Algún tiempo después
Apuntaba el amanecer del Jueves Santo en la plaza Vázquez de Molina. Faltaban unos minutos para que sonaran en el reloj del Salvador las campanadas de las siete, pero las majestuosas puertas herradas ya empezaban a abrirse, y un devoto rumor de oraciones y emocionados suspiros sobrevolaba como una brisa matinal a la madrugadora multitud congregada en los balcones y en las aceras de la plaza, en medio de la cual se había formado la doble fila de los penitentes del Santo Cristo de la Greña, con sus túnicas violeta, sus pies descalzos y sus capirotes de raso negro, a los que en Mágina llamamos capiruchos. Muy pronto, justo cuando el trono empezara a salir y sonaran solemnemente las siete campanadas, el primer rayo de sol descendería sobre el bajo relieve renacentista de la Transfiguración que orna la portada de la iglesia. Pero las velas moradas aún ardían en el interior de las tulipas de los penitentes, otorgando a sus caras tapadas una claridad espectral, y el olor de la cera y del humo se confundía en el frío aire matinal con el que brotaba de los incensarios de plata.
Toda Mágina, sin distinción de ideologías, edades, de clases ni de credos, había madrugado, como cada Jueves Santo desde hace más de cuatro siglos, para presenciar la salida del Cristo de la Greña. Unos segundos antes de que dieran las siete se oyeron los golpes que avisaban a los costaleros de que debían prepararse para alzar el trono como un solo hombre y por toda la plaza se extendió como en oleadas un silencio tan puro que se habría podido escuchar el vuelo de una mosca, en el caso de que tan inoportunos insectos volaran en las madrugadas frías de principios de abril. Empezó a tintinear entre las filas de encapuchados una campanilla litúrgica, y los que aún conversaban o permanecían apoyados en sus varales guardaron silencio y se irguieron en respetuosa expectación. Un concejal de chaqué apagó rápidamente el cigarrillo. Los guardias civiles en uniforme de gala que debían escoltar el trono acentuaron su marcial gallardía, poniéndose firmes con un ruido veloz de taconazos, correajes y culatas. El director de la Banda Municipal levantó la mano que sostenía la batuta, alzando las cejas y poniéndose de puntillas, para que los músicos atacaran en el momento justo las notas vibrantes de la marcha de la cofradía, que iría seguida por el Himno Nacional cuando el trono ya hubiera abandonado la iglesia.
En un balcón cercano, adornado, como casi todos los de las calles que cubre la procesión, con la enseña rojigualda, el tantas veces laureado poeta Jacob Bustamante revisaba el papel, en forma de pergamino, donde llevaba escritos los versos vehementes que recitaría con ademanes de profeta arrebatado o de místico cuando el trono se detuviera frente a él. En el mismo balcón un foco cegador anunciaba la presencia de las cámaras de la televisión, que transmitirían en directo a todos los hogares andaluces el desfile procesional.
Dieron las siete. Las puertas del Salvador se abrieron del todo, empezaron a sonar los acentos elegíacos de la marcha sacra, el trono del Santo Cristo de la Greña surgió balanceándose levemente al paso de los costaleros, entre un resplandor de cirios encendidos que se reflejaban en las molduras barrocas de su basamento. Después de la marcha y del Himno Nacional vibró en el aire un trompeterío con ayes y quiebros de saeta. Hombres, mujeres y niños se persignaban con sincera unción al paso de la imagen. Algunos caían de rodillas dándose golpes en el pecho. Detrás del trono, entre las dos filas interminables de penitentes, avanzaba la comitiva de autoridades civiles y eclesiásticas, destacando en ella la corporación municipal bajo mazas, pues nuestros ediles, aunque socialistas, son de una religiosidad admirable, y no hay procesión ni novena en la que no se personen, ya corporativamente, ya a título individual.
Tras las dignidades eclesiásticas caminaban, también encapuchados, los directivos de la cofradía, portando los estandartes de la misma, salvo el presidente, que marchaba en el centro, llevando una gran cruz penitencial que sostenía en alto entre las dos manos, si bien, para aliviarse un poco el peso, apoyaba su base en un estribo de cuero atado a su cintura. No sólo iba descalzo: arrastraba con lúgubres sones una cadena ceñida con grilletes a sus pies. Aupándose con dificultad en la tercera o cuarta fila de la multitud, un hombre, Lorencito Quesada, lo reconoció por la majestuosa elegancia de sus andares: aquel encapuchado era don Sebastián Guadalimar, que ese año, según murmuraban con admiración los fieles de Mágina, había redoblado los rigores habituales de su sacrificio.
Desfilaba por último el trono de la Virgen, precedido y escoltado por sus camareras de mantilla. Las presidía, como todos los años, la condesa de la Cueva, pero en esta ocasión hubo una novedad de la que todo el mundo se hizo lenguas: junto a la condesa caminaba su hija, a la que contaban que había vuelto a encontrar después de buscarla con infructuosa desesperación durante veinticinco años, pues a poco de nacer unos desalmados la raptaron, en los tiempos en que la condesa y su primer marido aún vivían en la Riviera, donde nadie ignora cuán tristemente habituales son las tropelías de la Mafia. Era sin duda, no sólo la mujer más bella entre las camareras de mantilla, sino entre todas las de Mágina: pero su extraordinaria belleza, se comentaba luego en los corrillos donde suelen sacarse a sabrosa colación las menudas anécdotas de nuestra Semana Santa, no lo era en menoscabo del recogimiento y el recato ejemplares con que desfiló esa mañana, con la cabeza baja y el pelo rubio castamente recogido en un moño, llevando entre las manos un rosario y un libro de oraciones con las tapas de nácar.
Solitario, perdido entre la gente, ajeno a la procesión por vez primera en su vida, Lorencito miraba a Olga y procuraba acercarse lo más posible a ella, adelantando al trono para volver a encontrarla, atajando por los callejones desiertos para buscar una acera donde pudiese verla en primera fila. Sólo una vez los ojos de Olga lo miraron: se quedó inmóvil, palpitante, trastornado de amargura y amor. No la había visto desde que ella, su madre recobrada y su padre adoptivo lo despidieron sin mucha ceremonia en el Palace, después de que don Sebastián Guadalimar le exigiera un juramento de silencio y le prometiera un cuantioso cheque que hasta el presente no había recibido… Muy erguida y muy seria junto a su madre, Olga lo miró fijamente, y pareció que iba a sonreírle, pero en seguida apartó los ojos y Lorencito la vio alejarse de espaldas entre las mantillas blancas y los capuchones de los penitentes.
Ya era pleno día, y la procesión abandonaba la plaza del General Orduña enfilando la calle Mesones. Lorencito, que esa mañana ni siquiera llevaba su bloc de notas y su Sanyo, que saca todos los años, según dice, para captar el ambiente de la calle, cruzó los jardines que rodean la estatua y se dirigió, con la cabeza ladeada para no saludar, hacia los soportales, donde ese día estaba de guardia la farmacia de la licenciada Rosalía Mataró. Desengañado, como si se dispusiera a hacer testamento, había decidido llevar a la práctica una idea que le venía rondando desde que volvió de Madrid.
Empujó la puerta de cristales, que hizo sonar una campanilla. Y es en ese momento cuando tiene entrada en esta historia mi humilde persona. Trabajo de mancebo en la farmacia Mataró, pero mi verdadera vocación es la literatura, y dentro de ella, el periodismo. Ya sé que el mío es un sueño inalcanzable, pero cada vez que abro las páginas de Singladura y veo en ellas un artículo, una interviú o un reportaje firmados por Lorencito Quesada, cada vez que sintonizo Radio Mágina y escucho su bien timbrada voz, doy en imaginar que alguna vez yo podría ser como él, que las cosas que escribo robándole horas al sueño, se publicarán un día, en letras de molde, en la última página del periódico, tal vez con una pequeña foto mía en el encabezamiento, y llegarán a todos los rincones de la provincia. Otros literatos, como Jacob Bustamante, que ha ganado, todos los premios de poesía de la Diputación, son vanidosos y ególatras, desprecian al que está comenzando: Lorencito Quesada no. Desde que me atreví a llevarle, con temblorosa indecisión, mi primer manuscrito, la llaneza de su trato conmigo me ha sido tan valiosa y entrañable como sus acertados consejos. Como él mismo dice, no siempre están reñidos la sencillez y el talento. ra a su casa después de mi trabajo, porque tenía que contarme algo muy en secreto. Por llegar cuanto antes ni siquiera comí. Nos encerramos en su estudio, donde tantas veces y con tanta paciencia ha revisado él mis conatos de artículos. Puso encima de la mesa su pequeño cassette. “Lo que voy a contarle”, me dijo (a pesar de la confianza nos hablamos de usted), “será siempre un secreto entre nosotros, a no ser que a mí me ocurra algo. Es posible que mi vida esté en peligro. Sé demasiadas cosas, y aunque he jurado por mi fe de católico no divulgarlas, puede que algún día dejen de confiar en mí y decidan eliminarme… Por favor, no me interrumpa, mientras hablo. Usted guardará la grabación de mis palabras, y para mayor seguridad no estaría mal que las transcribiera en sus ratos libres. Sólo si yo desaparezco de repente, o si muero en extrañas circunstancias, estará usted autorizado a difundir el contenido de las cintas. Júremelo, o prométamelo”.
Juré, con un nudo en la garganta. Bastaba mirar los ojos de Lorencito Quesada para comprender que no bromeaba. Oprimió los botones de record y play en el cassette. Se aclaró la voz, dijo “probando, probando”, se aseguró de que el excelente aparato grababa, rebobinó la cinta. Me ofreció una copa de quina San Clemente, que yo agradecí sin aceptarla, porque no bebo nunca.
– Fue hace unas tres semanas, -comenzó, paladeando el primer sorbo de vino dulce-. Daban las once en el reloj de la plaza del General Orduña…