– ¿A mí?: y una mierda, yo no sé nada…
– Puede, pero ellos no lo saben.
– ¿Sería mucho preguntar quiénes son «ellos», o forma parte de algún acertijo de los tuyos?
– ¿Ves? Uno no puede evitar sentir curiosidad. Eso es lo que les preocupa. En realidad cuanto menos sepas mejor. Y ahora, si no te importa, necesito concentrarme en recuperar un poco de elasticidad. Lástima que se haya terminado el sucedáneo de cocaína, me iría bien otra dosis.
Saqué del bolsillo otra papelina y el billete enrollado y los dejé sobre el asiento de la silla.
– Nos quedan dos gramitos. Es decir: si al señor no le molesta drogarse con aguachirles.
– Yo no me drogo: me medico. Hay una diferencia fundamental.
Se sirvió, pero convirtiendo el agacharse hasta la silla en un ejercicio para los muslos. Después se entretuvo en apoyar un pie en la pared, elevado por encima de la altura de su cabeza, y masacrarse los abductores por el método de abrazarse la pantorrilla alzada y forzar la aproximación del tronco hasta tocarse con el narizo en la espinilla. Una cosa tan difícil de describir como de justificar. Pero, cuando dio por terminada esa coreografía, aún empezó a hacer aspavientos tipo Fu-fú: una especie de puñetazos rápidos y secos, fuuu, fuuu, que se enroscaban hacia el vacío y volvían atrás como si hubieran sido disparados por un resorte. A los pocos minutos de semejante exceso empezó a entrar en calor y se quitó la camisa. Hacía lustros que no veía a The First en calzoncillos; apenas había cambiado desde los veinte años, un caso claro de inhibición del desarrollo: todo él, piernas, tórax, brazos, espalda, era una recopilación de anuncios de mayonesa virtual y galletitas para hacer caca. Una pena.
– Oye, Brus-Lí, a ver si te va a salir una hernia y la jodemos…
– Tú ocúpate de ti mismo, que pareces un verraco.
– Y tú una langosta, colega.
Seguimos así quizá una hora que The First invirtió casi completamente en hacer cabriolas y yo en observar atentamente el techo desde el colchón. Hubiera querido dormir un poco pero no pude, aquel sucedáneo de coca te mantenía en forma al precio de no dejarte dormir, así que no tuvimos más remedio que soportarnos el uno al otro lo mejor que pudimos. A pesar de todo, entre insulto e insulto, nos dio tiempo de pulir la puesta en escena y llegar a algún acuerdo sobre el procedimiento de ataque. La cosa es que cuando oímos voces arriba no tardamos ni cinco segundos en situarnos en posición: The First abatido en la silla, con los brazos pretendidamente sujetos al respaldo, y yo de puntillas tras la cortina, tratando de no hacer mucho ruido al respirar.
Nada más ocultarme estaba ya psicológicamente preparado para partirme la jeta con quien fuera, pero no lo estaba para encontrarme de nuevo con la cara desfigurada de The First que, contraviniendo de repente todos los planes, había abandonado la silla y descorrido la cortina para hablarme en tono de reproche:
– ¡El cerrojo!
– ¿Qué cerrojo?
– El de la puerta, idiota, en cuanto bajen las escaleras se darán cuenta de que está abierto.
Mierda. Cierto.
– Sal de aquí y ciérralo antes de que empiecen a bajar. Escóndete en otra celda y ven enseguida cuando me oigas gritar.
Planes…
Salí lo más rápido que pude, volví a cerrar la puerta tras de mí, corrí el cerrojo rogando que el leve chirriar pasara desapercibido entre las voces que se acercaban, me metí en la celda de enfrente y entorné la puerta.
Oí los pasos bajar las escaleras; enseguida, el cerrojo de la celda de The First descorriéndose. Atisbando por el visor vi las espaldas de dos tíos vestidos de agente de seguros, los dos de azul marino. Uno de ellos había traspasado ya el umbral de la celda de The First y le acercaba una bandeja metálica; el otro se quedó apuntalado en el quicio. Algo le estaba diciendo el primero a mi Estupendo Hermano, no entendí qué pero sonaba a cachondeíto. Pasaron unos pocos segundos en los que The First debió desarrollar su papel de moribundo y enseguida el tipo se agachó un poco hacia él. La espalda del otro en primer plano me impidió ver qué pasaba exactamente, pero oí un alarido en el vozarrón de The First, seguido de un quejido amortiguado y la visión de una bandeja metálica volando por los aires. No esperé más: abrí la puerta violentamente y salí a toda velocidad lanzando un grito hipohuracanado.
El tío que se había quedado en el quicio estaba en posición de alerta máxima por la repentina resurrección de The First, pero mi alarido le indicó que también tenía enemigos a la espalda y trató de volverse mientras se hurgaba la sobaquera en busca de algo. No le dio tiempo a encontrarlo: ciento veinte kilos de verraco avalados por media docena de metros de carrerilla se lo impidieron. El impacto fue tremendo. Yo choqué de perfil, protegido por el escudo que formaba mi brazo tenso, y sólo tuve que lamentar el cabezazo que me di contra su barbilla. Él en cambio no tenía previsto encontrarse de repente en la trayectoria de Obelix persiguiendo jabalíes: quedó por un momento retratado en una expresión de pánico y, décimas de segundo después, era un hombre a una pared pegado, concretamente la del fondo de la celda, a unos cuatro metros de vuelo sin motor. La mayor parte de mi energía cinética fue transmitida al cuerpo del infortunado, pero aún me sobró inercia para desequilibrarme, caer sin control, y llevarme la silla por delante (afortunadamente The First ya no la ocupaba). Di varias volteretas por el suelo y me pareció que tardaba una eternidad en pararme, sobre todo porque mi obsesión era recuperar la posición lo antes posible y asegurarme de que el tipo no pudiera usar la pistola. A la segunda voltereta había perdido el sentido de la orientación, pero noté que mi mano tocaba algo blando y supe que era el tipo, que debía de haber resbalado de la pared hasta el suelo. Sin ver muy bien qué hacía le palpé la americana en busca de la cartuchera. Metí la mano bajo la chaqueta y saqué la pistola. Sólo entonces me levanté del suelo lo más ágilmente que pude y me di cuenta de que el tío, aunque aún se movía tratando de levantar cabeza, estaba fuera de combate.
Pero eso era sólo la mitad del trabajo que había por hacer. Mientras yo me había ocupado de mi partener, The First había estado batallando con el otro, y a lo visto todavía no le había encontrado el punto. Cuando me giré hacia ellos me los encontré haciendo posturitas. Mi Estupendo Hermano era una mantis religiosa en plena danza nupcial, daban ganas de tatuarle un dragón en la espalda; pero la hiena trajeada debía de conocer también un par de trucos y no se dejaba acogotar. Tras varios amagos, el tío hizo un rápido tirabuzón de trescientos sesenta grados girando sobre el eje de su altura. La gracia estaba en soltar la pierna en el momento propicio de la vuelta y golpear cualquier cosa que se encontrara en el sector barrido, concretamente el cogote de mi Estupendo Hermano, que apenas tuvo tiempo de volverse dolorosamente sobre el costado malo para no exponer los morros. Yo tenía una pistola en la mano pero no sabía qué hacer con ella: usarla como arma arrojadiza era una idea, pero temí que se disparara y la liáramos. No había mucho tiempo para pensar, el golpe encajado por The First estaba dando oportunidad a la hiena de meterse la mano en la cartuchera para sacar su propia pipa, y al parecer él sí sabía qué hacer con ella. Por suerte The First había recuperado el equilibrio y le soltó una elegante coz en la mano que hizo volar la pistola. Con todo, llevaba las de perder: se movía con dificultad, y su adversario le conocía los puntos doloridos. Lo peor es que aquella danza resultaba tan complicada que no sabía cómo demonios meterme, tuve la sensación de que no iba a hacer más que estorbar, así que no me decidí a intervenir hasta que la hiena logró colocar un toque de puño en el costado de The First. Ahí lo baldó, se notó en el grito, esta vez nada marcial, con que el destinatario acusó recibo. Entonces fue cuando tomé la pistola con toda la manaza para proteger el gatillo e inicié una nueva carga con efectos especiales de gruñido enfurecido. No hubo tanta suerte como en la primera embestida: el tipo me vio venir de reojo y le dio tiempo a escurrir el bulto parcialmente, así que nos repartimos a partes iguales el choque contra la pared inmediata, yo de frente y él de espaldas. Mi rodilla pareció estallar contra el muro y quedó automáticamente anestesiada; reboté hacia el suelo y allí me quedé. El tipo también se dio un buen tanto en el retropucio, pero el rebote le fue favorable y salió trastabilleando hacia delante. Pero ahí lo esperaba The First con un ingenioso movimiento compuesto de doble puñetazo fu-fú en el plexo solar y, al encorvarse el homenajeado sobre su propio fistro, mazazo de precisión en la nuca que terminó de clavarlo de bruces en el suelo, lugar donde quedó inerte como un sapo atropellado.
Miralles Bros. 2 – Unión de Hienas o.
En realidad la cosa no estaba para muchas celebraciones. A The First le habían castigado las costillas a base de bien, y mi rodilla me había abandonado: notaba el pie, notaba el muslo, pero, entre el uno y el otro, quedaba un espacio hormigueante donde podía haber cualquier cosa.
Lo primero fue atar y amordazar a las hienas. Suerte que The First conocía una estupenda diablura china y, presionándoles la garganta con el pulgar y el índice, consiguió mantenerlas inconscientes mientras las desnudamos, atamos y amordazamos aprovechando la cuerda que había sujetado a mi Estupendo Hermano a la silla y que destrenzamos para que cundiera más. Me pareció reconocer a uno de aquellos tipos, justamente el que yo mismo había estampado contra la pared, y confirmé la impresión comprobando que llevaba unos Sebago negros. Arrieros somos… Le quité los calcetines, se los metí en la boca cuidando de no tocar mucho la parte húmeda de la tela, y completé la operación sellándole los labios con sus propios calzoncillos, tipo slip elástico, que le anudé en torno a la cabeza procurando que la rayita marrón de la trasera le quedara justo debajo de las narices.
– ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, psicópata?
– Que dé gracias a que no he usado la ropa interior del otro.
En cuanto los tuvimos inmovilizados y amordazados nos ocupamos de inventariar el botín. Dos trajes con etiqueta de El Corte Inglés, dos camisas, dos corbatas, dos cinturones y dos pares de zapatos, uno de ellos con cordones; también dos carteras de cuero con quince mil pelas en suma (sólo había eso en las carteras), unas llaves de Peuyot, monedas, un paquete de Camel, un encendedor barato casi a plena carga, y lo más importante: dos pistolas con sus correspondientes cargadores. A The First parecía venirle bien toda la ropa de uno de ellos, incluidos los zapatos. Yo traté de calzarme los Sebago pero, además de que me daban un poco de asco, no acababan de entrarme. The First fue entonces a lavarse a la pila mientras yo improvisaba un petate con los pantalones sobrantes, anudando las perneras y pasando un cinturón a modo de cierre. Ahí metí una selección de lo mejor del botín.