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Capítulo III

Preparativos de viaje

Al oír el nombre de Matías Antequera don Sebastián Guadalimar apretó los dientes y movió con gravedad la cabeza, con un ademán parecido al del médico que confirma en silencio un diagnóstico terrible. Pero Lorencito Quesada, a pesar de la evidencia acusadora del peluquín y de las crudas palabras del magnate consorte, se negaba a creerlo. ¿Matías Antequera un profanador y un ladrón? ¿Matías Antequera, que ha paseado el nombre de nuestra ciudad, y el de España, por los mejores escenarios del mundo, incluidos los de Rusia, el Japón y las naciones hermanas de América? Desde su revelación en el programa televisivo Nuestros Valore s Matías Antequera ha aparecido repetidas veces en la pequeña pantalla, y no hay bar de carretera en el que no se exhiban en lugar preferente sus cintas magnetofónicas. Él, Lorencito, se precia de conocerlo bien, lo mismo a nivel artístico que en su faceta humana, y como suele decir, habría puesto toda la garra en el asador para declarar su inocencia. No hará ni un año, cuando Matías Antequera regresó de una gira triunfal por Guatemala, Lorencito Quesada, que realizaba entonces en radio Mágica labores de locutor (él, partidario siempre de las más modernas terminologías, dice explíquer ) lo interviuvó en exclusiva y en rabioso directo durante más de una hora, y para toda la comarca, y en el curso de aquella conversación memorable tuvo ocasión de comprobar la hombría de bien de nuestro cantante, la llaneza de su carácter; no alterado por la fama, el amor a nuestra tierra, a nuestra Semana Santa y singularmente a la cofradía que preside, la de la Virgen de los Siete Dolores, cuyo trono ha restaurado a su costa, y en cuya procesión participa encapuchado y descalzo cada Viernes Santo con una devoción ejemplar. Ya se sabe que entre la procesión del Santo Cristo de la Greña y la de los Siete Dolores viene existiendo secularmente un cierto pique, como se dice en el mundillo cofradiero, ¿pero sería eso motivo para que el autor de los inmortales pasodobles Soy de Mágina y Carnicerito torero se arriesgase no ya a la vergüenza y a la cárcel, sino también a la condenación eterna?

– A las pruebas me remito, -dijo lúgubremente don Sebastián Guadalimar, esgrimiendo como un despojo el cardado peluquín de Matías Antequera, que al rozar de nuevo la nariz de Lorencito Quesada dejó en ella un aroma picante de alcanfor y colonia de nardos-. También a mí me pareció increíble cuando llegué a la conclusión de que ese hombre es el culpable.

Como para confirmar la rotundidad de sus palabras los focos que iluminaban la capilla se apagaron, y en el reloj de la torre del Salvador sonaron las campanadas de la medianoche. En menos de una hora, pensó luego Lorencito, no sólo se había derrumbado su confianza en la naturaleza humana, sino que además había descubierto que la melena de Matías Antequera era falsa, tan falsa como su nom de guerre , subrayó con desprecio don Sebastián Guadalimar, pues en realidad se llamaba Matías Morales Taravilla, y no actuaba en los mejores teatros de Madrid, por cierto, sino en tablaos de muy dudosa calaña, donde no era infrecuente el bochornoso espectáculo de los pervertidos taconeando con bata de cola, y donde los peores calaveras de la capital se entregaban sin freno a los excesos de la bebida y a las desviaciones de la lujuria…

– Sígame, por favor, -dijo el prócer, limpiándose las comisuras de la boca con la punta de un pañuelo bordado, y volvió a tomar del brazo a Lorencito para guiarlo hacia la sacristía. La piel de sus manos era tan suave y casi tan fría como la seda del batín: cuando llegaron a la luz y don Sebastián lo soltó Lorencito Quesada tuvo una franca sensación de alivio. Le pareció muy raro no haberse extrañado hasta ese momento de que don Sebastián anduviera por la iglesia en zapatillas y batín. Quería preguntarle por qué lo había llamado precisamente a él, tenía arranques de lealtad hacia Matías Antequera e imaginaba frases tan elaboradas como las del conde consorte para defenderlo, pero no se atrevía. Don Sebastián abrió un bargueño con una llave diminuta y dorada y Lorencito pensó absurdamente que se disponía a celebrar misa: algo en sus modales recordaba que en su juventud se había doctorado en Teología por la Universidad de Tubinga. Sacó una botella de cristal tallado y una copa de plata no mucho mayor que un dedal y se sirvió un whisky, paladeándolo con tal delectación que la punta rosada de su lengua alcanzó a rozarle los pelos del bigote.

Sin duda por culpa de sus preocupaciones, al prócer se le olvidó invitar a beber a Lorencito, privándolo así de la ocasión de manifestar su templanza con una virtuosa negativa. Se sirvió un poco más de licor, guardó la copa y la botella en el bargueño, tan ceremoniosamente como si cerrara un sagrario, y se volvió hacia él frotándose las puntas de los dedos, con los ojos y los labios brillantes. Comenzó a hablar con la cabeza ligeramente levantada, modulando la voz al mismo tiempo que movía sus pálidas manos. En el dedo índice de la mano derecha llevaba un anillo ovalado con el escudo de los De la Cueva.

– Amigo mío, alguien tiene que ayudarme a recuperar nuestra imagen, y ese alguien no puede ser más que usted. Usted conoce al dedillo todos los secretos de nuestra ciudad y de nuestra Semana Santa. Usted goza de la confianza de ese hombre y puede aproximarse a él de un modo que a mí me está vedado por mi posición social y por la evidente inquina que me profesa. Hable con él. Convénzalo, amenácelo, dígale que está desenmascarado, pero que todavía no ha perdido la ocasión de remediar su delito sin que se levante un escándalo. Faltan dieciocho días para el Domingo de Ramos. Piense, mi joven amigo, en la responsabilidad que caerá sobre nuestros hombros si por primera vez en cuatro siglos y medio (descontando los años luctuosos del dominio rojo) el Santo Cristo de la Greña no acude a su cita con los fieles de Mágina. Calculo que en la sucia mente de ese hombre se estará tramando la posibilidad de un chantage .

– Pero dónde quiere usted que lo busque, pobre de mí -a Lorencito Quesada le temblaba la voz-. Si yo no sé dónde está Matías Antequera, si no lo he visto desde el año pasado…

Con un gesto terminante don Sebastián Guadalimar le tendió un sobre lacrado que extrajo del bolsillo interior de su batín. Era un sobre grande, como de papel de barba, con las armas condales impresas en relieve.

– Me he informado, por supuesto. En el interior de ese sobre, que le ruego no abra hasta que no haya emprendido el viaje…

– ¿Qué viaje? -preguntó Lorencito, pero don Sebastián Guadalimar no pareció escucharlo-

– … encontrará el dinero, los billetes de tren y las instrucciones pertinentes. Le adelanto que ese al que usted llama Matías Antequera actúa todas las noches en una especie de Café-concert en Madrid sito en la calle de Yeseros, no lejos de la basílica de San Francisco el Grande, en la que, como usted sabe, mi mujer celebró sus primeras nupcias con mi llorado predecesor en el título. El nombre del local lo dice todo, me temo: Corral de la Fandanga. He unido a la documentación un folleto con las señas exactas y un plano de la zona, que usted, desde luego, no necesitará, dado su conocimiento proverbial de Madrid.

– Pero, don Sebastián, -Lorencito vislumbró, en su tribulación, un rayo de esperanza-, si Matías Antequera actúa todas las noches en ese local, ¿cómo pudo robar anoche la imagen?

– Llamé esta mañana, con la repugnancia que usted puede suponer, a ese Corral de la Fandanga, -en los finos labios de don Sebastián Guadalimar se esbozó una sonrisa de triunfo-. Un audaz coup de tèlèphone . Casualmente, Matías Antequera no cantó anoche. Inflamación de la garganta…

– Tendrá que buscarse a otro, don Sebastián, -ahora a Lorencito Quesada también le temblaba el labio superior y, como él mismo escribiría más tarde, gotas de sudor le perlaban la frente-. Cómo voy a irme yo a Madrid, si tengo que trabajar en El Sistema Métrico, y mi madre no está para que la deje sola.

– No problem -don Sebastián se maneja fluidamente en varios idiomas-. Como usted sabe, el patrimonio de esta casa incluye un paquete de acciones de Sistema Métrico, donde, dicho sea de paso, su laboriosidad de usted aún no ha recibido la recompensa que merece… Bastará una pequeña feuille de mi puño y letra para justificar su ausencia.

– ¿Y cómo le explico yo mañana a mi madre que me voy de viaje, si cuando tengo Adoración Nocturna no pega ojo hasta que vuelvo a casa?

– Mañana no, amigo mío, -don Sebastián le puso las dos manos en los hombros-. No tenemos tiempo que perder. Piense que no soy yo quien se lo pide, sino la ciudad que le vio nacer. Usted sale para Madrid esta misma noche, en el expreso de Algeciras.

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