de la pedagogía espiritual india. Conocía, evidentemente, la Tradición especulativa, desde las Upanishads hasta Shankara, es decir la filosofía, la gnosis, que había apasionado a los primeros indianistas occidentales. Por otra parte, había leído los libros sobre los rituales… Pero sabía además que existía una técnica espiritual, una técnica psicofisiológica, que no era pura filosofía o sistema ritual. En efecto, había leído algunas obras sobre Patañjali y los libros de John Woodroff (bajo el nombre de Arthur Avallon) sobre el tantrismo. Pensaba que con este método tántrico, es decir con esta serie de ejercicios psicofisiológicos (a los que he llamado «fisiología mística», pues se trata de una fisiología más bien imaginaria), teníamos una oportunidad de descubrir ciertas dimensiones poco atendidas de la espiritualidad india. Dasgupta ya había presentado el aspecto filosófico de este método. Por mi parte, juzgaba importante la descripción de las técnicas en sí mismas y la presentación del yoga en un horizonte comparativo: junto al yoga clásico, descrito por Patañjali en los Yoga-Sutras, los diversos yogas «barrocos», marginales, y también el yoga practicado por Buda y el budismo en la India y luego en el Tíbet, el Japón y China. De ahí mi interés por adquirir una experiencia personal de esas prácticas, de esas técnicas.
– ¿No habrá alguna relación entre ese deseo y la «lucha contra el sueño» de su adolescencia?
– En mi adolescencia tenía mucho que leer y me daba cuenta de que no se logra gran cosa si se duerme durante siete horas, siete horas y media. Empecé entonces un ejercicio que creo haber inventado. Cada mañana hacía sonar el despertador dos minutos antes que la anterior. En una semana gané, por tanto, un cuarto de hora. A seis horas y media de sueño por noche, dejé de adelantar el despertador durante tres meses, a fin de habituarme perfectamente a esta duración. Luego empecé de nuevo, siempre al ritmo de dos minutos. De este modo llegué a las cuatro horas y media de sueño. Luego, un día tuve vértigos y paré. Yo llamaba a aquello, con la grandilocuencia de los adolescentes, «la lucha contra el sueño». Después leí L'Education de la volonté, del doctor Payot. Recuerdo una página en que decía: «¿Por qué, mediante la simple intervención de la voluntad, no habría de sernos posible comer cosas que únicamente nuestros hábitos culturales nos hacen tener por no comestibles? Mariposas, por ejemplo, o abejas, gusanos, abejorros. O también un bocado de jabón». Yo me preguntaba: «¿por qué no?». Y empecé a «educar mi voluntad», pero creo que entendí mal el libro. En cualquier caso, deseaba dominar ciertas aversiones y ciertas tendencias naturales en un europeo.
El yoga, efectivamente, está emparentado con ese esfuerzo. El cuerpo pide movimiento, entonces se le inmoviliza en una sola posición, un asana; ya no se comporta uno como un cuerpo humano, sino como una piedra o una planta. La respiración es naturalmente arrítmica; el pranayama le impone un ritmo. Nuestra vida psicomental está siempre agitada -Patañjali la define como chittavritti, «torbellinos de conciencia-, pero la concentración permite dominar ese torrente… El yoga significa en cierto modo una oposición al instinto, a la vida.
Pero no me atrajo el yoga únicamente por estas razones. La verdad es que si me sentí interesado por estas técnicas del yoga fue ante todo porque me resultaba imposible entender a la India únicamente a través de la lectura de los grandes indianistas y de sus libros sobre la filosofía vedanta, para la que el mundo es pura ilusión -maya - o a través del sistema monumental de los ritos. No podía entender que la India hubiera tenido grandes poetas y un arte admirable. Me daba cuenta de que en algún lugar existía una tercera vía, no menos importante, y que esta vía implicaba la práctica del yoga. Más tarde en Calcuta, oí decir que, en efecto, un profesor de matemáticas trabajaba en posición asana imponiendo un ritmo a su respiración, y con ventaja. Por otra parte, ya sabe que cuando Nehru se sentía fatigado, adoptaba durante algunos minutos la «posición del árbol». Son ejemplos aparentemente anecdóticos, pero lo cierto es que esa ciencia y ese arte del dominio del cuerpo y los pensamientos son importantísimos para la historia de la cultura y de la filosofía indias, de la creatividad india en una palabra.
– No le voy a hacer nuevas preguntas sobre los aspectos teóricos del yoga; unas pocas palabras no servirían para reemplazar los libros que ya ha escrito. Prefiero preguntarle por su experiencia personal y por lo que ésta le aportó para el resto de su vida.
– Si he sido tan discreto acerca de mi aprendizaje en Rishikesh, es por razones que le será fácil adivinar. Es posible, sin embargo, hablar de ciertas cosas. Por ejemplo, de los primeros ejercicios del pranayama que hice, bajo la vigilancia de mi gurú. A veces, cuando lograba someter a un ritmo mi respiración, él me interrumpía. No entendía por qué, pues me sentía muy bien y no estaba en absoluto fatigado… El me decía: «Está fatigado». Ya ve, era importante contar con la guía de alguien que era médico y conocía por propia experiencia el yoga. Quedé convencido de la eficacia de esas técnicas. Creo incluso que llegué a entender mejor ciertos problemas… Pero, como le decía, no quiero insistir. En efecto, si se aborda esta cuestión, hay que decirlo todo, y ello exigiría entrar en detalles que implican extensos análisis.
– Sin embargo, ¿puedo preguntarle si le fue posible verificar
las maravillas o los prodigios que, según se dice, acompañan al yoga? En uno de sus libros habla de la juventud que el yogui conserva mucho tiempo: la meditación de un tiempo diferente, ampliado, que llega a producir en el cuerpo una longevidad extraordinaria…
– Uno de mis vecinos, un monje que iba absolutamente desnudo, un naga, había pasado de los cincuenta años y tenía un cuerpo de treinta. No hacía otra cosa que meditar durante todo el día y tomaba muy poco alimento. Yo no llegué a esa etapa en que son posibles tales cosas. Pero cualquier médico puede decirle que el régimen y la vida sana que se llevan en un eremitorio prolongan la juventud.
– ¿Qué hay de esas historias que se cuentan de paños mojados y helados que se colocan sobre la persona entregada a la meditación y que se secan varias veces a lo largo de la noche?
– Muchos testigos occidentales lo han visto. Alexandra David-Neel, por ejemplo. Es lo que se llama en tibetano gtumo. Se trata de un calor extraordinario que produce el cuerpo y que es capaz de secar una tela. A propósito de este «calor místico» o, más exactamente, generado por lo que se llama la «físiología sutil», hay documentos muy serios. La experiencia de los paños helados que se secan rápidamente al ser colocados sobre el cuerpo de un yogui es una cosa ciertamente real.
UNA VERDAD POÉTICA DE LA INDIA
– Su experiencia de la India no aparece únicamente en sus estudios, sino también en sus novelas: Medianoche en Serampore, La noche bengalí… y en Isabel y las aguas del diablo, inédita en francés, que escribió, según me dijo, como un desahogo durante su intensa dedicación al aprendizaje del sánscrito.
– Efectivamente, después de seis o siete meses de gramática sánscrita y de filosofía india, me detuve, ansioso de soñar un poco. Me encontraba en Darjeeling y allí dí comienzo a esa novela, un poco autobiográfica, un poco fantástica. Quería penetrar y conocer aquel mundo imaginario que me obsesionaba. Escribí la novela en unas cuantas semanas. De este modo recuperé la salud y el equilibrio.
– En ese relato aparece un joven rumano que atraviesa Ceylán, Madrás y se detiene en Calcuta, donde se encuentra con el diablo.
– Llega a Calcuta, se instala en una pensión anglo-india, como aquélla en que yo vivía. Hay allí muchachas, jóvenes fascinados por toda clase de problemas. Viene luego la presencia del «diablo» y toda una serie de cosas que suceden porque el personaje principal está obsesionado por el «diablo»…
– En Medianoche en Serampore, lo mismo que en El secreto del doctor Honigberger, aparece también la fantasía.
– Son dos novelas escritas diez años más tarde. Entre Isabel y estas dos novelas hay otra más o menos autobiográfica, La noche
– Me gustaría que nos detuviéramos algo más en Medianoche en Serampore… ¿Hasta qué punto pueden creerse los hechos que en ella se narran? ¿Son puramente fantásticos esos personajes que reviven un pasado? ¿O es que cree un poco en tal posibilidad? Porque, en efecto, a veces se escuchan historias extrañas contadas por personas dignas de crédito…
– Yo creo en la realidad de las experiencias que nos hacen «salir del tiempo» y «evadirnos del espacio». Durante estos últimos años he escrito varias novelas en que se plantea esta posibilidad de salirse de un determinado momento histórico… de situarse en un espacio distinto, como ocurre a Zerlendi. Al describir los ejercicios yóguicos de Zerlendi en El secreto del doctor Honigberger, he aportado ciertos indicios basados en mis propias experiencias, que he silenciado en mis libros sobre el yoga. Pero al mismo tiempo he añadido algunas inexactitudes, justamente para enmascarar los datos reales. Por ejemplo, se habla de un bosque de Serampore, pero en Serampore no hay ningún bosque. Por tanto, si alguien pretendiera verificar en concreto la trama de la novela, se daría cuenta de que el autor no se limita a hacer un reportaje, puesto que ha inventado el paisaje. Esto llevaría a la conclusión de que también el resto ha sido inventado, cosa que no es verdad.
– ¿Cree que pueden ocurrir efectivamente las cosas que les suceden a los personajes de Medianoche en Serampore?