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– ¿No se te ocurrió pedir auxilio? -pregunté.

– Sí, claro. Grité con toda mi alma, pero las paredes eran sólidas y sólo me respondió un eco burlón. Anduve y anduve a la desesperada hasta que, en el límite de mis fuerzas, percibí al fondo del pasillo por el que iba un vago resplandor. Ululaba el viento y una fragancia dulzona, como de incienso y flores marchitas, penetraba el aire, que se me antojó cargado. Había recorrido con extrema lentitud buena parte de la distancia que me separaba del resplandor, cuando surgió ante mí una figura espectral y a mi parecer enorme. Había acumulado ya demasiadas emociones y me desmayé. Creí recobrar el conocimiento, pero no debió de ser así, porque me vi frente a una mosca gigantesca, como de dos metros de altura y proporcionado grosor, que me miraba con unos ojos horribles y parecía querer conectar su trompa repulsiva a mi cuello. Quise gritar, pero no pude articular ningún sonido. Volví a desvanecerme. Desperté de nuevo en un recinto abovedado iluminado débilmente por la luz verdosa que antes he descrito. Sentí la caricia de una mano en las mejillas y el cosquilleo de unos pelos en la frente. Pugné una vez más por gritar, porque pensé que sería la mosca la que me tocaba con sus patas asquerosas. Pero al punto advertí que quien me acariciaba era la propia Isabel, cuya cabellera rubia rozaba mi frente. Antes de que pudiera reclamar una explicación, Isabel me cubrió la boca con la palma de la mano y musitó en mi oído:

»-Sabía que podía confiar en tu afecto. Tanto valor y tanta lealtad no quedarán sin recompensa.

»Y separando la mano de mi boca puso en ésta sus labios ardientes y húmedos al tiempo que su cuerpo, que parecía gravitar en el aire, se derrumbaba sobre el mío, permitiéndome sentir a través de la tela sutil del camisón que lo cubría los desacompasados latidos de su corazón y el calor ardiente que de sus formas adorables irradiaba. ¿Para qué ocultar el gozo salvaje de que me sentí invadida? Nos fundimos en un febril abrazo que duró hasta que mis dedos trémulos y mi boca sedienta de placer…

– Un momentito, un momentito -dije yo un tanto sorprendido por el giro inesperado que tomaba la narración-. Esto no estaba en el programa.

– Vamos, vamos, querido -dijo ella con un gesto de impaciencia, como si la interrupción le pareciera fuera de lugar-, no te hagas el estrecho. Es posible que entre Isabel y yo hubiera algo más que una simple camaradería escolar. A esa edad y en un internado, las tendencias sáficas no son raras. Si has visto a Isabel, sabrás que su físico es el que la imaginería atribuye a los arcángeles. Aunque es posible que haya perdido, porque no la he vuelto a ver desde entonces. En aquellos tiempos, al menos, era un bombón.

Aquel epíteto, ya anacrónico en esta época de sexualidad desmitificada, me hizo sonreír. Ella interpretó mal mi expresión.

– No creas que soy una lesbiana de tapadillo -protestó-. Si lo fuera, lo diría. Todo lo que te cuento pasó hace muchos años. Éramos adolescentes y mariposeábamos a la luz ambigua del alba erótica. Mi actual inclinación por los hombres está fuera de toda sospecha. Puedes preguntar en el pueblo.

– Está bien, está bien -dije yo-. Sigue, por favor.

– Como iba diciendo, en tan placentero pasatiempo estaba -prosiguió narrando Mercedes-, cuando noté que mis dedos estaban manchados de sangre y que ésta provenía del cuerpo de Isabel. Le pregunté de dónde venía aquella sangre y ella, sin responder, me cogió de la mano e hizo que me incorporase, cosa que me costó bastante esfuerzo. Una vez de pie, me condujo a una mesa que en el fondo de la cripta había y sobre la que yacía un hombre joven, no mal parecido, calzado con las mismas wambas que yo había visto en la oscuridad del baño, y, por todas las trazas, muerto, pues estaba inmóvil y una daga sobresalía de su pecho, a la altura del corazón. Me volví horrorizada a Isabel y le pregunté qué había pasado. Ella se encogió de hombros y dijo:

»-¿Vamos a pelearnos por esta minucia ahora que lo estábamos pasando tan bien? Tuve que hacerlo.

»-¿Por qué?, ¿quiso propasarse? -pregunté yo.

»-No -dijo Isabel con el mohín de niña mimada que adoptaba siempre que la reprendían-. Es que soy la abeja reina.

»En lo que no le faltaba razón, al menos desde el punto de vista simbólico, ya que no está científicamente demostrado que las abejas se carguen a los zánganos una vez fecundadas. Algo hay de cierto en la mantis religiosa y en algunas especies de himenópteros de la Mesoamérica, los palpos de cuyas hembras segregan una sustancia…

Me vi precisado a interrumpir nuevamente la digresión de Mercedes Negrer, que al parecer sabía un poco de todo, y le rogué que siguiera contando lo que pasó en la cripta una vez descubierto el fiambre.

– Yo no sabía qué hacer. Estaba muy confusa e Isabel no parecía en condiciones de prestarme ninguna asistencia. Me daba cuenta de que alguna medida había que adoptar para sacar a mi amiga de aquel atolladero, porque no era cosa de que nos encontrara alguien y fuera ella a parar de por vida a la prisión. Calculé que debía de estar ya amaneciendo en el mundo exterior y que no nos sobraba tiempo para regresar al dormitorio. El cadáver no me preocupaba mucho, desde un punto de vista práctico, porque no era fácil que las monjas descubrieran el pasadizo que conducía a la cripta y, aunque tal eventualidad se produjera, no tendrían forma de conectar el asesinato con Isabel si conseguíamos ganar el dormitorio antes de que sonara el despertador. El problema principal era la vuelta al dormitorio a través de un laberinto cuya trama me era desconocida.

»En estas cabalas andaba cuando oí un ruido seco a mis espaldas, como de algo que se quiebra, y me volví justo a tiempo de sujetar a Isabel, que se desplomaba, pálida como la cera.

»-¿Qué te pasa? -le pregunté angustiada-, ¿qué ha sido ese ruido?

»-Han roto -me dijo- mi pobre corazoncito de cristal.

»Y se quedó exánime en mis brazos. Ululó de nuevo el viento en la cripta y sentí que me flaqueaban las fuerzas. Un ronquido ahogado me advirtió de la presencia de la mosca. Traté de proteger a Isabel. Caímos al suelo. Perdí el conocimiento.

»Me despertó el timbre del dormitorio. Estaba en mi cama y una niña de tercero que siempre estaba haciendo méritos me zarandeaba.

»-Date prisa -me decía- o llegarás tarde a la inspección. ¿Cuántas puniciones llevas este mes?

»-Dos -contesté mecánicamente.

»Tres puniciones eran una falta; tres faltas, un merecido; dos merecidos, un recargo; tres recargos, cero en conducta.

»-Yo ninguna -se ufanó la burra de tercero.

»Un trimestre entero sin puniciones daba derecho a la guirnalda de laboriosidad; dos guirnaldas en un curso, a la banda de San José; tres bandas en el bachillerato, al título del… Quizás estos datos no sean pertinentes a la historia.

»Sea como sea, creí despertar de una horrible pesadilla. Mi primer impulso fue mirar la cama de Isabel: estaba deshecha y vacía. Pensé que se me habría adelantado y estaría en el baño. Pero no fue así. En la inspección descubrieron su ausencia. Nos molieron a preguntas: yo guardé silencio. A media mañana apareció un tal Flores, de la Brigada Social.

– ¡Y dale! -dije yo sin poder contenerme.

– Nos interrogó sin demasiado entusiasmo y se fue -prosiguió Mercedes, que, como todos los sabihondos, nunca escuchaba las correcciones-. Tampoco dije ni pío. Aquella noche, extenuada, dormí profundamente, aunque las pesadillas impidieron que fuera un sueño reparador. Desperté al sonar el timbre y creí enloquecer al ver que en la cama contigua se desperezaba Isabel. El barullo me impidió cruzar con ella la palabra, pero ni de su conducta ni de su expresión pude deducir alteración alguna en su talante, que había recuperado la frialdad e insipidez que la caracterizaban. Volví a pensar que todo había sido un mal sueño y casi me había convencido a mí misma de ello cuando la madre superiora me convocó por conducto de la celadora a su despacho. Acudí más muerta que viva y al entrar en él vi que lo ocupaban, además de la superiora, mis padres, el inspector Flores y el señor Peraplana, el padre de Isabel. Mi madre lloraba con desconsuelo y mi padre tenía los ojos fijos en los zapatos, como si lo abrumara una vergüenza sin límites. Me hicieron sentar, cerraron la puerta, y el inspector dijo así:

»-Anteanoche se produjo en esta institución, que por el mero hecho de serlo merece todo respeto, un suceso para el que reserva nuestro código penal un nombre contundente; el mismo, dicho sea de paso, que le da el diccionario de la real academia. Yo, que repruebo la violencia, razón por la cual abracé el oficio de policía, me siento acongojado y de no ser por el magro sueldo que percibo, haría las maletas y me iría a trabajar a Alemania. ¿Sabes a qué me refiero, niña?

»No supe qué responder y rompí a llorar. La madre superiora pasaba las cuentas de su rosario con los ojos cerrados y mi padre palmeaba el hombro de mi madre en un vano intento de consolarla. El inspector sacó del bolsillo de su gabardina un envoltorio que desenrolló con prosopopeya y del que salió la daga ensangrentada que había visto yo sobresalir del cuerpo del difunto en la cripta. Me preguntó si había visto yo antes el arma homicida. Dije que sí. ¿Dónde? Saliendo del pecho de un señor. De las profundidades de la gabardina salieron a continuación dos wambas viejas. ¿Las reconocía? También dije que sí. Me ordenaron vaciarme los bolsillos de mi uniforme y, con gran sorpresa por mi parte, extraje de ellos, entre otras cosas, tales como un sacapuntas, un pañuelo bastante sucio, dos gomas de yogur para las trenzas y una chuleta con las obras de Lope de Vega, un duplicado de la llave del dormitorio. Comprendí que se me estaba culpando del asesinato que había cometido Isabel y que la única escapatoria que se ofrecía era contar la verdad y echarle a ella, literalmente, el muerto. Mis sentimientos, claro está, impedían este curso de acción. Además, revelar la verdad habría implicado revelar asimismo las circunstancias en que la había descubierto. Nada de lo que había sucedido aquella noche, eso estaba claro, debía saberse, so pena de arruinar la vida de Isabel y la mía. Pero ¿llegaría mi abnegación hasta el extremo de acabar en la cámara de gas?

– En España no hay cámara de gas -apunté-. Si mucho me apuras, ni gas tenemos en las barriadas suburbiales.

– ¿Quieres no interrumpir? -dijo Mercedes visiblemente irritada por lo que consideraba una morcilla en el drama que estaba escenificando.

»-El castigo que nuestra legislación contempla para este tipo de actos -prosiguió diciendo el inspector- es el más severo que imaginarse pueda. Sin embargo… -hizo una pausa el inspector-… sin embargo, teniendo en cuenta su corta edad, el alterado estado anímico que en determinados períodos de la vida aqueja a las mujeres y la intercesión de esta bondadosa madre -señaló a la superiora con el pulgar, sin demasiadas muestras de respeto- estoy dispuesto a no proceder como mi condición de servidor del pueblo me impone. Quiero decir, en términos legales, que no habrá atestado ni se incoará sumario. Soslayaremos un proceso cuyas pruebas, vistas, alegatos, conclusiones provisionales y definitivas, sentencia y recursos habrían de ser por necesidad dolorosos y una pizca verdes. A cambio de ellos, por supuesto, habrá que tomar ciertas medidas respecto de las cuales tus padres, aquí presentes, han dado ya su conformidad. De las disposiciones que al efecto se han adoptado, tienes que dar las gracias al señor Peraplana, también presente, que ha accedido a cooperar por mor del afecto que su hija te profesa y que él estima recíproco, ídem por otras razones que no ha tenido a bien exponer y que a mí me traen sin cuidado.

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