En la Torre Picasso
El coche negro subía como una exhalación por el Paseo de la Castellana. En el asiento posterior, entre dos de aquellos hombres como armarios cuyos pétreos volúmenes lo mantenían encajonado y preso, Lorencito Quesada miraba desplegarse a toda velocidad las arboledas, los pasos elevados y los rascacielos de cristal de la imponente avenida, más larga y dilatada aún porque en la mañana del domingo estaba casi limpia de tráfico. No lo habían atado, pero iba tan sujeto como si lo oprimieran dos bloques de granito, y la única parte de su cuerpo que disponía de un poco de movilidad era el cuello: al volverlo veía el otro coche, también negro y como acorazado, marca Volvo, en el que viajaban Olga y dos guardaespaldas. Distinguía de lejos su melena rubia y se mordía los labios con amargura y rencor, reservando para sí mismo las peores injurias, y considerando que cualquier desgracia que en adelante le ocurriera la tenía bien merecida, por tonto, por incauto, por lascivo, por tropezar dos veces en la misma piedra, como dice la canción de Julio Iglesias: y venía a pelo la comparación, diría luego, porque se había quedado de una piedra cuando Olga, como un Iscariote femenino, lo entregó a aquellos cinco guardaespaldas graníticos, tan poco humanos que ni hablaban ni parecían respirar ni mirar tras sus gafas de sol.
El coche giró a la altura de un vasto edificio horizontal: Estadio Santiago Bernabeu , tuvo tiempo de leer Lorencito. Bajó unos minutos en dirección contraria y se detuvo: los guardaespaldas lo empujaron sin miramientos, con secos gruñidos de antropoides. Al salir a la acera hincharon los pechos como si estuvieran a punto de golpeárselos rítmicamente con los puños, mostrando las encías. El otro coche frenó tras ellos unos segundos después. Lorencito volvió la cabeza para no mirar la sonrisa que le dedicaba Olga. Le dio vértigo mirar hacia arriba: los rascacielos, en esa parte de Madrid, eran mucho más altos que en la Gran Vía o en la plaza España. Había salido el sol y sus fachadas brillaban como acantilados de cristal. ¡Y en Mágina la gente admira embobada el edificio La Chopera, porque tiene diez pisos!
Lorencito caminaba impelido por los empujones de los guardaespaldas. Lo hicieron atravesar pasajes subterráneos, corredores de paredes de vidrio, siniestros túneles vacíos en los que se multiplicaba la resonancia de los pasos. Madrid parecía ahora una ciudad del futuro abandonada tras la explosión de una de esas bombas nucleares de las que dicen que sólo matan a la gente y dejan intactos los edificios. Salieron a una explanada tan desierta y tan amplia como una rampa de lanzamiento de cohetes. Solo se oían las pisadas numerosas del grupo en el que Lorencito era arrastrado: no había nadie más, ni en plazas de granito y cemento, ni en ninguna de las miles de ventanas iguales que se levantaban hacia el cielo. Abajo, en la explanada, al final de la escalinata por la que ahora descendían, estaba la puerta en forma de arco de un rascacielos tan blanco como una nave espacial, el más alto de todos, con anchas estrías como de columna sobrehumana, cúbito, más inabarcable para la mirada a medida que iban acercándose a él.
Lorencito se acordó de algo que había dicho Pepín Godino en sus delirios agónicos: aquella debía de ser la Torre Picasso. Las puertas, tan grandes como las de una catedral, eran de vidrio, y se abrieron automáticamente. En el vestíbulo, todo de mármoles blancos, había guardias de uniforme. También el ascensor estaba forrado de mármol. Lorencito se obstinaba sin demasiado éxito en que los ojos claros y afables de Olga no se encontraran con los suyos. Cuando el ascensor se puso en marcha tuvo la sensación angustiosa de que el estómago se le saldría por la boca: ¡en décimas de segundos el indicador electrónico señalaba el piso cuarenta!
Salieron a un pasillo donde el suelo y las paredes también eran de mármol: todas las puertas se abrían silenciosamente delante de ellos. Mármol, acero, aluminio, cristal: era como si todos los demás materiales hubiesen desaparecido del mundo. Cruzaron oficinas con paneles blancos y mesas blancas sobre las que parpadeaban pantallas de ordenadores. Pilotos rojos y verdes se encendían a medida que las puertas de cristal iban abriéndose y cuando se cerraban tras ellos con un roce sedoso. Artefactos vagamente parecidos a máquinas de escribir imprimían columnas de números en hojas interminables de papel sin que los manejara nadie. Lorencito fue empujado hacia el interior de una habitación donde una gran pantalla de vídeo iluminaba la oscuridad. Una mano tibia buscó la suya: era la de Olga. Los habían dejado solos. Lorencito la rechazó. En la pantalla se veía en primer plano una cara enorme, una mano aún más grande que intentaba cubrirla: era él mismo, Lorencito, que abría la boca y negaba en silencio. Era la película que le había tomado el falso turista japonés junto al Corral de la Fandanga.
La pantalla se apagó: la luz del sol fluía a rayas por una persiana que se estaba levantando automáticamente. El zumbido del motor se detuvo: la claridad aún era escasa, pero Lorencito pudo ver que la habitación era muy grande, que la pantalla estaba en el centro y que junto a ella había un hombre sentado en un sillón giratorio. Una línea de sol le iluminaba el pelo blanco y brillaba en los cristales de sus gafas. Tenía las piernas cruzadas, zapatos negros, calcetines altos: esa clase de calcetines que nunca muestran la pantorrilla por mucho que se alce el pantalón, y cuyo secreto, ha pensado siempre Lorencito, pertenece en exclusiva a los ricos. Ahora supo dónde había visto esa cara antes de cruzarse con ella en la basílica de Jesús de Medinaceli: en los noticiarios de la televisión, en las primeras páginas de los diarios financieros, en las páginas satinadas de las revistas del corazón, donde se publican continuos reportajes en color sobre su yate de veinte metros de eslora, sobre su palacete recién construido en una exclusiva urbanización de Puerta de Hierro, sobre la polémica anulación de su primer matrimonio por el tribunal de la Rota y las consiguientes nupcias con una de las modelos más cotizadas de la alta costura, una despampanante pelirroja treinta años más joven que él… ¿Hará falta estampar aquí su nombre, cuando sólo sus iniciales, JD, por las que suele aludírsele en los mentideros de la prensa, ya se han vuelto legendarias, tan universalmente conocidas como las de los automóviles Seat , como AMDG de la Compañía de Jesús, y sin duda mucho más influyentes, no sólo en el mundo de las altas finanzas, sino en el de la política, el coleccionismo de arte, el patrocinio deportivo, los medios de comunicación?
– Ya iba siendo hora de que usted y yo nos encontráramos despacio, -dijo JD, con una voz extraordinariamente suave, con las dos manos juntas y las yemas de los dedos sobre la barbilla. Hablaba con frases muy cortas, y al final de cada una guardaba un reflexivo silencio-. En la intimidad, sin prisas. En las distancias cortas se conoce a los hombres. Al menos a los hombres como usted. Singulares. Decididos. Sabiendo lo que quieren. Y cómo conseguirlo. Admítame un elogio: no hay muchos. No somos muchos. Nos reconocemos en seguida. Pero los demás no nos conocen. Nos juzgan: equivocadamente. A usted, discúlpeme, lo conceptuaban de idiota. Fácil de engañar. De eliminar. “Se le tira por el Viaducto y santas pascuas”. Decía ese cretino. Dios lo tenga a él en su Gloria. Incompetentes: problemas de encargar trabajos delicados a terceros. Como las contratas y las subcontratas. Nos entendemos. A que sí. Segunda fase: Nikimura. Antiguo operador de vídeo. El Killer de más reputación en todo el Sudeste asiático. Supernumerario en la Yakuza de Tokio. Desarmado, usted lo elimina. Limpiamente, sin ruido, sin huellas. Más difícil todavía: se desamordaza, como Houdini, salta en marcha de una furgoneta en la M-40. Contratiempos: a su paisano le pica la codicia. Eliminación, no con la misma profesionalidad que usted emplea, pero bueno. El peligro sigue siendo usted: dispuesto a todo y libre por Madrid, atando cabos. La fuerza bruta, las armas, ¿qué valen sin la inteligencia? Última, casi desesperado recurso: cherchez la femme , como diría un amigo común. Amablemente, Olga coopera. Incluso los hombres como nosotros tienen un talón de Aquiles. Veo cómo ella le mira: también ahí hizo usted un trabajo perfecto. En estos tiempos, ellas añoran a un hombre verdadero. No los encuentran en las nuevas generaciones. Silencio: no quiera hablar todavía. Faltan detalles, flecos. Punto uno: la santa imagen, que usted me entregará, dado que financié la operación y soy su legítimo dueño. Punto dos: trabajará para mí. Me han contado que se hace pasar por periodista. Tapadera perfecta. Lo quiero desde ya en mi equipo de adquisiciones. Nada de contratas, nunca más. Su primera misión, en el extranjero: la sangre de San Gennaro. A los otros les parecía imposible: para usted nada lo es. Y una idea que me da vueltas: ¿se acuerda de los quince centímetros de colon que le extirparon hace poco a Su Santidad el Papa? Se rumorea que ya andan en el mercado negro, y que obran prodigios. Pero antes de que me responda quiero que vea algo…
JD oprimió un mando a distancia: la persiana, que ocupaba toda una pared, siguió levantándose, y el sol iluminó poco a poco la habitación entera, al tiempo que en los altavoces del hilo musical sonaba muy bajo el Adeste fideles. Lorencito no daba crédito a sus ojos: la otra mitad de la habitación no era o no parecía un despacho, sino la capilla más rica, la más abarrotada de imágenes de santos, crucifijos y relicarios que él había visto nunca. JD, orgulloso de su golpe de efecto, miraba con satisfacción a Lorencito y a Olga, los animaba a aproximarse. Eligió un relicario labrado en plata y lo sostuvo reverencialmente ante ellos con las dos manos, diciéndoles:
– ¿No se habían preguntando alguna vez dónde fue a parar el brazo incorrupto de Santa Teresa después de la muerte del Caudillo?