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Capítulo IV

La pensión del señor Rojo

Cuando a las siete menos cuarto de la mañana Lorencito Quesada se encontró en el andén de la estación de Atocha pensó durante casi un minuto de pavor que se había equivocado de ciudad. Recordaba una gran bóveda con pilares y arcos de hierro, un inmenso reloj y una lápida de mármol con la lista de los Caídos por Dios y por España. Y ahora estaba en un lugar que parecía hecho únicamente de lejanías descorazonadoras y paredes y columnas de cemento en las que retumbaban los avisos de los altavoces y los pitidos de los trenes que iban a perderse en un túnel mucho más grande y todavía más lóbrego que los túneles del Metro. Apenas había pegado ojo en toda la noche, desde que subió al expreso en la estación de Linares-, Baeza a las tres de la madrugada. El sobre que le entregó don Sebastián Guadalimar era de papel recio y tenía impresas en relieve las armas condales, pero el billete que había en su interior no era de wagonlit , como en algún momento él llegó a imaginar, sino de segunda clase, de modo que pasó todo el viaje en el rincón más angosto de un departamento ocupado por un grupo de vehementes legionarios de paisano que a juzgar por su acento y por los cantos regionales que alternaban con los himnos patrióticos debían de ser aragoneses. Cuando hacia las seis de la mañana, y a la altura del Manzanares, los legionarios dejaron de cantar y rompieron alegremente en el pasillo los botellones de cubalibre que les venían amenizando el viaje, reinó en el departamento un silencio alterado rítmicamente por diversos tonos de ronquidos y un sosiego en el que a Lorencito Quesada le habría sido posible conciliar el sueño si no llega a ser por un persistente olor a pies sudados y a eructos de ginebra. Un caballero legionario se le había dormido con la cabeza apoyada en su hombro, y con el traqueteo monótono del tren fue deslizándose hasta acomodarse satisfactoriamente en su regazo, con la cara hacia arriba y la boca abierta, de modo que su aliento vino atufando a nuestro corresponsal hasta la misma estación de Atocha.

Al bajarse del tren la ropa le olía como si se hubiera corrido una juerga. Por culpa del sueño, y de la falta de hábito, estuvo a punto de caerse en las escaleras mecánicas que suben desde los andenes hasta el vestíbulo principal, y allí se sintió aún más perdido que antes, entre tantas columnas de cemento, indicadores electrónicos en los que se sucedían velozmente las letras y ecos de altavoces. Apretaba muy fuerte su bolsa de plástico marrón y miraba de soslayo por miedo a los posibles malhechores, buscaba la salida y en lugar de encontrarla se internó en un pasillo que conducía al Metro y del que tardó media hora angustiosa en escapar, dando vueltas y revueltas, sin encontrar un letrero donde cerciorarse de que de verdad estaba en Madrid y en la estación de Atocha.

Sólo estuvo seguro cuando alcanzó la calle y vio delante de sí el edificio del Ministerio de Agricultura, y luego los anuncios luminosos del hotel Mediodía, de la casa Philips y de los colchones Flex, todavía encendidos, con tonos azulados y verdes que le gustaban mucho y que ahora sí le permitieron acordarse de su último viaje a Madrid, hace ya más de veinte años, cuando vino a la capital con motivo del II Festival de la Canción Salesiana, en el que el conjunto que representaba a Mágina obtuvo un accésit por su interpretación del Pange Lingua adaptado al castellano y cantado con la música de El cóndor pasa . En su calidad no sólo de corresponsal de Singladura , sino de miembro del ala más juvenil y con más inquietudes de nuestra Acción Católica, Lorencito se unió a la expedición de los hinchas locales y se quedó afónico de tanto animar los cánticos durante el viaje. Madrid lo entusiasmó: vieron el Scalextric, el Palacio Real, el estanque del Retiro, la Casa de Fieras, la fábrica de cervezas Mahou, visitaron el Escorial y el Valle de los Caídos y hasta aparecieron en un plano fugaz tomado por las cámaras de Televisión Española.

Y ahora estaba otra vez en Madrid, parado, como entonces, en la gran explanada de Atocha, pero no había ido como monitor oficioso de un grupo de jóvenes de ambos sexos con guitarras, bandurrias y flautas, sino completamente solo, cumpliendo una misión secreta en la que era posible que no arriesgase su vida, pero sí su palabra, el honor de su ciudad y el de un apellido varias veces centenario. Ese mismo día era preciso que encontrara a Matías Antequera y le trasmitiera el ultimátum. Miró el tamaño de los edificios y la distancia aterradora de las avenidas por las que bajaba el tráfico con escándalo como el de las cataratas del Niágara y pensó que le sería imposible encontrar a nadie en una ciudad tan grande. Por lo pronto, ni siquiera encontraba el Scalextric. ¿También habría sucumbido a la devastadora manía de no respetar los edificios del pasado? Dobló a la izquierda, guiándose por el anuncio de los colchones Flex, y buscando el paso subterráneo que lleva al Paseo de las Delicias y al de Santa María de la Cabeza. En este último, en el número doce, estaba la célebre pensión del señor Rojo, a la que han acudido sin falta durante medio siglo la mayor parte de los viajeros de nuestra ciudad cuando iban a ver la feria del Campo y el desfile de la Victoria.

En el paso subterráneo echó a nadar por la izquierda y casi todas las personas que se apresuraban en dirección contraria chocaban con él. Pensó, ya con un brote de nostalgia: “En las capitales la gente circula igual que los coches”. Ocupaban las paredes marañas de pintadas, esvásticas, hoces y martillos, palabras obscenas que él procuraba no mirar. Sin darse cuenta pisó un puñado de revistas extendidas en el suelo y un hombre sin dientes que se cubría la cabeza con un gorro de pana lo increpó: “Pasmao, que me esbaratas el expositor”. Lorencito Quesada enrojeció y quiso formular una disculpa: al bajar los ojos hacia las revistas que había pisado vio que todas tenían en la portada fotos de mujeres desnudas, y entonces volvió a enrojecer y se apartó de allí a toda prisa, chocando ahora con un joven de melena muy larga que casi medía dos metros y llevaba una camiseta negra con una calavera dibujada en el pecho. Se sintió perdido entre una multitud de descuideros y de carteristas, de desalmados que lo engañaban a uno con el tocomocho y el timo de la estampita.

Era urgente salir del paso subterráneo y llegar a la pensión. En la escalera de salida había un hombre que dormía encogido y arrimado a la pared, con un cartón de Viña-Lesa blanco entre las rodillas. Lorencito se acordó de que ésa era la marca de vino que usaba su madre para cocinar. “El alcoholismo”, pensó, “es una lacra social, una droga como otra cualquiera”. Al llegar a la calle agradeció el aire frío de la mañana y se dio cuenta con espanto de que había salido a la acera de los números impares y no había semáforo ni paso de peatones que le permitieran cruzar sin peligro al otro lado. Con los faros todavía encendidos los coches venían a una velocidad de fórmula uno. “Mira que si me pilla un coche y me mata y no se entera nadie”. Los coches surgían como manadas de búfalos en lo más alto de la explanada de Atocha y se arrojaban por el Paseo de Santa María de la Cabeza igual que una riada amazónica.

Cuando por fin llegó a la otra acera, tras escapar de la muerte por una fracción de segundo, a Lorencito Quesada le temblaba más que nunca el labio superior (lo tiene muy hendido y muy levantado hacia la nariz) y le picaba toda la piel bajo su camiseta de felpa. Buscaba algún sitio donde reponerse del susto y entrar en calor con un bollo suizo y una leche manchada, pero sólo veía restaurantes chinos. Pensó que la raza amarilla está empezando a dominar el mundo. Temía que la pensión del señor Rojo tampoco existiera ya: vio con alivio junto al portal del número doce las iniciales azules de Casa de Huéspedes, y llamó decididamente al portero automático. Le contestó una voz confusa que parecía extranjera. No había ascensor y llegó sin aliento al tercer piso, notando picores interminables por culpa del recio paño de la camiseta. Al hombre que le abrió la puerta, que parecía árabe, le dijo con afán de intimar que era un antiguo cliente de la casa y le preguntó por el señor Rojo: no sabía quién era, ni le sonaba el nombre, dijo, no sin desprecio, el posible árabe, en un desastroso español. A Lorencito Quesada, que ya llevaba preparado su carnet de identidad y su tarjeta de colaborador de Singladura , le extrañó que aquel hombre no le pidiera la documentación: en las capitales, con la prisa, con el ritmo de vida, la burocracia se abrevia.

Juzgó que su habitación era acogedora, incluso íntima, y desde luego muy tranquila, lo cual es una ventaja en una ciudad tan ruidosa como Madrid. Al descorrer las cortinas para mirar por la ventana comprobó que no había ventana, si bien disponía de un lavabo espacioso y de un teléfono. Se sentó en la cama y decidió concederse una o dos horas de sueño. Apenas había cerrado los ojos cuando el timbre del teléfono lo sobresaltó. Dijo varias veces “Aló”, como parece que es costumbre en Madrid, pero no obtuvo respuesta: alguien respiraba en silencio al otro lado del hilo telefónico. Creyó oír una voz que murmuraba algo, y luego la comunicación se interrumpió, y Lorencito Quesada se quedó un rato oyendo en el auricular un pitido intermitente.

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