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Y corrí hacia el otro extremo de la cripta en pos de una salida no tanto airosa como rápida. En mi carrera me iba preguntando qué se habría hecho de la pobre niña, a la que imaginaba vagando aún por los corredores del laberinto, cuando un topetazo con una superficie horizontal y dura me hizo volver a la realidad, si en ella estaba. Miré y vi que había chocado con una mesa baja, de patas de hierro y plancha de mármol, que recordaba en algo el mostrador de una pescadería, sobre la cual se distinguía la forma hierática y poco acogedora de un cadáver macilento. Di un respingo y aparté la vista, convencido de que había escapado de una alucinación para caer en manos de otra menos placentera si cabe que la anterior. Volví a mirar de soslayo para comprobar si el cadáver seguía allí y advertí con desmayo que así era. Y no sólo eso, sino que reconocí en el muerto al sueco ubicuo a quien había dejado sentado en una butaca de casa de mi hermana la víspera.

Sus carnes, otrora firmes, daban muestras de ajamiento, de una blandura de estofado de pensión. Para acabarlo de arreglar, un sollozo velado salía de debajo de la mesa. Me acuclillé y vi a mi hermana agazapada y llorosa. Vestía un camisón desgarrado y sucio e iba desgreñada, descalza y sin pintar.

– ¿Cómo has venido a parar a este lugar siniestro? -le pregunté apenado por las cuitas de que su aspecto daba fe.

– Tú me metiste en este lío -se lamentó ella-. Yo vivía feliz mientras tu vegetabas en el manicomio. Mamá siempre decía que tú…

– Para el carro, querida -atajé yo-. No todo lo que decía mamá ha de ser de preciso dogma. Cierto es que nos ayudaría mucho el que así fuera, pero ni el raciocinio ni la experiencia ulterior confirman su infalibilidad.

– … que tú -seguía diciendo mi hermana- me protegerías cuando papá y ella faltaran, y, como tú bien dices, su profecía no ha podido ser más errónea.

– Todos pagamos, admirada señorita -dijo el negro-, no tanto nuestras faltas cuanto los sambenitos de que una organización social anquilosada y timorata ha tenido a bien investirnos. Véame a mí, sin ir más lejos: siempre quise ser poeta y el prejuicio racial me compele a satisfacer las expectativas femeniles más rústicas. ¿No es así, mi amor?

– Habría sido un desperdicio que te hubieras puesto a componer sonetos, vida -dijo Mercedes lanzando miradas salaces a las protuberancias del calzón del poeta.

– Como diría el clásico -se lamentó éste-, ¡cuan largo me lo fiáis! Yo tenía talento. Ahora ya es tarde, pero pude haber sido alguien en el mundo de la farándula. ¿A quién estoy imitando? -Atipló la voz y contoneó las caderas-: Ay, hija, cómo está el servicio, viven los cielos. ¿Se rinden? ¡Al alcalde de Zalamea! ¿Y saben éste? Van en un avión un francés, un inglés, un alemán y un español. ¿No? ¿Y el de que va Franco en un Biscuter? ¿Y el del Avecrem? Polifacético, en efecto, pero ¿de qué me ha servido? Me pisaron el papel de Fray Escoba.

– Ven, Cándida -le dije a mi hermana-, salgamos de aquí cuanto antes.

Y me metí debajo de la mesa con ánimo de llevar a cabo lo que anunciaba, pero Cándida me arañó la cara y me dio una patada en el plexo solar que me cortó el resuello.

– ¿Por qué me tratas así? -acerté a preguntar antes de perder el conocimiento.

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