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Capítulo Primero

Una cita enigmática

Daban las once de la noche en el reloj de la plaza del General Orduña, ahora de Andalucía, cuando Lorencito Quesada, corresponsal en nuestra ciudad de Singladura , el diario de la provincia, se detuvo ante la puerta de la sacristía del Salvador, en un callejón a espaldas de la plaza Vázquez de Molina, sin atreverse a golpear el llamador, aunque había luz dentro y sabía que lo estaban esperando. Tenía la sospecha de encontrarse en el umbral de una inminente gloria periodística, que hasta entonces, desde hacía no recordaba cuántos años, se le había negado tozudamente, y no por culpa suya, ni por falta de vocación ni de méritos, sino por el maleficio de esas mezquindades que son el pan de cada día en las provincias más incultas.

Comprobó que llevaba consigo su diminuto cassette Sanyo, en el bolsillo superior de su cazadora de ante, junto a la libreta de las interviews y el bolígrafo Bic, de capuchón metálico, que alguna vez serán reliquias legendarias de la pequeña historia de nuestro periodismo local. Dieron las once en la torre del Salvador y él aún no se había movido: lo perdía la falta de empuje, de esa audacia que ha sido siempre patrimonio de los grandes reporters internacionales. El viento frío de la noche de marzo traía desde lejos los redobles de tambores de las bandas que ensayaban para la Semana Santa. Casi temblando, empujó la puerta. Un hombre alto, de cabello ondulado y gris y breve barba blanca, vestido con un batín de seda, le dijo buenas noches separando apenas los labios.

Dos horas antes, ese hombre, don Sebastián Guadalimar, lo había llamado por teléfono a su casa. Para quien no conozca nuestra ciudad, el hecho en sí carecía de importancia. Para Lorencito Quesada, para cualquiera de nosotros, una llamada telefónica de don Sebastián Guadalimar, conde consorte de la Cueva, casado con la última descendiente directa de aquel don Francisco de los Cobos que fue secretario del emperador Carlos V, constituiría un honor tan improbable que habría en él algo de prodigio, o de equivocación. Porque don Sebastián no es sólo (o eso dicen) multimillonario, y aristócrata, y compañero de cacerías del monarca reinante, así como de diversos magnates de la política y de las finanzas: también preside, por privilegio consuetudinario, la cofradía más antigua de nuestra Semana Santa, la del Santo Cristo de la Greña, cuyas trompetas y tambores conmueven desde hace cuatro siglos las madrugadas de los jueves de Pasión, cuando con la primera luz del día el trono procesional aparece majestuosamente junto a la fachada renacentista de la iglesia del Salvador, que fue fundada por don Francisco de los Cobos y aún pertenece a su familia.

Cuando sonó el teléfono en el comedor de su casa, Lorencito Quesada se reponía de una agotadora jornada de trabajo en los almacenes El Sistema Métrico con un huevo pasado por agua y una copa de quina San Clemente, bebida ésta que por sus cualidades nutritivas ha gozado siempre de su preferencia. Su madre, prácticamente sorda, no había dejado de mirar el drama venezolano o boliviano de la televisión, y Lorencito, que ya se había puesto las zapatillas de paño y empezaba a notar en los pies el calor del brasero, tuvo que levantarse para contestar la llamada.

– ¿Don Lorenzo Quesada, por favor?

– Al aparato, -dijo Lorencito, tragando con dificultad un suculento bocado de huevo y miga de pan empapado en vino dulce: le gustó que lo trataran de don, y que eludieran el enojoso diminutivo que aún sigue padeciendo a pesar de sus años.

– Le habla don Sebastián Guadalimar, -al oír ese nombre a Lorencito Quesada se le atragantó lo que él llama con propiedad el bolo alimenticio. Llevaba años queriendo entrevistar para Singladura al respetado prócer, sin lograrlo nunca: ahora, inopinadamente, el prócer lo llamaba por teléfono, a su misma casa, como se llama a un amigo, sin reparar en lo tardío de la hora, ni tampoco en las abismales diferencias de posición social. Quiso balbucear un cumplido, y la densa mezcla de huevo, pan y vino quinado se lo impidió. En cualquier caso, no hubiera tenido tiempo de decir nada: la voz untuosa, aunque autoritaria, de don Sebastián Guadalimar pronunció unas palabras que contenían una orden inapelable y luego la comunicación se interrumpió. No era un hombre, contaría luego Lorencito, acostumbrado a que no se le obedeciera, o a que se discutieran sus palabras. Le dijo: “Venga a verme a las once a la sacristía de nuestra capilla”, y en seguida colgó. También había dicho algo sobre la discreción absoluta que esperaba de él.

Ya no pudo cenar. Ni siquiera terminó su copa de quina San Clemente ni los residuos del huevo pasado por agua, que habitualmente buscaba hasta el fondo del vaso con la ayuda de una cucharilla en la que estaban inscritas sus iniciales. El dolor de los pies, la expectativa de una cena suculenta, la somnolencia dulce, la fatiga de haber pasado tantas horas en pie detrás de un mostrador midiendo varas de tejido y frotándose las manos mientras una mujer gorda e indecisa dudaba si comprar o no el género, habían desaparecido como por arte de magia , pensó después que escribiría cuando se decidiera a contarlo todo. Por fortuna, su madre, adormilada o absorta en la telenovela, no le preguntó quién había llamado, y él estaba tan excitado que ni reparó en la necesidad de inventar un pretexto para salir tan tarde a la calle. Se encerró en su dormitorio, aturdido, nervioso, preguntándose ansiosamente cuál sería el motivo de la llamada, imaginando que don Sebastián iba a acceder por fin a concederle una entrevista, o que lo invitaría a formar parte de algunas de las múltiples iniciativas culturales dirigidas por él, la revista Sentir cofradiero , por ejemplo, o incluso el jurado de autoridades y notables que cada año, por Semana Santa, otorga el premio a la mejor procesión…

A las diez menos cuarto ya estaba tan pertrechado como un explorador, como un reportero a punto de emprender viaje hacia un conflicto bélico: descartó el abrigo oscuro en beneficio de la cazadora de ante, por parecerle que esta prenda se correspondía más con el dinamismo periodístico, no se atrevió a ponerse una audaz corbata de cuero que su madre reprobaba, comprobó que el Sanyo tenía pilas nuevas y que se encendía el pilotito rojo de la grabación, dijo “probando, sí, probando” y rebobinó la cinta para asegurarse de que la voz de don Sebastián quedaría registrada, notando de paso que la suya tenía peligrosos agudos, por culpa de los nervios, guardó el bloc y el bolígrafo en uno de los dos bolsillos superiores y luego, cuando se disponía a salir (había resuelto decirle a su madre que se ausentaba para una convivencia de la Adoración Nocturna), se palpó todos los bolsillos y descubrió con horror que ya olvidaba el cassette sobre la mesa de noche, y que además era inútil que se atosigara con la urgencia, porque aún no habían dado las diez y le faltaba una hora de duración intolerable para acudir a aquella cita que él ya había calificado de enigmática, imaginando de antemano el modo en que la contaría en un reportaje a doble página de Singladura o quién sabe si en unas Memorias que sólo en su vejez se decidiría a escribir y en las que revelaría algunos de los secretos más antiguos y mejor guardados de la ciudad.

Pero ahora se encontraba delante de don Sebastián Guadalimar y no se atrevía a hablarle por miedo a que le temblara la voz. La sacristía, esa joya de nuestra arquitectura del Renacimiento, permanecía en penumbra, alumbrada tan sólo no por los candelabros que habría preferido Lorencito, de cara a la ambientación de su reportaje futuro, sino por un flexo situado sobre el aparador de las vestiduras litúrgicas. Don Sebastián Guadalimar estaba muy pálido, con sus ojos de águila enrojecidos en los lagrimales, sin aquel pañuelo de seda natural que llevaba siempre al cuello: Lorencito advirtió, además, que entre los olores eclesiásticos propios del lugar flotaba como un residuo de aliento alcohólico. Pensó: “Este hombre es víctima de circunstancias dolorosas, y recurre a mí en petición de ayuda”. Por una vez, la realidad pareció obedecer a sus imaginaciones.

– Querido amigo, -dijo don Sebastián-, me he permitido abusar de usted porque no creo que haya en la ciudad nadie más que pueda ayudarme.

A Lorencito Quesada lo embargó la emoción: ya no le importaba la ansiada entrevista, y ni siquiera la gloria periodística o la consideración social, sino las tribulaciones de aquel hombre noble y magnánimo que recurría a él en su desesperación.

– Pídame lo que quiera, don Sebastián, que si está en mi mano yo sabré ayudarle, en la medida de mis pobres fuerzas, con mi modesta pluma…

Don Sebastián, con los ojos brillantes, se acercó a él en la penumbra y le apretó ferozmente el brazo con sus dedos de garra.

– Nos han robado, amigo mío, -dijo, con la voz sorda y rota, como de no haber dormido en muchas noches-. Nos han robado la imagen del Santo Cristo de la Greña.

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