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»Las disposiciones a que aludía el inspector no eran otras que mi exilio y, en vista de la alternativa, las acepté de buen grado. Así que me vine a este pueblo y aquí estoy. Pasé los primeros tres años en casa de un matrimonio anciano, leyendo y engordando. La central lechera les daba un tanto al mes para mi manutención. Luego conseguí, tras mucho batallar, que me dejaran independizarme. Me nombré maestra del pueblo aprovechando una vacante que nadie quería cubrir, muy justificadamente. Alquilé esta casa. No vivo mal. Los recuerdos han ido perdiendo nitidez. A veces desearía que mi suerte fuera otra, pero pronto se me pasa la melancolía. El aire es sano y me sobra el tiempo. Y en cuanto a otras necesidades, como te dije ayer, hago lo que puedo, que a veces no es mucho y a veces, bastante

Calló Mercedes y el silencio que siguió sólo fue roto por el canto de un gallo que anunciaba el nuevo día. Al tacto comprobé que la humedad de las sábanas se había evaporado. Tenía sed y sueño y un verdadero revoltillo en la cabeza. Habría dado cualquier cosa por una Pepsi-Cola.

– ¿En qué piensas? -preguntó ella con voz extraña.

– En nada -dije tontamente-, ¿y tú?

– En lo rara que es la vida. Seis años llevo guardando este secreto y acabo contándoselo a un rufián maloliente cuyo nombre ni siquiera sé.

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