada volverá a interrumpirnos.

Supuse que no decía nada por el natural recato que contrapesa las emociones intensas y con el corazón henchido de gozo recorrí a saltos el camino de la estación y pude abordar el último vagón de un mercancías ruinoso cuya máquina se perdía ya en la vaguada de las montañas que rodeaban el pueblo y cuyo verdor, en la primera luz del día, las hacía parecer una piedra preciosa cuyo nombre siempre confundo con el de una marca de lejía.

El vagón iba lleno de pescado fresco y su perfume salino me hizo soñar en otros horizontes más felices y en una vida de plenitud compartida. Con la locura irracional que acompaña a este tipo de embelesos, veía signos premonitorios en los accidentes más nimios: el cielo limpio, la brisa mansa, los ojos de los pescados, el mismo nombre de Mercedes, a la par patrona de Barcelona y epítome de la industria automovilística teutona. Y, al mismo tiempo, me resistía a que estas quimeras cristalizaran en formas demasiado reconocibles, porque temía para mis adentros que una vez rehabilitado su nombre, ella ya no quisiera saber más de mí. Demasiadas diferencias nos separaban. Ponderé incluso la posibilidad de renunciar a mis pesquisas, ya que, me decía, mientras ella siguiera condenada al exilio y obrara su secreto en mi poder, la tenía, por así decir, en mis manos. Pero ya dije en otra parte de este relato que soy un hombre nuevo y pronto rechacé la tentación, no sin alimentar simultáneamente la esperanza de que por una vez la virtud se viera recompensada en este mundo y no en el otro, al que no sentía querencia ni propensión.

El tren se eternizaba. Con el sol ya muy alto, el vagón se convirtió en un horno y el pescado empezó a heder de modo enfadoso. Fui arrojando a la vía los ejemplares que me parecieron más susceptibles de corrupción, pero cuando hube vaciado el vagón, comprobé con desmayo que la hediondez persistía y que ya mis ropas y todo mi ser daban de ello constancia. Me armé de paciencia y me recosté en un rincón, dedicando el resto del viaje a trazar planes, devanar proyectos, esclarecer enigmas y desenmascarar los embustes de que, en mi opinión, la mujer por la que mi corazón latía había sido víctima inconsciente. Esta ocupación, sin embargo, no me impidió contemplar el futuro con cierto desaliento. Aun cuando lograra resolver el caso de la niña desaparecida pronto y bien e hiciera brillar la inocencia de Mercedes, quedaba pendiente la muerte del sueco, que la policía se empeñaba en imputarme. En el hipotético supuesto de que también este misterio pudiera ser desentrañado, me decía yo, ¿qué iba a ser de mí? Con mis antecedentes delictivos y hospitalarios y mi total carencia de oficio, conocimientos y aptitudes, no me sería fácil encontrar un empleo bien remunerado sobre cuyos cimientos fundar un hogar. Por lo que me habían contado, los alquileres andaban por las nubes, la cesta de la compra era un cohete. ¿Qué hacer? Un vaho enturbió mis ensoñaciones.

Era pasado el mediodía cuando hizo su entrada el tren en Barcelona-Término. Salté del vagón y me oculté entre las ruedas del Talgo, escondrijo que abandoné a la carrera cuando un bocinazo intransigente, como correspondía a la categoría de la línea, me indicó que aquél estaba por arrancar. Ya en la calle, corrí al lugar donde todo investigador va a dar más pronto o más tarde: el registro de la propiedad, sito en un recoleto y soleado piso de la calle Diputación, al que llegué pocos minutos antes de que cerraran. Un pretexto malamente urdido hizo que me dejaran evacuar las supuestas diligencias que improvisé. El tufillo a pescado, estratificado sobre los restantes olores, ahuyentó a los somnolientos pasantes que aún ramoneaban por el local y a los jovencitos ambiciosos que persistían en la búsqueda de solares con los que especular. A mis anchas, pude entregarme a toda suerte de buceos regístrales y al cabo de cierto tiempo encontré lo que buscaba y confirmé mis sospechas: la finca que ahora era el colegio de las madres lazaristas había pertenecido entre 1958 y 1971 a don Manuel Peraplana, que la vendió a las monjas por una suma exorbitante, habiéndolo adquirido en el 58 por una mínima fracción de su precio a un tal Vicenzo Hermafrodito Halfmann, de nacionalidad panameña, anticuario de profesión, residente en Barcelona desde 1917, quien, en esta última fecha, había adquirido el terreno, a la sazón baldío, y edificado en él la mansión. No me cabía duda de que el panameño, junto con aquélla, había construido otro edificio en un predio colindante o, al menos, próximo, y había puesto ambos en comunicación, vaya usted a saber por qué, mediante un pasadizo secreto que partía de la falsa tumba del ábside de la capilla. Probablemente Peraplana había descubierto el pasadizo, y lo había utilizado para sus perversos propósitos. Ahora bien, ¿por qué había vendido Peraplana la mansión a las monjitas si en 1971 todavía se servía del pasadizo? Y ¿adonde conducía el susodicho? Traté de averiguar qué otros inmuebles poseían Peraplana o el ya citado Halfmann, pero el registro, organizado por fincas y no por propietarios, no daba fe de ello. Me era preciso, pues, hablar directamente con Peraplana y a su casa me dirigí, aun consciente de los peligros que tal iniciativa entrañaba.

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