Capítulo XIX EL MISTERIO DE LA CRIPTA, RESUELTO
YA ARRACIMADOS en el coche-patrulla y con rumbo a Barcelona, creí llegado el momento de aclarar los puntos oscuros que menudeaban en la cadena de acontecimientos por mí vividos.
– Por supuesto -empecé diciendo-, lo que me dio la clave del enredo fue el relato de Mercedes. Hasta ese momento no se me había ocurrido que el asunto del sueco y la desaparición de la niña pudieran estar relacionados. Ahora, en cambio, lo veo todo claro y, para que ustedes también lo vean así, empezaré por el principio.
»Es evidente que Peraplana estaba, y debe de estar aún, metido en negocios sucios: drogas, quizás, si no algo peor. Bastará, para dilucidar este punto, echar una hojeada a los libros mayores y menores, que los comerciantes ocultan con igual celo que las mujeres los labios homónimos. Hace seis años, seguramente al inicio de sus actividades delictivas, alguien descubrió la naturaleza de tales manejos o, sabiéndola de antiguo, amenazó con hacerla del dominio público. No excluyo la posibilidad del chantaje e incluso me inclino por ella.
Sea como fuere, Peraplana o sus sicarios mataron al individuo en cuestión. Peraplana era y es todavía un hombre influyente, pero no tanto que pudiera escapar impune a un asesinato si éste se descubría, como sin duda estaba a punto de suceder. Decidió entonces ocultar el crimen con otro crimen de naturaleza tal que las autoridades se avinieran a darle carpetazo, enterrando inadvertidamente con uno el otro, al que este último había de parecer vinculado. Creo que me explico con claridad.
»Tenía a la sazón Peraplana a su única hija interna en un colegio de prosapia sito en una mansión que antaño le había pertenecido y de la que se desprendió por razones financieras que no hacen al caso. Esta propiedad, a su vez, había sido levantada por un tal Vicenzo Hermafrodito Halfmann, individuo de origen oscuro y misteriosas andanzas, radicado en Barcelona a raíz de la primera guerra mundial. V. H. H. dotó a la casa de un pasadizo secreto que disimuló de huesa y que conectaba su vivienda, vía funicular, con la mansión de la montaña, con fines que quisiera imaginar lascivos pero que intuyo políticos. Peraplana descubrió el pasadizo y la cripta, pero la casa de la montaña no le pertenecía y no supo qué destino dar a todo aquel aparato. Años más tarde, cometido ya el crimen, recordó el pasadizo y decidió aprovecharse de él, consciente de que las monjas ignoraban su existencia.
»Suministró a su hija, bien por medio de una monja aviesa, bien valiéndose de otro ardid, un estupefaciente, del que debió de proveerse en la empresa láctea que posee y que ésta usará, creo yo, para incrementar la aceptación de sus productos entre el consumidor. Transportó el cadáver a la cripta y, hecho esto, fue en busca de la niña, que ajena a todo dormía. El plan original consistía en que la policía, investigando la desaparición de aquélla descubriera el fiambre y, por no involucrar a una inocente en el escándalo, diera por sobreseídas las pesquisas. Lo complicó todo, claro está, la intromisión de Mercedes, que siguió sin ser vista a Peraplana y a la desventurada Isabel hasta la cripta. Tengo para mí que la droga suministrada a Isabel era de breve efecto y que, una vez en el laberinto, le dieron éter para que siguiera inconsciente. Mercedes aspiró el éter y fue víctima de ensoñaciones en las que se mezclaron realidad y deseo. A todos nos pasa, incluso sin éter, y no hay en ello ningún desdoro. Pero no por intoxicada dejó de descubrir el cadáver allí depositado y creyó, tal vez impulsada por secretos rencores, que Isabel lo había matado. No se imaginaba que pudiera haber otra persona en la cripta, pues, aunque la había visto, la había tomado por una enorme mosca, confundida por la mascarilla con la que Peraplana se protegía de los efluvios del éter. Las wambas, que tanto el muerto como Peraplana llevaban, ya que en aquella época eran un calzado corriente, coadyuvaron a cimentar su error. Llevada de su afecto por Isabel, Mercedes decidió asumir la responsabilidad del crimen que imputaba a su amiga y aceptó la propuesta de exilio que le hizo Peraplana, deseoso de desembarazarse de ella y de no complicar más las cosas con un nuevo asesinato.
»El plan había sido un éxito y Peraplana salió sano y salvo. Pero seis años más tarde, otro chantajista le obligó a repetir el crimen. Esta vez, sin embargo, Peraplana tenía más experiencia. Se cuidó de escamotear a la hija del dentista, con la colusión de éste, antes de ultimar a su víctima. Quizás entonces, y esto es sólo una conjetura, tuvo noticia de que yo me había hecho cargo del caso y pensó que bien podía prescindir de la cripta y colgarme a mí directamente el mochuelo, como vulgarmente se dice. Suponiendo con acierto que yo me pondría en contacto con mi hermana, dirigió a ella al sueco con el pretexto de que aquélla le daría el precio de su silencio. Mi hermana no supo cómo interpretar la actitud reclamante del sueco, pero, habituada a las excentricidades de una clientela poco selecta, no paró mientes en sus demandas. Desconcertado el sueco, fue tras de mí, como había proyectado Peraplana. En algún momento dio al sueco, que debía de ser un punto, drogas que supongo contendrían un veneno lento. El sueco vino a morir en mi cuarto y Peraplana, conchabado, pienso yo, con el portero tuerto del hotel, envió a la policía a pillarme in fraganti. Yo escapé a tiempo y la policía vino en mi pos, mientras Peraplana y el tuerto permutaban el cadáver a casa de mi hermana, donde lo encontramos de nuevo y donde por segunda vez logré burlar a un inspector algo venal. Puesto que existía yo, ya no tenía objeto seguir ocultando a la hija del dentista, y la devolvió a su cama como antes había hecho con Isabel. Al ver que yo me proponía investigar la cripta, Peraplana llevó allí al sueco y dios sabe qué más habría hecho si la repentina y lamentable muerte de su hija no hubiera obnubilado su seso, sumiéndolo en el dolor. Yo, a mi vez, entré en la cripta, fui víctima del éter que habrían esparcido en espera de mi llegada y que la mala ventilación conservó, y es posible que su intervención oportuna, señores, me salvara de algún otro peligro. Y eso es todo.
Hubo una larga pausa que interrumpió el comisario Flores para preguntar:
– ¿Y ahora qué?
– ¿Cómo que qué? -dije yo-. El caso está resuelto.
– Eso es fácil de decir -dijo el comisario-. En la práctica, en cambio… -dejó colgando la frase, encendió un puro y me miró como si se dirigiera a una persona inteligente, cosa que hasta entonces nunca había hecho-. Te voy a exponer el problema sin tapujos. Ante todo, tenemos tu caso, que yo veo así: estás recién salido de un manicomio y buscado por lo que a continuación se enumera: ocultación de un delito, desacato a la autoridad, agresión a las fuerzas armadas, posesión y suministro de sustancias psicotrópicas, robo, allanamiento de morada, suplantación de personalidad, abusos deshonestos con una menor y profanación de sepulturas.
– No hice más que cumplir con mi deber -alegué débilmente.
– No sé qué pensará de eso el juez de instrucción. Sumando todas las atenuantes, no creo que salgas con menos de prisión mayor. Y no van a dar una nueva amnistía hasta dentro de otros cuarenta años.
Dio unas chupadas al puro y el doctor Sugrañes tosió en señal de protesta.
– Yo -prosiguió diciendo-, en mi calidad de funcionario, no puedo proponer nada. Una persona sensata e imparcial, en cambio, como el doctor Sugrañes, pongamos por caso, recomendaría que dejásemos las cosas como están. ¿Qué dice usted, doctor?
– Mientras no tenga que firmar nada -dijo el doctor Sugrañes-, me parece bien lo que usted diga.
– A mí, personalmente, llevar el caso adelante me da igual -añadió el comisario-, porque sólo me supondría unas horas extraordinarias que se pagan bastante bien. Pero, ¿y el follón, el papeleo, las comparecencias, las antesalas, los careos, las vistas? ¿No vale la tranquilidad un pequeño sacrificio, de vez en cuando? Y, a cambio de todo esto, ¿qué sacaríamos? Los muertos eran unos asquerosos chantajistas que recibieron su merecido. Has de saber, asimismo, que Isabel Peraplana no ha muerto. La muy burra ingirió tres optalidones, cinco tosiletas y dos supositorios de cibalgina con ánimo de matarse. Nada que un buen laxante no pueda curar. El número de la ambulancia era innecesario, pero ya sabes cómo se ponen los ricachos cuando les traiciona la salud: una jaqueca y se hacen ingresar en La Paz. ¿Qué será de la pobre chica si aireamos ahora las trapisondas de su padre? Y, en cuanto a esta señorita tan silenciosa y tan opulenta que llevamos en el coche, ¿no resultaría moralmente culpable de encubrimiento de homicidio? ¿En qué escándalos no se vería envuelta cuando se propagase que durante seis años la mantuvo un delincuente, ya a cambio de su complicidad, ya a cambio de otros favores que prefiero no especificar? Esta apetecible señorita está ahora, gracias a ti, libre de toda sospecha y el remordimiento por haber causado la muerte de Isabel se ha disipado con la noticia de su pronto restablecimiento. Nada le impide dejar atrás para siempre un exilio odioso y un pasado turbio y reintegrarse a la excitante vida barcelonesa, matricularse en Filosofía y Letras, hacerse trotskista, abortar en Londres y vivir feliz. ¿Empañarás un futuro tan brillante con tu petulante ansia de notoriedad?
Miré a Mercedes, que tenía los ojos clavados en la ventanilla del coche. Como llevábamos un rato atascados en un semáforo y nada justificaba su dedicado escrutinio, deduje que no quería que yo le viera los ojos.
– Prométame -dije al comisario Flores- poner en libertad a mi hermana y acepto el trato.
El comisario se rió de buen grado.
– ¡Siempre has sido un ventajista! -dijo-. Te prometo hacer cuanto esté en mi mano. Ya sabes que en estos tiempos que corren no soy tan influyente como antes. Todo dependerá, en gran parte, del resultado de las elecciones.
– Está bien -dije sabiendo que había agotado mi fuerza negociadora.
El coche-patrulla arrancó, recorrió cincuenta metros y se volvió a parar.
– Creo, señorita -dijo el comisario dirigiéndose a Mercedes-, que usted se apea aquí. Si le gustan los toros, no deje de llamarme: tengo pase de barrera.
Mercedes se bajó del coche sin decir nada y vi desaparecer sus oníricas sandías entre la multitud. El comisario:
– Será un placer acompañarles al manicomio. -Y al chófer-: Ramón, prueba por el cinturón de ronda y si también está mal, pon la sirena.
Con dos hábiles maniobras el chófer salió del tapón y pronto recorrimos las calles a gran velocidad. Comprendí que una vez negociado mi asentimiento a las propuestas del comisario, no había ya razón alguna para que nos demorase el tráfico. Vi pasar por la ventanilla aceleradamente casas y más casas y bloques de viviendas y baldíos y fábricas apestosas y vallas pintadas con hoces y martillos y siglas que no entendí, y campos mustios y riachuelos de aguas putrefactas y tendidos eléctricos enmarañados y montañas de residuos industriales y barrios de chalés de sospechosa utilidad y canchas de tenis que se alquilaban por horas, siendo más baratas las de la madrugada, y anuncios de futuras urbanizaciones de ensueño y gasolineras donde vendían pizza y parcelas en venta y restaurantes típicos y un anuncio de Iberia medio roto y pueblos tristes y pinares. Y yo iba pensando que, después de todo, no me había ido tan mal, que había resuelto un caso complicado en el que, por cierto, quedaban algunos cabos sueltos bastantes sospechosos, y había gozado de unos días de libertad y me había divertido y, sobre todo, había conocido a una mujer hermosísima y llena de virtudes a la que no guardaba ningún rencor y cuyo recuerdo me acompañaría siempre. Y pensé que quizá pudiera aún recomponer el equipo y ganar la liga local y enfrentarnos este año por fin a los esquizos del Pere Mata y aún arrebatarles la copa, con un poco de suerte. Y recordé que había una oligofrénica nueva en el pabellón sur que no me miraba con malos ojos, y que la esposa de un candidato de Alianza Popular había prometido regalar una tele en color al manicomio si su marido ganaba las elecciones, y que por fin podría darme una ducha y, ¿quién sabe?, tomarme una Pepsi-Cola si el doctor Sugrañes no estaba enojado conmigo por haberle metido en la aventura del funicular, y que no se acaba el mundo porque una cosa no salga del todo bien, y que ya habría otras oportunidades de demostrar mi cordura y que, si no las había, yo sabría buscármelas.