Se inclinó Corso sobre los volúmenes y abrió uno de ellos. Lo hizo por una página con grabado, xilografía con tres hombres y una mujer trabajando en una mina. Era la segunda edición latina del De re metallica de Georgius Agricola, hecha por Froben y Episcopius en Basilea sólo cinco años después de la primera impresión de 1556. Emitió un gruñido de aprobación mientras encendía el cigarrillo.
– Ya ve que no es fácil elegir -a Fargas se le veía pendiente de los gestos de Corso. Lo miraba inquieto, con avidez, mientras éste pasaba páginas rozándolas apenas con la punta de los dedos-. He de vender un solo libro cada vez; y no uno cualquiera. El sacrificado debe poner a salvo a los otros por seis meses más… Es mi tributo al Minotauro -se tocó una sien-. Todos tenemos uno en el centro del laberinto… Nuestra razón lo crea, y él impone su propio horror.
– ¿Por qué no vende varios libros menos valiosos de una sola vez?… Tal vez reúna la suma que necesita, conservando los más raros. O sus favoritos.
– ¿Despreciar unos en beneficio de otros?… -el bibliófilo se estremeció-. Eso es imposible; todos poseen la misma alma inmortal, gozan de idéntico derecho para mí. Puedo tener mis preferidos, sin duda. ¿Cómo evitarlo?… Pero jamás los distingo con un gesto, con una palabra que los enaltezca frente a sus compañeros menos favorecidos. Al contrario. Recuerde que el mismo Dios designó a su hijo para el sacrificio; para la redención de los hombres. Y Abraham… -pareció referirse a la pintura del techo, porque le sonrió tristemente al vacío elevando la mirada, inconclusa la frase.
Corso había abierto el segundo volumen, infolio con encuadernación italiana en pergamino, del setecientos. Era un bellísimo Virgilio, la edición veneciana de Giunta, impresa en 1544. Aquello hizo volver en sí al bibliófilo.
– Hermoso, ¿no es cierto? -se adelantó para arrebatárselo de las manos con impaciencia-. Mire la página de título, la bordura arquitectónica que la contornea… Ciento trece xilografías perfectas salvo la página 345, que tiene una pequeña restauración antigua, casi imperceptible, en el ángulo bajo. Casualmente es mi predilecta, fíjese: Eneas en los infiernos, junto a la Sibila. ¿Cuándo vio cosa igual? Observe las llamas tras el triple muro, la caldera de los condenados, el ave que devora las entrañas… -el pulso del bibliófilo parecía golpearle, casi visible, en las muñecas y en las sienes. Ahuecaba la voz con el volumen cerca de los ojos para leer mejor. Su expresión era radiante-: «Moenia lata videt, triplici circundata muro, quae rapidus flammis ambit torrentibus amnis…» -se detuvo, en éxtasis-. El grabador tenía una hermosa, violenta y medieval concepción del Hades virgiliano.
– Magnífico ejemplar -confirmó el cazador de libros, aspirando su cigarrillo.
– Más que eso. Toque el papel. Esemplare buono e genuino con le figure assai ben impresse , aseguran los viejos catálogos… -tras el acceso febril, la expresión de Fargas volvía a sumirse en el vacío; de nuevo estaba absorto, abismado en los rincones oscuros de su pesadilla-. Creo que venderé éste.
Corso expulsó el humo con impaciencia.
– No lo entiendo. Salta a la vista que es uno de sus favoritos. Y el Agricola también. Le tiemblan las manos cuando los toca.
– ¿Las manos?… Diga mejor que el alma se quema con los tormentos del infierno. Creía habérselo explicado. El libro por sacrificar no puede nunca serme indiferente. ¿Qué supondría este doloroso acto, en otro caso?… Una sórdida transacción según las leyes del mercado, varios baratos a cambio de uno caro… -negó con violencia, despectivo. Miraba torvamente en torno, buscando a quien escupir su desdén-. Son los más amados, quienes brillaron entre otros por su belleza, por el amor que supieron inspirar, los que tomo de la mano y acompaño hasta el umbral mismo del sacrificio… La vida puede despojarme, es cierto. Pero no me convertirá en un miserable.
Dio unos pasos sin rumbo por la habitación. El triste escenario, su cojera, el jersey de lana y los viejos pantalones acentuaban su aspecto fatigado y frágil.
– Por eso permanezco en esta casa -prosiguió-. Entre sus muros vagan las sombras de mis libros perdidos -se había parado ante la chimenea, mirando la miserable leña apilada en el hogar-. A veces siento que acuden a exigir reparación a mi conciencia… Entonces, para aplacarlos, cojo ese violín que ve ahí, y me pongo a tocar durante horas; paseándome a oscuras por la casa, como un condenado… -se había vuelto a mirar a Corso, recortado en contraluz sobre el cristal sucio de la ventana-. El bibliófilo errante.
Vino despacio hasta la mesa y puso una mano encima de cada libro, como si hasta entonces hubiera retrasado el momento de tomar una decisión. Ahora sonreía, inquisitivo.
– ¿Cuál designaría, de estar en mi caso?
Corso se agitó, molesto.
– A mí déjeme al margen. Tengo la suerte de no estar en su caso.
– Usted lo ha dicho: la suerte. Fina apreciación. Un estúpido me envidiaría, supongo. Todo este tesoro en casa… Pero no me ha dicho cuál vender. Qué hijo irá al sacrificio… -torció súbitamente el gesto, angustiado; parecía que algo le doliese dentro, en la carne y la conciencia-. Caiga sobre mí su sangre -añadió en voz muy baja y crispada- hasta la séptima generación.
Repuso el Agricola en su sitio sobre la alfombra y acarició el pergamino de Virgilio mientras murmuraba «su sangre» entre dientes. Tenía los ojos húmedos y el temblor de sus manos parecía incontrolable.
– Creo que venderé éste -insistió.
Si Fargas no se había vuelto majara, lo estaría pronto. Corso miró las paredes desnudas, las huellas de los cuadros sobre el empapelado con manchas de humedad. A la improbable séptima generación le traía todo sin cuidado. Lo mismo que en su propio caso, el de Lucas Corso, los Fargas morirían allí. O descansarían, por fin. El humo del cigarrillo iba hacia las deterioradas pinturas del techo, recto como el humo de un sacrificio en un amanecer tranquilo. Echó un vistazo por la ventana, al jardín invadido de maleza, buscando la alternativa de un cordero enredado en la zarza, pero sólo había libros. El ángel soltó la mano que sujetaba en alto el cuchillo, y se fue llorando. Con la música a otra parte, el pobre gilipollas.
Corso apuró el cigarrillo para tirarlo a la chimenea. Estaba cansado y sentía frío bajo el gabán. Había oído demasiadas palabras entre aquellas paredes desnudas, y se alegró de no ver espejos que reflejaran la expresión de su rostro. Miró el reloj con gesto mecánico, sin fijarse en la hora. Con una fortuna clavada sobre las viejas alfombras y tapices, Victor Fargas había cobrado con creces su extraño precio en piedad. En lo que a Corso tocaba, ya era tiempo de hablar de negocios.
– ¿Y Las Nueve Puertas ? -¿Qué pasa con él?
– Es lo que me trae por aquí. Supongo que recibió mi carta.
– ¿Su carta?… Sí, claro. Lo recuerdo. Sólo que, con todo esto… Disculpe. Las Nueve Puertas , por supuesto.
Miró en torno, aturdido, sonámbulo que acabasen de arrancar al sueño. De pronto parecía infinitamente fatigado, al final de un largo esfuerzo. Levantó un dedo, en demanda de un momento para reflexionar, antes de dirigirse cojeando a una esquina del salón. Allí, sobre un deslucido tapiz francés puesto en el suelo, y en cuyos restos Corso reconoció la victoria de Alejandro sobre Darío, se alineaba medio centenar de volúmenes.
– ¿Sabía usted -preguntó Fargas señalando la escena representada en el gobelino- que Alejandro destinó el cofre de los tesoros de su rival a guardar los libros de Homero?… -movió la cabeza complacido, observando el deshilachado perfil del macedonio-. Hermano bibliófilo. Buen chico.
A Corso le importaban un bledo las aficiones literarias de Alejandro Magno. Se había puesto en cuclillas y miraba los títulos impresos en algunos lomos y cantos. Todos eran antiguos tratados de magia, alquimia y demonología: Les trois livres de l'Art. Destructor omnium rerum, Disertazioni sopra le apparizioni de' spiriti e diavoli, De origine, moribus et rebus gestis Satanae …
– ¿Qué le parecen? -preguntó Fargas. -No están mal.
Sonó la risa desganada del bibliófilo. Se había arrodillado sobre el tapiz, junto a Corso, y tocaba los libros con gesto mecánico, cerciorándose de que ninguno se había movido un milímetro desde la última vez que les pasó revista.
– Nada mal, es cierto. Al menos diez son ejemplares rarísimos… Toda esta parte de la biblioteca la heredé de mi abuelo, aficionado a las artes herméticas, a la astrología y masón… Mire. Éste es un clásico, el Diccionario infernal de Collin de Plancy, en la primera edición de 1842. Y ésta es la impresión de 1571 del Compendi dei secreti , de Leonardo Fioravanti… Aquel dozavo tan curioso es la segunda edición del Libro de los prodigios -abrió otro, mostrándole a Corso un grabado-. Fíjese en Isis… ¿Sabe cuál es éste?
– Claro. El Oedipus Aegiptiacus de Atanasius Kircher.
– Exacto. La edición romana de 1652 -Fargas devolvió el libro a su sitio y tomó otro cuya encuadernación veneciana era bien conocida por Corso: piel negra, cinco nervios, sin título y con un pentáculo en la tapa-. Y aquí está el que busca: De Umbrarum Regni Novem Portis … Las nueve puertas del reino de las sombras.
Muy a su pesar, Corso se estremeció. Al menos en el aspecto exterior, aquel volumen era idéntico al que llevaba en la bolsa de lona. Fargas puso el libro es sus manos y él se incorporó mientras pasaba las hojas. Fieles como dos gotas de agua, o casi. Tenía éste un poco deteriorada la piel de la tapa posterior, y en el lomo la antigua huella de un tejuelo añadido y después arrancado. El resto era tan impecable como en el ejemplar de Varo Borja; incluido el grabado número VIIII, que estaba intacto.
– Completo y en buen estado -dijo Fargas, interpretando correctamente los gestos de Corso-. Lleva tres siglos y medio dando vueltas por el mundo, y cuando se abre parece tan fresco como si saliera de la prensa… Se diría que el impresor hizo un pacto con el diablo.
– Tal vez lo hizo -sugirió Corso.
– No me vendría mal conocer la fórmula -el bibliófilo abarcó de un gesto el desolado salón, las hileras de libros en el suelo-. Mi alma a cambio de conservarlo todo.
– Puede intentarlo -Corso señaló Las Nueve Puertas -. Dicen que la fórmula está ahí dentro.
– Nunca creí esas bobadas. Aunque quizá sea momento de empezar. ¿No le parece?… Ustedes tienen un refrán en España: de perdidos al río.