Emboscada en El Rastro
Seguido a corta distancia por el coche donde iban los hombres de los sonotones y los bigotes negros el taxi bajó raudamente por el Paseo de Recoletos, pasó en ámbar los semáforos de la explanada de Atocha, donde brillaban al sol como palacios orientales las cúpulas de cobre de la antigua estación, giró hacia las despejadas rondas de Valencia y Toledo y se detuvo por fin, con gran estrépito de frenos y levantando una polvareda, en el costado de una plaza que parecía ocupada por un campamento de tiendas beduinas o zíngaras. Después de golpearse la frente, como de costumbre, contra la mampara de plástico blindado, Lorencito le pagó rápidamente al taxista, un joven de cabeza rapada que mascaba chicle con la boca abierta y conducía como si manejara el volante no de un coche, sino de un videojuego, y sin detenerse a recoger el cambio, que era cuantioso, bajó del taxi y procuró perderse entre la pintoresca multitud de buhoneros y mirones que inundaba las calles adyacentes a la Ribera de Curtidores, arteria principal del populoso Rastro de Madrid, que tiene principio en la castiza plazuela de Cascorro y desciende con anchuras y turbiones de gran río tropical hasta su desembocadura en la Ronda de Toledo, arrastrando en sus rápidos todas las variedades posibles de artículos, compraventas y trueques, como una inundación que se lo llevara todo por delante, lo más opulento y lo más ínfimo, los aparadores de caoba, las bibliotecas ingentes, las grandiosas lámparas de araña y los retratos al óleo de las familias tronadas, los uniformes militares, las condecoraciones heroicas, los nobles aperos de labranza de los cortijos saqueados o subastados, los trajes de comunión de niños que murieron tísicos a principios de siglo, las planchas de hierro que usaron en su juventud nuestras madres, sus recordatorios de boda, los sillones de mimbre y metal pintado de blanco que había antes en las barberías, las brochas, incluso las hojas de afeitar herrumbrosas, las primeras maquinillas eléctricas, los discos de pizarra, las vírgenes de yeso, de celuloide o de plástico, los cassettes piratas de Plácido Domingo o de Matías Antequera, los palilleros de dientes, con y sin palillos, los prospectos de jarabes, las cajas de herramientas, las camisetas estampadas con la efigie del beato Escrivá de Balaguer, las rejas y los portones de casas solariegas, los somieres, las aguamaniles, los orinales de loza con un ojo pintado en el fondo, las máscaras antigás de la guerra del Golfo, los escapularios milagrosos de los requetés, los vídeos pornográficos, los ejemplares atrasados de El adalid seráfico y El querubín misionero , revistas en las que alguna vez ha colaborado Lorencito Quesada, las bocinas en forma de loto de los gramófonos, los primeros pick-ups , los radiocassettes recién robados, los almanaques de la Unión Española de Explosivos, los de Café-Bar El Rábano, comidas económicas , y los Transportes Marcelino, las máquinas con manubrio para embutir chorizos, las latas de especias marca Carmelita, los aislantes cerámicos, los conmutadores de pera, las cucharillas descabaladas de una cubertería con las iniciales JM , los cromos sueltos, en color, de Ben-Hur , de Molokai , de Mazinger-Z …
Todo lo miraba Lorencito, mareado y atónito por aquella desatada abundancia, por aquella pululación de cosas y de gente, de tenderetes sucesivos que le cerraban el paso como los callejones de un zoco musulmán y gritos de vendedores y discordias de músicas que atronaban el aire desde poderosos altavoces, y a los que de vez en cuando se unían el ritmo machacón de un órgano eléctrico y el de la trompeta de un gitano que tocaba pasodobles mientras una cabra famélica trepaba una escalera. Todo se le quedó grabado, como él dice, en su retina, en su memoria fotográfica, pero aunque se pasara horas queriendo recordarlo jamás agotaría la formidable enumeración de aquella babel de razas, de desperdicios y tesoros en medio de la cual navegaba corriente arriba por la Ribera de Curtidores, sabiéndose al mismo tiempo perseguidor y perseguido, en una mañana desapacible de finales de marzo en la que el viento agitaba los toldos y los géneros multicolores de los puestos de ropa y el sol aparecía y desaparecía entre las ramas umbrosas de los castaños de Indias, sobre una muchedumbre que estrujaba y entorpecía a Lorencito como las lianas de una selva, en un desbarajuste comparable al del pueblo de Israel cuando se reúne en Los diez mandamientos para abandonar Egipto a las órdenes de Charlton Heston.
Pero al menos había logrado burlar a sus perseguidores y estaba acercándose al edificio de las Galerías Piquer: era, según le había indicado el taxista, esa torre tan alta, con ventanas geométricas, que terminaba en un tejado de pizarra muy semejante a los del Ministerio de Marina, que Lorencito conoce bien, por haberlo visitado en su primer viaje a Madrid, cuando lo declararon exento del servicio militar, que le tocaba en la Armada, por ser hijo de madre viuda, lo cual le ahorró una segunda alegación por pies planos. Desprendiéndose de la multitud tan trabajosamente como si trepara por una orilla cenagosa alcanzó el arco de entrada de las Galerías Piquer, que daba a un patio con corredores de tiendas de anticuarios. Se le sobresaltó el corazón, pero no a causa del miedo, ni de la posibilidad de hallar al Santo Cristo de la Greña, sino porque estaba seguro de que iba a encontrarse cara a cara con Olga. De golpe le vino un recuerdo exacto de la última noche, en el que participaba con igual intensidad cada uno de sus cinco sentidos, incluso algún otro del que hasta entonces no había tenido noticia, y tuvo que pararse a recobrar el aliento en mitad de la escalera que subía hacia los almacenes de la torre y a reñirse con severidad a sí mismo por haber permitido una punzada de ternura y perdón. “Se va a enterar de quién soy yo”, dijo en voz alta, aunque algo debilitada por el nerviosismo y el agotamiento.
El almacén 421 estaba en el cuarto piso, en un corredor donde soplaba el viento por las ventanas sin postigos, con las baldosas sueltas, con las paredes desconchadas. Había vuelto a ocultarse el sol y la mañana tenía una luz de invierno que Lorencito comparó después con el eclipse de sus ilusiones fugaces. La puerta del almacén era estrecha y baja, y estaba entornada. Al acercarse a ella se acordó de la puerta del lavabo de señoras desde donde Olga lo había llamado en el Café Central. “Ni dos días”, pensó, “y ya parecen años”. Olga estaba de pie, en el almacén vacío, que era más bien un trastero, junto a una ventana pequeña y redonda, sin cristal, por la que llegaba el ruido de la calle. Iba sin gafas, con un traje de chaqueta, el mismo que llevaba cuando Lorencito se cruzó con ella la primera vez, en la acera del Corral de la Fandanga. Era como si cambiara de vida cada vez que se cambiaba de ropa. El bolso hacía juego con sus zapatos de tacón. En la mano derecha tenía una pistola.
– Lauren, -dijo, con una sonrisa que a él le pareció de temor-. Estaba esperándote.
– No quieras engañarme otra vez, -repuso con frialdad Lorencito-. En la nota decías que te esperara en tu casa.
– He preferido que no nos vieran juntos, -Olga guardó la pistola en el bolso e hizo ademán de acercarse a él: si daba un paso más, si llegaba a olerla, estaría perdido.
– Todo era mentira, una… absurda mentira, -dijo, dándose cuenta con retraso de que el adjetivo que buscaba era burda -. Y yo soy tan tonto que me lo creí.
Pero le miraba los labios y casi sentía su sabor en la boca, y al oír su voz no atendía a sus palabras, porque se acordaba de la noche anterior, de ciertos gemidos que al principio había tomado por quejas, y que ahora se resistía a considerar tan falsos como los de las actrices de las películas S .
– Lauren, -Olga dio un paso más hacia él-. Puedo explicártelo todo.
– No te acerques. No tienes que explicarme nada.
– Lauren, -repitió; ya estaba a su lado, ya podía olerla: sus dedos rozaron el tembloroso labio superior de Lorencito-. Tengo la imagen. No pensaba robártela.
– ¿Dónde? -preguntó él ansiosamente, no tanto por su interés hacia la imagen como por la necesidad de recobrar su fe en la muchacha.
– Bien guardada, -se inclinó hacia él y lo besó con suavidad, pasándole la punta de la lengua por la hendidura del labio superior, que constituía, según su autorizado dictamen, una de las zonas erógenas de Lorencito, casi la única, le había explicado la noche antes, en un intermedio de conversación, no entumecida por algo que ella misma llamó sus corazas caracterológicas .
Sin esperar a que Olga le disipara las dudas que todavía albergaba, Lorencito se rindió a sus encantos: al abrazarla, con renovado ímpetu, se alzó un poco sobre las puntas de los pies, dado que los tacones de ella incrementaban considerablemente su estatura. Pero entonces la puerta metálica del almacén se abrió del todo con un estruendo de patadas, y Lorencito y Olga, sin desprenderse aún de su abrazo, se vieron rodeados por cinco hombres hercúleos que apuntaban hacia ellos grandes revólveres, sujetándolos con las dos manos, con las piernas abiertas y las rodillas flexionadas, con trajes oscuros, con gafas de sol, con bigotes negros, con sonotones en las orejas…
– No hacía falta tanto, -dijo Olga, sonriente, desconocida, tranquila, mirando a Lorencito con frialdad y desdén-. Yo ya lo tenía bien cogido.
Él bajó los ojos y vio que Olga le clavaba en el costado el cañón de su pistola. La había sacado del bolso mientras lo abrazaba.