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– No sé por qué pero me lo esperaba.

– Espera que ahora viene lo bueno. Resulta que cuando. le quedaban apenas unos dólares comprendió que no tenia más remedio que ponerse en marcha. Compró un saco de víveres, lanzó una moneda al aire para decidir el rumbo, se marchó con su saco, su mula y su cedazo justo en misma dirección que el resto de los buscadores, Klondike arriba. Pero el Klondike estaba ya más explorado que 1as blondas de las madmuaseles, no quedaba ni un metro de río que no tuviera marcada la concesión, y lo mismo pasaba en los afluentes importantes, así que nuestro sonao se empeñó en remontar un arroyuelo ridículo en el que nadie había encontrado el más mínimo vestigio de oro. El caso es que al cabo de un mes de estirar raciones y trepar por los Montes Mackencie, el saco de víveres se había agotado y el futuro tomaba mal color. Otros podían sobrevivir en pleno invierno a base de cazar y pescar, pero aquel hijo de un ferretero de Omaha apenas distinguía un conejo de un salmón, y no se le ocurría manera de capturar a ninguno de los dos. Total: estaba ya a punto de emprenderla a mordiscos con su cabalgadura cuando, agachado cerca del arroyuelo, se encontró con un siwash pescando.

– ¿Un si-qué?

– Un indio del norte. El caso es que debió ver al ferretero tan acabado que se lo llevó con su familia. El clan del indio solía acampar en verano junto a un pozo que formaba el riachuelo poco más arriba, y una vez allí le dieron de comer y después durmió una larga siesta ante la mirada atenta de toda la parentela, que no estaba acostumbrada a ver tipos tan rubios y tan peludos. El ferretero durmió todo el día y al despertar se sintió mucho mejor. Estaba casi anocheciendo cuando se levantó y fue hacia el pozo con intención de despejarse metiendo el cabezón en el agua helada. Fue entonces cuando lo vio.

– ¡Oro!

– Exacto, oro. En el fondo del pozo: una pátina dorada que relumbraba a la luz oblicua de media tarde como una botella de Freixenet puesta a trasluz. Casi se ahoga. Al principio los siwash no entendieron a qué venía tanto alboroto, pero el abuelo del clan terminó por dar con una explicación plausible: aquel polvo debía de ser una suerte de cosmético, el pigmento dorado que daba color a los cabellos del Rostro Pálido y al pelo brillante que le poblab el pecho y se le acumulaba alrededor de la boca.

– Te lo estás inventando…

– En serio: aquella gente no estaba acostumbrada a ver hombres rubios más que de lejos, buscando algo invisible en el lecho de los ríos. Piensa que al lado de un siwash, nickerboker descendiente de holandeses reluce al sol como una aparición mariana, exactamente igual que el fondo aquel pozo. Y a todo esto nuestro joven comprendió por qué nadie había remontado aquel arroyuelo. Generalme las pepitas de oro fluyen a lo largo de todo el río arrastra por la corriente; los buscadores probaban suerte en al lugar lo suficientemente poco profundo como para poder cribar la arena del fondo, y si encontraban algo seguían cribando más arriba, si no, se olvidaban del riachuelo y probaban en otro sitio. Pero resulta que sobre aquel pocillo diez o doce metros cuadrados la corriente pasaba muy 1entamente, lo suficiente como para que el oro que contenía sedimentara como una fina lluvia de purpurina y el agua perficial siguiera fluyendo limpia río abajo. O sea: el pozo era una especie de decantador natural que iba acumulan oro en su fondo, y sólo quedaba por averiguar qué grosor tenía aquella capa dorada. ¿Más vino?

– Más vino.

Serví las dos copas, le di un repaso a mi plato de jamón y un meneo a la escalibada tibia, que no acababa de convencerme. Mejoró bastante una vez salada y lubricada con un buen chorro de espeso aceite color verdoso. La Fina aprovechó también para picotear la trucha y darle un de buenos mordiscos a una tostada. Esperé para continuar hasta que, cubriéndose un poco la boca llena con mano, explicitó su impaciencia:

– Bueno, y qué pasó.

– Pues pasó que nuestro héroe salió con una brillante idea de Perrito Piloto. El caso es que, por pura curiosidad, se sumergió a tres metros en el pozo y llenó su sombrero con polvo del fondo. Una vez en la superficie se dio cuenta de la tremenda riqueza de la arena, casi cuarzo y oro a partes iguales, y en cuanto comprendió que era inmensamente rico le dio pereza la idea de ponerse a bucear como un pato durante días para extraer su tesoro. Entonces no se le ocurrió otra cosa que aprovechar la oportunidad para hacer un cursillo de caza y pesca con los siwash. Al fin y al cabo el oro seguiría allí esperando el tiempo que hiciera falta; en cambio los indios no paraban quietos más de una semana en el mismo campamento y era muy improbable volver a encontrarlos. Así que guardó el sombrero en la alforja de la mula y decidió olvidarse del asunto hasta que llegara el momento de trabajar en serio, cosa que bien podía esperar unos días.

– Y se quedó con los indios…

– Más que quedarse se fue con ellos. Y aprendió no sólo a distinguir a simple vista un conejo de un salmón sino también a construir trampas adecuadas según el caso. Y como era un sonao con mucho coco, aprovechó lo aprendido en el almacén de ferretería de su padre para pertrechar un ingenioso sistema de recuperación de capturas que dejó pasmados a los siwash. Pasó una semana, pasaron dos, tres, y empezó a tomarle el gusto a la vida nómada hasta el punto de que fue siguiendo a los indios de campamento en campamento hasta pasar el resto del verano y parte del otoño con ellos.

Hice otra pausa para beber vino y comer jamón.

– ¿Y el pozo?

– Ahí vamos, déjame comer un poco.

»Con los primeros fríos, los indios empezaron a bajar de las montañas hacia el sur, y el ferretero pensó que había llegado el momento de volver sobres sus pasos y ponerse a trabajar en la extracción. Debía de haber recorrido unos doscientos kilómetros con los indios en dirección a 1a cuenca del Yukon, pero aún entretuvo la larga vuelta al norte poniendo en práctica sus recién adquiridas habilidades de predador trampero. Cayeron las primeras nieves y el tipo estaba aún a mitad de camino, ocupado en curtir pieles de conejo para protegerse del frío creciente. Trato entonces de apresurarse, pero las ventiscas y la nieve em pezaban a hacer difícil el camino y le llevó una semana cubrir los últimos veinte kilómetros hasta llegar al pozo.

– Y cuando llegó se lo encontró lleno de gente chapoteando…

– No exactamente. Digamos que nadie podría haber metido en aquel agujero aunque lo hubiera encontrado. Allí ya no había agua, había un tremendo bloque de hielo opaco cubierto por medio metro de nieve dura.

– Putada…

– Inmensa.

– Y qué…

– Pues no le quedaba más remedio que volverse Dawson con el contenido del sombrero que aún guarda en la alforja. Hasta la primavera el oro había quedado completamente inaccesible a menos que se excavara el hielo, y eso requería el trabajo de varios hombres durante días, quizá semanas, habría que montar un verdadero campamento minero. Pero aquí no acaba la cosa, porque todavía se le ocurrió otra idea de Perrito Piloto. ¿Qué hubiera hecho una persona normal en esta circunstancia. Pues irse directamente a contratar a gente que tambien fuera normal: un pequeño grupo de mineros experimentados que hubieran tenido éxito en sus propias concesiones y quisieran redondear su fortuna trabajando un par de semanas para otro. ¿Y qué es lo que hizo en cambio el cenutrio del ferretero?, pues le dio por ponerse a jugar a Teresa de Calcuta y se fue por Dawson buscando desarrapados.

– ¿Y eso?

– Bueno, él estaba vivo y era rico gracias a la generosidad de unos indios que estaban mal vistos por todo el mundo, así que pensó que había llegado el momento de devolver el favor compartiendo su secreto con una veintena de los más necesitados. Entre todos sacarían el tesoro de bajo el hielo y podrían volver a sus casas con los bolsillos lo suficientemente llenos como para establecerse cómodamente.

– Pues no me parece tan mala idea.

– A veces, Fina, creo que tú también estás un poco sonada: tanta tontería con las ONG's te está estropeando el sentido común. ¿Sabes lo que pasó cuando aquel tipo vestido con pieles de conejo empezó a contar su historia entre los pobrecitos necesitados de Dawson que rondaban medio borrachos por las calles? Pues que se le rieron en las narices. ¿Quién iba a creer a un gandul al que todo el mundo recordaba despilfarrando su dinero en los salones de la ciudad y que ahora andaba por los arrabales explicando historias de maravilla entre los pordioseros? Y le creyeron menos aún cuando, intentando darle verosimilitud a su historia, entró en detalles y empezó.a contar el episodio de los siwash. Verás: George Carmack, el héroe local al que se atribuía el hallazgo del Bonanza, era un blanco simpatizante de los indios hasta el punto de casarse con una tagish, y precisamente hizo su descubrimiento a través de un hermano de su mujer, un indio al que llamaban Skookum Jim. Así que cuando nuestro sonao de Omaha empezó a contar los pormenores de su aventura todos terminaron por reafirmarse en que, además de ser un embustero, aquel imbécil tenía muy poca imaginación Se convirtió en una especie de bufón que rodaba por lo salones desbarrando sobre pozos dorados de increíble riqueza; le perdieron el respeto, y cuanto más se desgañita ba él, más loco les parecía a todos.

– Pero aún conservaba el oro que había sacado con su sombrero, ¿no?, eso demostraba que su historia era cierta.

– Ah, sí: a él también se le ocurrió esa idea. Un día tomó un puñado de arena dorada, entró en un salón con la palma abierta y gritó: «Mirad: tengo dos kilos más de es metidos en un sombrero, para quien quiera verlos y convencerse»…

Me detuve un momento y tomé un sorbo de vino mirando a la Fina fijamente.

– ¿Y?

– Pues que quien más interés mostró en aquello fue una pareja de la policía montada. Si aquella bravuconada del sombrero tenía algo de cierto, era sin duda indicio de que el tipo le había robado el oro a algún ciudadano honrado. Lo detuvieron. Lo interrogaron. Después de dos horas vio en la necesidad de excusarse alegando que había inventado esos dos kilos sólo para darse importancia en el bar, y aun así le costó justificar el puñado con el que había entrado en el salón. Por suerte, esa misma noche, la bailarina de un salón de la calle principal tiró sin querer lámpara mientras actuaba y acabó incendiándose media calle. No había todavía cuartel de bomberos en la ciudad y la policía tuvo tanto trabajo que acabó por desentenderse de aquel pobre desgraciado.

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