La confesión de un réprobo
Para describir el estado de aquella diminuta oficina Lorencito Quesada vaciló después entre los adjetivos dantesco y kafkiano , que ni siquiera unidos expresarían a su juicio la virulencia del desastre en medio del cual agonizaba lentamente Pepín Godino, desangrándose por una herida de arma blanca que le interesaba el paquete intestinal, según pudo colegir Lorencito por la manera en que nuestro paisano se sujetaba el bajo vientre emitiendo ayes lastimeros y palabras febriles. Una mesa metálica de color gris, tipo Roneo, estaba volcada en el suelo, y el cristal que antes la cubría era una catástrofe de esquirlas mezcladas con el contenido caótico de los cajones, en el que abundaban hojas de archivador desgarradas, fichas de cartón con fotografías de artistas, rotuladores pisoteados y revistas eróticas gastadas del uso. El papel de las paredes también había sido arrancado como por garras furibundas de fieras. Sólo quedaba la mitad de un cartel promocional de Matías Antequera, en el que Lorencito leyó el celebrado eslogan del artista -Soy de Mágina - y otro, casi entero, aunque manchado de sangre, que anunciaba el espectáculo musical Sin bragas y a lo loco , que hizo época en el Ideal Cinema de nuestra ciudad una o dos temporadas después de la muerte de Franco, con gran escándalo de las autoridades eclesiásticas.
Hasta el linóleo del suelo había sido levantado, y una navaja tan aguda como la que hirió a Godino había destripado el sofá donde éste yacía, esparciendo alrededor del moribundo un amasijo de gomaespuma amarilla y empapada de sangre. El mendaz secretario del Hogar de Mágina en Madrid boqueaba delirante, y aunque al oír que alguien se acercaba había abierto de par en par los ojos, Lorencito no estaba seguro de que lo hubiera reconocido.
– Viva Mágina, -decía-. Viva Mágina y su Patrona. Viva la Virgen del Gavellar. Viva la quinta del sesenta y cuatro…
– Pepín, -Lorencito le levantó de la cabeza, que ya le colgaba al filo del sofá, y se la acomodó en el respaldo-. Soy yo, Quesada, el de El Sistema Métrico, el de la calle Lagarto.
Godino negaba con ademanes aterrorizados y violentos, como si sufriera una pesadilla. Sus dos manos ensangrentadas apresaron los mofletes de Lorencito. Había empezado a cantar con una voz muy ronca, interrumpida por ahogos y borbotones de babas y de sangre:
– Mágina, noble ciudad
te puedes llamar hermosa
por tu bonita estación
y tu explanada espaciosa.
– ¡El de Singladura ! -insistió Lorencito, desesperando ya de que Godino lo reconociera antes de morir-. ¡El vicesecretario de la Adoración Nocturna!
– Viva la muy noble, la muy heroica y leal ciudad de Mágina… Viva la Semana Santa… Viva Mágina católica…
– ¡Viva! -Lorencito no pudo menos que secundarlo en sus exclamaciones desmayadas, por un reflejo involuntario de patriotismo. En un rincón de la oficina había un pequeño lavabo: mojó en agua fría su pañuelo y se lo pasó a Godino por la cara, limpiándole la sangre. La boca ávida del agonizante agradeció las gotas de lo que Lorencito suele llamar, cuando le hace falta un sinónimo de agua, el preciado líquido : Godino pareció revivir, incluso recuperó la lucidez durante unos segundos.
– Quesada entrañable, -y atrajo por el cuello a Lorencito, hasta humillarle la cara sobre su pecho palpitante-. Me muero, me muero sin confesión, sin recibir los sacramentos ni la bendición de su Santidad… Confiésame tú, que seguro que puedes.
– ¡Pecador de mí! -exclamó Lorencito-. Si no vas a morirte, Pepín, si todavía has de ver muchos jueves santos.
Pepín Godino se irguió en el sofá, miró a Lorencito con pupilas de loco, soltó una carcajada demoníaca antes de desplomarse de nuevo:
– Tres jueves hay en el año
que relucen más que el sol:
Jueves Santo, Corpus Christi
y el día de la Ascensión.
– Dime quién te ha atacado, Pepín, -Lorencito lo sacudía queriendo reanimarlo, porque la mirada se le iba y entre la raya de los párpados sólo se le veía el blanco de los ojos.
– ¡No me llames Pepín! -con furia súbita Godino abrió los ojos-. Me han matado, me han engañado, pero no han conseguido que se lo diga…
– Bueno, Jota Jota, -Lorencito le habló suavemente, inclinado sobre él, sin preocuparse ya de que la ropa se le manchara de sangre: tampoco Cristo tuvo miedo de tocar al leproso-. Yo no soy quién para prometerte el perdón divino, pero al menos podrás salvar tu honra… ¿Y si voy a buscar a un sacerdote, o a un médico?
Miró el teléfono, negro y anticuado, que estaba en el suelo: habían arrancado el cable. Godino se abrazó a él tiritando, por miedo a que se fuera. La uña del meñique se le hincaba a Lorencito en el cuello.
– No les he dicho nada, -le murmuró al oído-. Acuérdate de Santo Domingo Savio… ¿A que tú eres también antiguo alumno salesiano? -Y de nuevo cantaba un himno que emocionó a Lorencito, quien efectivamente guarda un recuerdo imborrable de los padres salesianos-: ¡Antes morir mil veces que pecar…! El tío sátrapa de la Torre Picasso cree que puede conseguirlo todo y engañar a todo el mundo, pero lo que es con Jota Jota Godino ha pinchado en hueso… Bien claro se lo dije a sus matones: sin toda la guita por delante Jota Jota no suelta el consumao … Pero ya ni guita ni nada, ni sangre de San Pantaleón, y si es la llave, en el fondo del mar, como dice la copla…
– ¿Qué llave? -Lorencito no entendía nada-. ¿Qué es eso del consumao, y del sátrapa?
– Que les diera la llave, -Godino respiraba ahora con una tos seca que por momentos se parecía a la risa de un tísico-. Que les dijera dónde lo había escondido y les entregara la llave. Hasta en verso se lo dije: “Jota Jota no se derrota”. ¿No sois tan listos? Pues venga, id buscando. Que si quieres arroz, Catalina… ¿No te acuerdas, Quesada? ¿No te acuerdas de cuando el Mágina subió a Tercera Regional, grupo B? Tú lo escribiste en el periódico: las gradas se caían de aplausos…
Otra vez Pepín Godino deliraba, volvía a dar vivas languidecientes a la Virgen del Gavellar, al Mágina C.F., a la sección de la Guardia Civil que escolta cada Viernes Santo, con los fusiles invertidos, al Cristo de la Expiración, se le dilataban las aletas de la nariz como si olfateara el incienso de los pebeteros del trono. Y mientras tanto no paraba de agitar ante la cara de Lorencito el dedo meñique de su mano derecha, y de felicitarse con lúgubre alegría porque sus innominados enemigos no habían encontrado cierta llave de la que seguía sin explicar nada. En uno de aquellos sobresaltos la uña prodigiosa estuvo a punto de clavársele a Lorencito en un ojo, y fue entonces cuando éste observó que la cubría una funda de plástico…
– Te has dado cuenta, ¿verdad? -exclamó Pepín Godino-. Paisano mío tenías que ser. Quítame la funda, Quesada insigne, coge el llavín, vete mañana mismo a las Galerías Piquer y llévate a Mágina el Santo Cristo de la Greña… Pero no confíes en nadie, deposítalo tú mismo en el Salvador, y rézale por mí, que voy a condenarme…
No sin escrúpulo Lorencito desprendió del meñique de Godino la uña postiza, y extrajo de ella una llave tan pequeña que apenas podía sujetarla entre los dedos. “Último piso”, murmuraba Godino, “almacén cuatro dos uno”. Pero ya le faltaba el aire, se le estaban quedando los ojos en blanco, su cara adquiría una palidez marfileña, la hemorragia encharcaba la gomaespuma del sofá. Le pedía ansiosamente perdón a Lorencito Quesada, le decía que se salvara, que se fuera cuanto antes a Mágina, le entraba el miedo a morir solo y se aferraba a las solapas de su chaqueta, le rogaba que encendiera la luz, porque no veía nada.
– No te rindas, Pepín, que no vas a morirte, -dijo Lorencito, pero acto seguido comenzó una oración.
– Por lo que más quieras, no me llames Pepín…
Pepín Godino cayó pesadamente hacia atrás, y sus dos manos siguieron asidas como garfios a las solapas de Lorencito: había muerto en paz, con los ojos cerrados.
De pie ante él, Lorencito concluyó la oración, santiguándose varias veces. Apagó la luz, cerró con cuidado la puerta de la oficina, se alejó por el pasillo guiándose por la luz del ascensor. Al llegar a la acera la animación de la Gran Vía le pareció sacrílega, indiferente a su dolor. Abrumado, sin fuerzas, se dejó caer en un banco, junto a una mujer que hablaba sola con aspavientos de epiléptica, y se tapó la cara con las manos, apoyando los codos en las rodillas desfallecidas. Una voz familiar le hizo abrir los ojos.
– Venga conmigo, -le decía la bailaora rubia, pero no estaba seguro de que no fuera un sueño-. Está muy cansado. No puede quedarse aquí. Venga conmigo.