– ¿Está en regla el ejemplar?… ¿Ha visto en él algo extraño?
– En absoluto. No tiene hojas faltas y los grabados siguen en su sitio: nueve y la página de título, tal y como lo adquirió mi abuelo a principios de siglo. Coincide con los catálogos y con los otros dos ejemplares: el Ungern de París y el Terral-Coy.
– Ya no es Terral-Coy. Ahora es colección Varo Borja, Toledo.
La mirada del bibliófilo se tornó suspicaz. Corso advirtió que se ponía alerta.
– ¿Varo Borja, dice?… -estuvo a punto de añadir algo, mas se arrepintió en el último instante-. Una colección notable. Y conocida -dio nuevos pasos sin rumbo antes de mirar los libros alineados sobre el tapiz-. Varo Borja… -repitió pensativo-. Especialista en demonología, ¿verdad? Un librero muy rico. Lleva años detrás de esas Nueve Puertas que tiene usted en las manos; siempre dispuesto a pagar cualquier precio… Ignoraba que hubiese conseguido otro ejemplar. Y usted trabaja para él.
– Ocasionalmente -admitió Corso.
El otro movió un par de veces la cabeza, perplejo, antes de fijar otra vez su atención en los libros del suelo.
– Es extraño que lo envíe a usted. Al fin y al cabo…
Se interrumpió, dejando la frase en el aire. Miraba la bolsa de Corso.
– ¿Ha traído el libro?… ¿Me permite verlo?
Fueron hasta la mesa y Corso puso su ejemplar junto al de Fargas. Al hacerlo oyó su respiración excitada. Volvía el éxtasis al rostro del bibliófilo:
– Mírelos bien -hablaba en voz baja, cual si temiese despertar algo dormido entre aquellas páginas-. Son perfectos, bellos e idénticos… Dos de los tres únicos ejemplares que escaparon al fuego, reunidos por primera vez desde su dispersión hace trescientos cincuenta años… -el temblor había vuelto a sus manos; se frotaba las muñecas para calmar el curso violento de la sangre que corría por ellas-. Observe la errata de la página 72. La s partida aquí, en la cuarta línea de la 87… El mismo papel, idéntica impresión… ¿No es maravilloso?
– Lo es -Corso carraspeó un poco-. Y me gustaría quedarme un rato. Estudiarlos en serio.
Fargas lo miraba, penetrante. Parecía dudar.
– Como guste -dijo al fin-. Pero si su ejemplar es el Terral-Coy, la autenticidad queda fuera de cuestión -le dirigió a Corso una mirada curiosa, intentando leer sus pensamientos-. Varo Borja tiene que saber eso.
– Supongo que lo sabe -Corso esgrimía su mejor sonrisa neutra-. Pero yo cobro por comprobarlo -aún sostuvo un poco la sonrisa; llegaban a uno de los aspectos difíciles de la cuestión-. Por cierto, hablando de cobrar, estoy autorizado para hacerle una oferta.
La curiosidad del bibliófilo se convirtió en suspicacia.
– ¿Qué tipo de oferta?
– Económica. Sustanciosa -Corso puso la mano sobre el segundo ejemplar-. Puede resolver sus problemas durante algún tiempo.
– ¿Es Varo Borja quien paga?
– Podría ser él.
Fargas se tocaba la barbilla con dos dedos.
– Ya tiene un libro -concluyó-. ¿Acaso pretende reunir los tres?
Quizás aquel tipo estuviese un poco ido, mas no era tonto. Corso opuso un gesto vago, sin comprometerse demasiado. Tal vez. Cosas de coleccionistas. Pero, puesto a vender, así Fargas podría conservar el Virgilio.
– Usted no comprende -apuntó el bibliófilo, aunque Corso comprendía demasiado bien. Allí no había nada que hacer.
– Olvídelo -dijo-. Sólo era una idea.
– Yo no vendo al azar. Escojo mis libros. Creí habérselo explicado bien.
Se le anudaban las venas en el dorso de las manos crispadas. Empezaba a irritarse, así que Corso pasó cinco minutos emitiendo señales de apaciguamiento. La oferta era secundaria, puro trámite. Lo que de verdad pretendía, concluyó, era el estudio comparativo de ambos ejemplares. Por fin, para su alivio, Fargas hizo un gesto afirmativo.
– A eso no le veo inconveniente -dijo. El recelo se templaba un poco. Era obvio que Corso le caía bien, y que las cosas habrían sido distintas de otro modo-. Aunque no puedo ofrecerle demasiadas comodidades…
Lo guió por el pasillo desnudo, hasta otra habitación pequeña que tenía un piano hecho astillas en un rincón. Había una mesa con una vieja menorah de bronce cubierta de goterones de cera, y un par de sillas desvencijadas.
– Al menos es un lugar tranquilo -dijo Fargas-. Y los cristales de la ventana están intactos.
Chasqueó los dedos como si hubiese olvidado alguna cosa, desapareciendo un momento para regresar con el resto de la botella de coñac en la mano.
– Así que Varo Borja lo consiguió por fin… -repitió, y parecía sonreír para sus adentros, complacido ante alguna perspectiva que le causaba, sin duda, profunda satisfacción. Después puso botella y copa en el suelo, lejos de los ejemplares de Las Nueve Puertas , miró alrededor del modo que lo haría un atento anfitrión para comprobar si todo estaba en orden, e hizo un último e irónico saludo antes de irse:
– Considérese en su casa.
Corso vació el resto de coñac en la copa, sacó sus notas y se puso a trabajar. En un pliego de papel había marcado con tinta tres franjas, encabezada cada una por un número y un nombre:
Página tras página, empezó a anotar cualquier diferencia entre el Uno y el Dos, por mínima que fuese: una mancha en el papel, un tono de tinta más fuerte en un ejemplar que en otro. Al llegar al primer grabado -NEM. PER VT.T QUI N.N LEG. CERT.RIT , el caballero que aconsejaba silencio al lector- sacó una lupa de siete aumentos de la bolsa y estudió las dos xilografías gemelas, línea a línea. Eran idénticas.
Observó, incluso, que la presión de los grabados sobre el papel, como la del resto de la tipografía, era la misma. No se veían líneas ni caracteres desgastados, rotos o torcidos, aparte de los comunes a ambos ejemplares. Eso significaba que el Uno y el Dos fueron impresos consecutivamente, o casi, bajo la misma prensa. En jerga de los hermanos Ceniza, Corso estaba ante un par de gemelos.
Siguió anotando. Una imperfección en la sexta línea de la página 19 del Dos lo hizo detenerse un poco, hasta comprobar que se trataba de una simple señal de tinta. Pasó más páginas. Ambos ejemplares tenían la misma estructura: dos hojas de guarda y 160 páginas cosidas en veinte cuadernillos de 8. Las nueve láminas del Dos, como las del Uno, iban fuera de texto, impresas aparte con el verso en blanco en el mismo tipo de papel, e incorporadas al ejemplar durante la encuadernación. En los dos libros, su posición era idéntica:
I. Entre pág. 16 y 17
II. 32-33
III. 48-49
IIII. 64-65
V. 8o-81
VI. 96-97
VII. 112-113
VIII. 128-129
IX. 144-145
O Varo Borja deliraba, o el suyo era un encargo extraño. No había modo alguno de que aquello resultase falso. Como mucho podía tratarse de una edición apócrifa; pero de época y perteneciendo ambos ejemplares a la misma. El Uno y el Dos eran la viva estampa de la honradez en papel impreso.
Apuró el resto del coñac antes de aplicar la lupa a la lámina Il -CLAUS. PAT. T. -: el ermitaño barbudo, la puerta cerrada, un fanal en el suelo y dos llaves en las manos. Con las láminas enfrentadas se sintió de pronto infantil, igual que cuando jugaba a detectar los siete errores. Realmente -hizo una mueca-, se trataba de eso. La vida como juego. Y los libros como espejo de la vida.
Entonces lo vio. Ocurrió de golpe, del mismo modo que nos situamos en una perspectiva correcta y algo sin aparente sentido se descubre de pronto ordenado y preciso. Corso expulsó aire de los pulmones igual que si fuese a reír, atónito, pero sólo emitió un sonido seco, parecido a una risa incrédula, sin humor. Aquello no podía ser. No se hacía trampa con ese tipo de cosas, así que sacudió la cabeza, confuso. Lo que estaba ante sus ojos no era un libro de pasatiempos adquirido en un quiosco de ferrocarriles, sino uno, dos volúmenes hechos tres siglos y medio atrás. Le habían costado la vida a su impresor, figuraron en el índice de libros prohibidos por la Inquisición, y los citaban las bibliografías serias: Lámina II. Leyenda latina. Anciano con dos llaves y una luz frente a una puerta cerrada … Pero nadie, hasta el momento, comparó juntos dos de los tres ejemplares conocidos. No era fácil reunirlos; ni tampoco necesario. Anciano con dos llaves. Eso bastaba.
Corso se levantó de la mesa y fue hasta la ventana. Permaneció así un rato, mirando a través del cristal empañado por su propio aliento. Después de todo, Varo Borja tenía razón. Aristide Torchia debió de reírse mucho a solas allí, sobre su pira en Campi dei Fiori, antes de que el fuego le quitara para siempre las ganas. Como broma póstuma era genial.