– Ciertamente, pero se trataba de sentar ante todo y para empezar unas bases sólidas, de adquirir las estructuras, la concepción gramatical, el vocabulario básico… Más tarde, por supuesto, dediqué mi atención a la historia y a la estética indias, a la poesía, a las artes. Al principio, sin embargo, hay que atender a la adquisición metódica y exclusiva de los rudimentos.
– Creo recordar que Daumal veía en el sánscrito la o casión para un trabajo filosófico, como si la gramática del sánscrito predispusiera a una cierta metafísica, como si llevara al conocimiento de sí mismo y del ser . ¿Lo cree así? ¿ Qué b eneficios le reportó el conocimiento del sánscrito?
– Tenía razón Daumal, pero en mi caso no era tanto el valor o la virtualidad filosófica de la lengua en sí misma lo que más me interesaba en principio… Lo que pretendía ante todo era dominar este instrumento de trabajo para leer unos textos que no destacaban precisamente por su valor filosófico. No eran el Vedanta o las Upanishads lo que por entonces me interesaba, sino ante todo los comentarios de los Yoga-Sutras, los textos tántricos, es decir las expresiones de la cultura india menos conocidas en Occidente, justamente porque su filosofía no está a la altura de las Upanishads o el Vedanta. Esto era lo que me interesaba más que nada, pues aspiraba a conocer las técnicas de la meditación y de la fisiología mística, es decir el Yoga y el Tantra.
– Aprendió el italiano para leer a Papini, el inglés para leer a Frazer, el sánscrito para leer los textos tántricos. Se trata siempre, al parecer, de abrir una puerta a algo que le interesa. La lengua es el camino, jamás el f in. ¿No le plantea todo esto una cuestión? Hubiera podido convertirse no en un historiador de las religiones, de los mitos, del mundo de la imaginación, sino en un sanscritista, en un lingüista. Cabía dentro de lo posible una obra totalmente distinta, un Eliade diferente. Hubiera ingresado en el gremio de los Jacobson, de los Benveniste, aportando su estilo peculiar a este campo. Se podría soñar en esa obra imaginaría… ¿No le ha tentado nunca ese camino?
– Siempre que he tratado de aprender una nueva lengua ha sido para poseer un nuevo instrumento de trabajo. Una lengua ha sido siempre para mí una posibilidad de comunicación: leer, hablar si fuera posible, pero sobre todo leer. Pero hubo un momento mientras permanecí en la India, en Calcuta, cuando contemplaba los esfuerzos de un comparativismo más amplio -por ejemplo, las culturas indoeuropeas con las culturas preindias, las culturas oceánicas, las culturas del Asia central-, cuando contemplaba aquellos sabios extraordinarios como Paul Pelliot, Przylusky, Sylvain Lévy, conocedores no sólo del sánscrito y el pali, sino también del chino, el tibetano, el japonés y, además, de las lenguas llamadas austroasiáticas, me sentía fascinado por aquel universo enorme que se habría a la investigación. Ya no se trataba únicamente de la India aria, sino además de la India aborigen, de la apertura hacia el Sudeste asiático y Oceanía. Yo mismo intenté iniciar ese camino. Dasgupta me disuadió. Y tenía razón. Había sabido adivinar. Pero emprendí el estudio del tibetano con una gramática elemental. Pude observar que, al tratarse de algo que no había deseado verdaderamente, del mismo modo que había deseado el sánscrito o el inglés o más tarde el ruso o el portugués, la cosa no marchaba muy bien. Entonces me puse furioso y abandoné. Me dije que jamás alcanzaría la competencia de un Pelliot, de un Sylvain Lévy, que jamás sería un lingüista, ni siquiera un sanscritista. La lengua en sí misma, sus estructuras, su evolución, su historia, sus misterios no me atraían como…
– ¿Como la imagen, como los símbolos?
– Exactamente. La lengua no era para mí sino un instrumento de comunicación, de expresión. Más tarde me sentí contento de haberme detenido en este punto. Porque, en definitiva, se trata de un océano. Nunca se acaba la tarea: hay que aprender el árabe, y después del árabe el siamés, y después del siamés el indonesio, y después del indonesio el polinesio, y así por el orden. He preferido leer los mitos, los ritos pertenecientes a esas culturas intentar comprenderlos.
– En septiembre de 1930 sale de Calcuta en dirección al Himalaya. Se separa de Dasgupta…
– Sí, a causa de una desavenencia, que lamento mucho. También él la lamentó. Lo cierto es que ya no me interesaba permanecer en aquella ciudad en que, sin Dasgupta, nada tenía que hacer. Marché hacia el Himalaya. Me fui deteniendo en numerosas ciudades, pero al final decidí quedarme algún tiempo en Hardwar y Rishikesh, pues allí es donde empiezan los verdaderos eremitorios. Tuve la suerte de conocer a Swami Shivanananda, que habló al mohant, el superior, y me consiguió una pequeña choza en el bosque… Las condiciones eran muy sencillas: llevar un régimen vegetariano y prescindir de la indumentaria europea; se entregaba al aspirante una túnica blanca. Cada mañana había que «mendigar» leche, miel y queso. Me quedé allí, en Rishikesh, seis o siete meses, quizá hasta abril.
– Rishikesh está ya en el Himalaya, pero aún no es el Tíbet.
– Para ir al Tíbet hacía falta pasaporte… Sin embargo, en 1929, pasé tres o cuatro semanas en Darjeeling, en el Sikkim, que limita con el Tíbet y donde ya se nota una atmósfera tibetana. Se ven muy bien las montañas del Tíbet.
– ¿Cómo era el paisaje en torno a su choza?
– Mientras que Darjeeling está a no sé cuántos metros de altura, en un paisaje alpino, Rishikesh se halla a orillas del Ganges, pero el Ganges es allí un pequeño río: cincuenta metros en algunos sitios y luego, de golpe, doscientos metros; a veces se estrecha mucho: veinte metros, diez metros. Allí hay selva, la jungla. En mis tiempos no se veía por allí otra cosa que unas cuantas chozas y un pequeño templo hindú. No había gente. En el bosque, las chozas estaban escalonadas a lo largo de dos o tres kilómetros, a doscientos metros unas de otras, a veces sólo a ciento cincuenta o cincuenta. Desde allí se subía a Lakshmanjula, primera etapa de mi peregrinación, por así decirlo. Allí resulta muy elevada la montaña. Había una serie de grutas en las que vivían los religiosos, contemplativos, ascetas, yoguis. Conocí a muchos de ellos.
– ¿Cómo eligió a su gurú?
– Era Swami Shivanananda, pero por entonces nadie le conocía, no había publicado nada (luego publicaría unos trescientos volúmenes…). Antes de convertirse en Swami Shivanananda había sido médico, tenía una familia y conocía muy bien la medicina europea, que había practicado, según creo, en Rangún. Después lo abandonó todo un buen día. Se despojó de su traje europeo y vino a pie desde Madras a Rishikesh. Tardó casi un año en recorrer el camino. Es un hombre que me interesó por el hecho de que poseía una formación occidental. Igual que Dasgupta. Era un buen conocedor de la cultura india y estaba en condiciones de comunicarla a un occidental. No se trataba de un erudito, pero tenía una larga experiencia del Himalaya; conocía los ejercicios del yoga, las técnicas de la meditación. Era médico y, en consecuencia, entendía perfectamente nuestros problemas. Fue él quien me orientó un poco en las prácticas de la respiración, de la meditación, de la contemplación. Cosas que yo conocía de memoria, pues no sólo las había estudiado en los textos y los comentarios, sino que además había oído hablar de ellas a otros saddhu y contemplativos en Calcuta, en casa de Dasgupta, y en Santiniketan, donde conocida Tagore. Siempre había ocasión de conocer a alguien que ya había practicado algún método de meditación. Sabía de todo esto, por consiguiente, algo más de lo que hay en los libros, pero nunca había intentado ponerlo en práctica.
– Acaba de hablar de la jungla. ¿Habremos de pensar en tigres, en serpientes?
– No recuerdo haber oído hablar nunca de tigres, pero había muchas serpientes, y también monos, unos monos extraordinarios. Creo que fue al tercer día de mi instalación en la choza cuando vi una serpiente. Tuve un poco de miedo, tenía la impresión de que era una cobra; le lancé una piedra para espantarla. Un monje me vio y me dijo (hablaba muy bien el inglés; era un antiguo magistrado): «¿Por qué? Aunque sea una cobra, nada hay que temer. En este eremitorio no se recuerda que se haya producido ni una sola mordedura de serpiente». Me quedé perplejo, pero le pregunté: «¿Y más abajo, en la llanura?» Respondió él: «Sí, allí es verdad, pero no aquí». Coincidencia o no… En cualquier caso, a partir de entonces, cuando veía una serpiente, la dejaba pasar tranquilamente. Y esto era todo. Nunca volví a espantar a una serpiente lanzándole un guijarro.
– Han pasado casi cincuenta años entre aquellos tiempos del yogui novicio y el día de hoy en que ya se ha convertido en autor célebre de tres obras sobre el yoga. Uno de ellos lleva como subtítulo Inmortalidad y libertad. Otro se titula Técnicas del yoga… ¿Qué es el yoga? ¿Un sendero místico, una doctrina filosófica, un arte de vivir? ¿Cuál es su objetivo, dar la salvación o dar la salud?
– A decir verdad, desde hace algún tiempo ya no me interesa tanto hablar del yoga. Empecé mi tesis en 1936; llevaba por título Yoga, ensayo sobre los orígenes de la mística india. Se me reprochó, y con razón, el término «mística».
– Había trabajado bajo la dirección de Dasgupta, e incluso, según creo, le dictó su comentario de Patañjali…
– Sí, pero antes ya me sentí interesado por el aspecto técnico