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El cuarto de hora siguiente pasó como un relámpago, quizá la mezcla de cocaína, hachís, el cuarto de la botella de Cardhu de la Fina que apuré y varios días de no dormir bien tuviera algo que ver. Estaba completamente despierto, atento, pero la vida era sueño. Me llegué a Jaume Guillamet y me aposté tras un camión aparcado, frente a la puerta del jardincillo. A partir de las doce (supuse que eran las doce) empezó la procesión. Llegaba un tío (o una tía, gente de distinta apariencia y edad, pero siempre solos), tomaba el trapito rojo del poste de teléfono, llamaba al timbre, se abría la puerta, el tipo entraba, a los diez segundos el calvorota de la bata marrón salía brevemente a dejar de nuevo el trapito rojo atado al poste; así cuatro o cinco veces, a intervalos de cinco minutos.

Estaba alucinando tanto que no reparé en dos tipos que salían de un coche aparcado cerrándome la salida hacia la calzada, entre el camión que me servía de parapeto y la furgoneta inmediata. El coche no era un Ibiza rojo sino un Peugeot azul marino, pero la mirada de los tipos era inequívoca: jaleo seguro. Fue el de la derecha el que me cerró la huida más directa por la acera hacia Travesera, paraíso de luz y tráfico, así que me erguí todo lo que pude y me encaré a él metiendo una mano en el bolsillo:

– Tú, milhombres: me vas a dejar pasar por las buenas o te voy a tener que soltar un par de hostias.

En un principio creí que el movimiento que inició era para apartarse y pensé, en una fracción de segundo, en la desventaja que me daba pasar junto a él y ofrecerle la espalda. Pero no hubo problema porque el movimiento que inició no era para apartarse: fue un paso atrás para convertir su pierna derecha en una catapulta de siete muelles y dispararme al careto un mocasín del 45, con su pie correspondiente dándole cuerpo.

Lo siguiente que recuerdo es que el embaldosado de la acera de Jaume Guillamet tiene el drenaje en forma de margarita de cuatro pétalos. Y está lleno de polvo, un polvo brillante, como motitas titilantes de purpurina.

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