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Capítulo V DOS FUGAS CONSECUTIVAS

DURANTE el trayecto, mientras efectuaba involuntariamente volatines en el aire que trajeron a mi recuerdo los que en su tiempo hiciera el malogrado príncipe Cantacuceno, y por no tener nada más que hacer, di en pensar que me rompería la crisma como colofón del vuelo. Pero no fue así, o no estaría usted saboreando estas páginas deleitosas, porque aterricé sobre un legamoso y profundo montón de detritus, que, a juzgar por su olor y consistencia, debía de estar integrado a partes iguales por restos de pescado, verdura, frutas, hortalizas, huevos, mondongos y otros despojos, en estado todo ello de avanzada descomposición, por lo que salí a flote cubierto de la cabeza a los pies de un tegumento pegajoso y fétido, pero ileso y contento.

Con poco esfuerzo vadeé la ciénaga y llegué a una tapia baja que escalé sin dificultad. A mujeriegas en la tapia, me volví a echar una última ojeada a la ventana de la que había sido mi habitación y descubrí sin sorpresa que había luz en ella, aun cuando yo recordaba perfectamente haberla apagado. Dos siluetas se recortaban en el recuadro de la ventana. No me detuve a estudiarlas: salté de la tapia al suelo y corrí agazapado entre sacos y cajones. Otra tapia o quizá la misma se interpuso. Saltar tapias es un arte que vengo practicando desde la infancia, así que salvé el obstáculo como quien no quiere la cosa y me vi en un callejón al extremo del cual había una calle que conducía a las Ramblas. Antes de ingresar en la más típica arteria barcelonesa, arrojé la pistola a una alcantarilla y no me sentí poco feliz al ver cómo el negro agujero se tragaba el funesto artefacto que poco antes me había estado apuntando. Para acabar de rematar mi suerte, había cesado de llover.

Mis pasos me llevaron, porque así lo decidí, al bar El Leches, donde horas antes había encontrado a mi hermana y al infortunado sueco, ante el cual bar monté guardia oculto en un quicio y procurando no meter los pies en el sinfín de vomitonas esparcidas por doquier por aquellos cuyos estómagos habían zozobrado en la travesía de la noche, a la espera de que saliera mi hermana. Tenía la certeza de que allí estaría, porque de antiguo solía recalar en el bar antes de despuntar la aurora en busca de clientes tardíos que, en su mezquindad, confiaban en obtener gangas, y las obtenían, a título de liquidación por fin de temporada.

Ya se vislumbraba un filo de claridad en el horizonte cuando emergió del bar mi hermana, con la que me reuní en dos zancadas y de la que recibí la más despectiva de las miradas. Le pregunté adonde iba y me dijo que a su casa. Me ofrecí a escoltarla.

– Tu sola imagen -le dije- es una incitación al desvarío. Comprendo que los hombres hagan locuras por ti, pero eso no quiere decir que, en mi calidad de hermano varón, esté dispuesto a consentirlas.

– Ya te he dicho que de dinero, nada.

Le reiteré que no me movían propósitos de sablazo o mendicidad y seguí charlando de trivialidades sacadas de un Hola de dos años atrás, cosa de la que no pareció percatarse, pues, aun en su boato, la vida de las celebridades es tan monótona como la nuestra, aunque más regalada, y dejé caer, como al azar, esta hábil pregunta:

– ¿Y qué se hizo de aquel buen mozo a quien tuve el gusto de conocer no ha mucho y que, si he de creer lo que ven mis ojos, tan encandilado contigo estaba?

Cándida lanzó un escupitajo al programa del Liceo adherido al muro.

– Se fue como había venido -dijo con un sarcasmo que no lograba ocultar su despecho-. Dos días estuvo rondándome y aún no sé bien a qué venía. Desde luego, no era mi tipo. Yo suelo andar más bien con, ¿cómo llamarlos?… enfermos. Supuse que sería uno de esos pervertidos que creen que porque está una pasando una mala época se avendrá a cualquier bajeza por dinero, en lo cual, dicho sea de paso, llevan toda la razón. En fin, que todo quedó en agua de borrajas. ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada. Me pareció que hacíais buena pareja: tan jóvenes, tan lozanos, tan llenos de vida… Siempre he confiado en que acabarías formando un hogar, Cándida. Esta vida no es para ti; lo tuyo es la familia, los hijos, un marido diligente, un chalecito en la Floresta…

Seguí describiendo con toda minuciosidad los detalles de una existencia placentera de la que Cándida no gozaría jamás. Mis palabras la pusieron de buen humor y acabó diciendo:

– ¿Has desayunado?

– Me parece que no -dije con tacto.

– Ven a casa; algunas sobras quedarán de anoche.

Nos adentramos en una de esas típicas calles del casco viejo de Barcelona tan llenas de sabor, a las que sólo les falta techo para ser cloaca, y nos detuvimos frente a un inmueble renegrido y arruinado de cuyo portal salió una lagartija que mordisqueaba un escarabajo mientras se debatía en las fauces de un ratón que corría perseguido por un gato. Subimos las escaleras alumbrándonos con cerillas que extinguía al instante una corriente de aire frío y húmedo que se filtraba por los vidrios astillados de la claraboya. Al llegar a su puerta, mi hermana, que resollaba por el asma, la abrió con un llavín al tiempo que murmuraba:

– ¡Qué raro! Juraría que al salir cerré con doble vuelta. Será que me hago vieja.

– No digas tonterías, Cándida: eres un capullo de alelí -dije yo mecánicamente, pues el detalle de la cerradura no había dejado de inquietarme, y con razón, ya que, no bien hubo Cándida pulsado el interruptor y la luz invadido la exigua pieza única de que constaba la vivienda, estando el retrete en el rellano y haciendo aquél las veces de descansillo, nos encontramos cara a cara con el sueco, el propio sueco a quien yo había dejado durmiendo su postrero sueño en mi lecho y que ahora estaba ahí, mirándonos con sus ojos azules desorbitados desde el sillón que ocupaba con rigidez de visita pueblerina en mitad de la estancia. La pobre Cándida ahogó un grito.

– No te asustes, Cándida -dije yo cerrando la puerta a nuestras espaldas-, que no te hará nada.

– ¿Qué hace aquí este fulano? -Murmuró mi hermana con voz queda, como si temiera que el sueco pudiera oírnos-, ¿por qué está tan serio y tan quieto?

– A la segunda pregunta puedo responder sin vacilar. En cuanto a la primera, mi ignorancia es absoluta, salvo que puedo asegurarte que no ha venido por su propio pie. ¿Sabía él tu domicilio?

– No, ¿cómo iba a saberlo?

– Podías habérselo dado.

– Nunca a un cliente. ¿Y si estuviera…? -señaló al sueco con aprensión.

– Indispuesto, en efecto. Vamonos antes de que sea demasiado tarde.

Ya lo era. Apenas pronunciadas estas agoreras palabras, sonaron golpes contundentes en la puerta y una voz varonil bramó:

– ¡Policía! ¡Abran o derribamos la puerta!

Frase que demuestra el mal uso que hacen de las conjunciones nuestras fuerzas del orden, ya que, a la par que tal decían, procedieron los policías en número de tres, un inspector de paisano y dos números uniformados, a derribar la endeble puerta, a entrar en tromba blandiendo porras y pistolas y a exclamar casi al unísono:

– ¡No moversus! ¡Quedáis ustedes deteníos!

Términos inequívocos ante los que optamos por obedecer levantando los brazos hasta que los dedos quedaron atrapados en las telarañas que a manera de baldaquín pendían de las vigas. Viendo nuestra actitud sumisa, los dos números procedieron a registrar el humilde domicilio de mi pobre hermana haciendo añicos con sus porras la vajilla, desencolando a puntapiés el mobiliario y orinándose en las sábanas de su pobre jergón, mientras el inspector, con una sonrisa que dejaba al descubierto muelas de oro, puentes, coronas, empastes y una considerable dosis de sarro, nos exigía que nos identificáramos con esta fórmula:

– ¡Identificarse, cabrones!

Obediente, mi pobre hermana le tendió su documento nacional de identidad del que, para su desgracia, había raspado con una gillete la fecha de nacimiento y al que el inspector lanzó una mirada sardónica que quería decir:

– Esto no cuela.

Entre tanto, los números habían descubierto el cadáver, verificado su condición de tal y registrándolo a conciencia, a raíz de lo cual prorrumpieron en gritos alborozados de este tenor:

– ¡Hurra inspector, los haimos trincao con la mano en la massa!

A lo que el inspector no respondió, porque seguía insistiendo en que yo me identificara, cosa imposible, pues no tenía encima papeles y sí una bolsa de plástico llena de estupefacientes. Decidí jugarme el todo por el todo y recurrir a una artimaña tan vieja como eficaz.

– Amigo mío -dije con voz pausada, pero lo suficientemente alta y clara para que todos pudieran oírla-, se está usted metiendo en un lío de cuidado.

– ¿Y eso? -dijo el inspector con incredulidad.

– Acerquese, pollo -dije yo bajando los brazos con lentitud, en parte para recobrar un atisbo de dignidad y en parte para disimular los efluvios axilares que con aquéllos alzados irradiaba y que habrían podido menoscabar mi predicamento-. ¿Sabe usted con quién está hablando?

– Con un mamarracho de mierda.

– Juicio ingenioso pero falaz. Está usted hablando, inspector, con don Ceferino Sugrañes, concejal del Ayuntamiento y propietario de bancos, inmobiliarias, aseguradoras, financieras, constructoras, notarías, registros y juzgados, por citar sólo una parte de mis actividades marginales. Como usted con la perspicacia propia de su oficio comprenderá, siendo quien soy no llevo encima documentación que acredite mi identidad, no sólo por mor de lo que pudiera pensar nuestro exigente electorado si de tal guisa vestido me encontrara, sino también por zafarme de los detectives que mi señora, que tiene interpuesta demanda de anulación ante la Rota, ha azuzado tras de mis huellas, pero de la cual, de mi identidad, claro está, puede dar fe mi chofer, guardaespaldas y gerente, por razones tributarias, de varias empresas con cuyos chanchullos no quiero mezclar mi nombre, que me espera en la esquina con instrucciones inabrogables de avisar al Presidente Suárez si en diez minutos no salgo solo y salvo de esta guarida adonde me ha traído engañado la arpía que aquí ven, culpable del embrollo en que me veo envuelto sin motivo ni culpa, a buen seguro con fines de robo, chantaje, sodomía y otros actos jurídicamente sancionables, cosa que ella, como veo que ya está haciendo, pretenderá negar, lo que no hace sino reforzar la veracidad de mis asertos, ya que, ¿a quién concederá usted razón, inspector, puesto en semejante encrucijada: a un honesto ciudadano, a un capitán de empresa, epítome de la burguesía rapaz, prez de Cataluña, blasón de España y fragua del Imperio o a esta antigualla grotesca, elefantiásica y aquejada, para postre, de una taladrante halitosis, hetaira de profesión como podrá comprobar si registra su bolso, que hallará repleto de condones no precisamente impolutos, a la que había prometido yo, a cambio de una contrapartida que no voy a pormenorizar, la estrafalaria suma de mil pesetas, estas mismas mil pesetas que ahora le entrego a usted, inspector, como prueba documental de cuanto aduzco? Y sacando del bolsillo el billete de mil pesetas que había encontrado en el cadáver del sueco, lo puse en la mano del inspector, que se quedó mirando el billete con cierto anonadamiento y no sin un asomo de duda en cuanto al destino que debía darle, momento éste que aproveché para darle un cabezazo en la nariz, de la que brotó inmediatamente un chorro de sangre mientras sus labios se contraían en una mueca de dolor y emitían un denuesto entrecortado, cosas estas que registré cuando ya saltaba por sobre los restos de la puerta derribada y me lanzaba escaleras abajo, perseguido por los números, al tiempo que gritaba:

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