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Capítulo XVI

Un hallazgo crucial

Justo enfrente de Jesús de Medinaceli había una tienda pequeña, pero muy bien surtida, de artículos religiosos, y en ella pidió razón Lorencito Quesada de El Universo de los Hábitos. Tan mala cara debieron de verle que nada más entrar un provecto mancebo de guardapolvo gris le dio un duro de limosna, y a continuación un guarda jurado, -parece que Madrid está lleno de ellos, dice Lorencito, y que son todavía más idénticos entre sí que los turistas y los sicarios orientales-, lo echó a empujones del establecimiento, notificándole de paso que si volvía a entrar le saltaría los dientes, y que las tiendas de hábitos, lo mismo en género que en confección, suelen estar en la calle de Postas.

Los mendigos de la puerta de la basílica andaban ahora tan ocupados por la creciente afluencia de fieles, pregonando desgracias, jaculatorias y peticiones de caridad, que ni siquiera repararon en él. No obstante, se alejó lo más rápido que pudo y con la cara vuelta hacia la pared, por si las moscas. En el cristal de un escaparate se vio tan desmejorado, en un estado tan lamentable de higiene y presentación, que apenas pudo reconocerse. ¡Él, que se caracterizó siempre entre los empleados de El Sistema Métrico, incluso los de categorías superiores, por su extrema, su casi legendaria pulcritud! Se imponía, si no una ducha y una muda de ropa, ya que aún recelaba de volver a la pensión, sí al menos un afeitado y una revisión general de su indumentaria.

En una barbería gratamente anticuada y económica, en cuya fachada un letrero de azulejos anunciaba la novedad del masaje eléctrico, le dejaron las mejillas tan suaves y frescas como la piel de un niño y lograron devolverle a su tupé la ondulación adecuada, que muy pocos peluqueros de hoy en día consiguen. En los lavabos de una céntrica cafetería, dotados admirablemente de jabón Palmolive, toallas de papel y secador automático, se lavó a conciencia la cara y las manos, se enjuagó la boca con un pequeño frasco de Oraldine que por precaución lleva siempre consigo y corrigió lo mejor que pudo el desorden de su ropa. Reanimado, porque la limpieza personal lo vivifica, se concedió un opíparo desayuno a base de leche con Cola-Cao (él lo prefiere al café, que le daña los nervios) y de esos sustanciosos churros a los que en Madrid llaman porras, juzgándolos no inferiores a los que daban hace años en el tristemente desaparecido café Royal de Mágina.

Preguntando, suele decir él, se llega a Roma. En la cafetería, que estaba en la bella plaza de Santa Ana, a un costado del Teatro Español, le explicaron que la calle Postas no quedaba lejos, de modo que decidió ir andando, en parte por ahorrarse el importe de un taxi, y también por aclarar sus ideas durante la caminata. Era una mañana fresca, de una luz rubia y húmeda con tornasoles azulados, una mañana tranquila y solitaria de sábado, y Lorencito no tardó mucho en encontrarse en la plaza Mayor, que viene a ser, según cuenta, el corazón del viejo Madrid. Lo admiró su amplitud y la regularidad al mismo tiempo majestuosa y castiza de sus edificios y soportales, y al compararla mentalmente con nuestra plaza del General Orduña, o de Andalucía, esta última (a despecho de su acendrado patriotismo local, del que hay constancia fidedigna en casi treinta años de artículos para Singladura ) le pareció pequeña y algo mezquina, una plaza de pueblo. Constató, sin embargo, con mirada de experto, que los establecimientos comerciales de Madrid, al menos los de aquella zona, eran mucho más rancios que los de Mágina, lo cual no dejó de sorprenderlo, devolviéndole una parte de su maltrecho orgullo: ¡tiendas con mostradores de madera y columnas de hierro, escaparates con postigos de cuarterones, letreros no de neón, como los de El Sistema Métrico, sino pintados sobre el cristal con caligrafía decimonónica, maniquíes de hace cuarenta años, rústicos comercios de boinas, de alpargatas, de efectos militares, incluso cordelerías lóbregas! Mágina, pensó, será una ciudad provinciana, de acuerdo, pero su comercio es más moderno y dinámico que el de Madrid, no en vano se ha convertido en los últimos años en la capital económica de la comarca, incluso de toda la provincia… El cartel de una anacrónica sombrerería llamada Casa Yustas lo indignó: “Exportación de gorras a provincias” . ¿Se imaginaba esta gente que en los pueblos aún llevamos boinas caladas hasta las cejas, que andamos en burro y nos alimentamos de ajos y torreznos?

Pero ya estaba en la calle de Postas, que partía de uno de los arcos de la plaza Mayor. En la acera de la izquierda, a continuación de una tienda de lanas, vio, no sin estremecerse, los escaparates de El Universo de los Hábitos, casi tan amplios como los de El Sistema Métrico. Sin duda se trataba de un comercio importante, de un verdadero emporio en el ramo de la sastrería eclesiástica y los objetos de liturgia y de culto, que surtía por igual las demandas más tradicionales y las más recientes tendencias en la imaginería, el vestuario y la decoración religiosa. Había un maniquí de cuerpo entero con hábito de dominico y otro vestido audazmente de clergyman . Se superponían cortes de tela para las túnicas de innumerables cofradías, cada uno con una primorosa etiqueta escrita a mano, y en las vitrinas de cristal se mostraban objetos de culto de los más diversos y variopintos estilos, desde copones y sagrarios ricamente labrados a báculos de forma aerodinámica y crucifijos fluorescentes. En cuanto a las imágenes, Lorencito no había visto semejante abundancia y variedad de artículos ni en los departamentos mejor abastecidos de los almacenes Simago, que tuvo ocasión de visitar una vez en la capital de nuestra provincia. Cristos y Vírgenes de todas las formas y tamaños, Niños Jesús de todas las razas, apropiados para la introducción del culto en los países más remotos, santos que gozan actualmente de popularidad, como San Pancracio, Santa Gema y Santa Rita, y otros de veneración minoritaria o que casi ya no se encuentran en las iglesias ni en las hornacinas de las casas particulares, como Santa Clara, protectora de la televisión, San Francisco de Sales, de quien Lorencito es muy devoto por ser patrono de los periodistas católicos, Santa María Magdalena, abogada de las mujeres perdidas, San Doroteo de Capadocia, cuya oración alivia el dolor de hemorroides con una eficacia superior a la de los más avanzados analgésicos…

“Pero pasemos a la acción”, se dijo Lorencito, para darse ánimos, porque no las tenía todas consigo. ¿Qué nuevos sobresaltos lo aguardaban tras el umbral de El Universo de los Hábitos? En el interior se oía una suave melodía de corte moderno: voces juveniles cantaban la nueva letra del Padrenuestro con la música de Los sonidos del silencio , detalle que a Lorencito le agradó. En ese momento un empleado le mostraba a una mujer con aire inequívoco de monja el funcionamiento de una maqueta luminosa de la basílica de Compostela: se oprimía un botón, brillaban luces intermitentes, sonaba una música de órgano, se abrían las puertas y aparecía en ellas la imagen del Apóstol. En un rapto de audacia, aprovechando que ni el empleado ni la monja habían reparado en su presencia, Lorencito se deslizó en dirección a la trastienda, entre anaqueles atestados de racimos de rosarios y figuras de santos. Un sexto sentido, quizá su olfato periodístico, contó después, le decía algo .

Una cortina daba paso a un caótico almacén muy poco iluminado. Tras una puerta entornada una voz hablaba por teléfono en tono iracundo. “Lo tenemos, vaya que si lo tenemos”, decía la voz, “pero sin la guita por delante no hay entrega inmediata del consumao …” La voz se detuvo, luego sonó un puñetazo sobre una mesa y una interjección nada propia de un establecimiento religioso: “…Y lo de San Pantaleón que ni lo piense. O se dobla la tarifa o no hay trato. A ver si se figura que las medidas de seguridad son como las de una iglesia de pueblo…”

Lorencito no pudo seguir escuchando: en alguna parte, muy cerca, gimieron los goznes de una puerta, y unos pasos empezaban a aproximarse a él. Distinguió dos voces que hablaban con acento andaluz. Quiso huir hacia la salida, pero alguien descorrió en ese mismo instante la cortina que daba a la tienda, y Lorencito, sintiéndose atrapado, se ocultó tras una hilera de sotanas y vestiduras litúrgicas. Contenía la respiración y sudaba de miedo entre los espesos paños sacerdotales, que eran, por cierto, de una excelente calidad.

Pero las voces ya se alejaban, y alguien había apagado la luz del almacén. Abandonó a tientas su refugio, previendo con terror que se iba a quedar encerrado en la tienda todo el fin de semana. Tropezó con algo, cayó al suelo, palpó un aro metálico que parecía una argolla. Tiró de ella, levantando una pesada trampilla, reconoció a tientas unos peldaños metálicos. Providencialmente, llevaba una caja de fósforos, propaganda gratuita de la cafetería donde tomó el desayuno: encendió uno y alumbrándose con él bajó la escalera. Cuando el segundo fósforo ya le quemaba los dedos vio que había llegado a un sótano con el aire enrarecido y húmedo y el techo muy bajo. A la luz del tercero descubrió con un calambrazo de pavor que no estaba solo: erguido frente a él un hombre de pelo largo y túnica penitencial lo miraba, con los brazos inmóviles en una extraña postura. Pero no era un hombre vivo: era la imagen del Santo Cristo de la Greña.

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