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Trasteé aquí y allá buscando cerveza y vaso según sus indicaciones y me apalanqué en el quicio de la puerta observando sus manejos con el pescado. Me pareció un poco abatida. Si la historia que me había contado el día anterior tenía algo de cierto, era lo normal.

– Bueno, cuéntame qué ideas son esas que se te han ocurrido.

Encendí un cigarro para darme tiempo.

– Deberíamos contratar a un detective -dije al fin.

Ella detuvo un momento la labor y se quedó mirándome con las cejas levantadas:

– ¿Un detective?

– Para eso están los detectives, ¿no?

– No me parece buena idea. Éste no es un caso de infidelidad al uso, no creo que un detective pueda sernos útil.

Ya me esperaba cierta reticencia. Venía preparado para resultar convincente:

– Mira, Gloria, te voy a ser franco. No es que le deseo ningún mal a mi hermano, pero tampoco me interesa meterme en sus líos, ¿me explico? ¿Que ha desaparecido. bueno, pues hay que buscarlo, y hasta cierto punto es lo gico que me pidas ayuda a mí, pero creo que lo mejor es que se encargue de investigar un profesional, no se me ocurre nada mejor. Le he contado a mi madre una pelícu la de indios para que no le alarme su ausencia durante unos días, a mi padre le contaré otra si es necesario y procuraré mantener la bola de la enfermedad en el despacho; pero no sé qué otra cosa puedo hacer personalmente.

– ¿Qué le has contado a tu madre?

– Que Sebastián ha tenido que marcharse a Bilbao a resolver unos asuntos.

Se quedó un momento pensativa.

– ¿Y no le ha extrañado que no fuera a verla? Sebastián va a visitarla cada dos o tres días, y siempre antes de salir de viaje.

– Ya me lo he montado para dejarla tranquila, no te preocupes. Le he dicho que tú te habías marchado con él, así que no la llames porque en lo que respecta a ella estás en Bilbao. He pensado que eso te facilitaría las cosas: si no habla contigo no tendrás que mentirle.

Esto último no era verdad pero me pareció oportuno decirlo.

– ¿No te ha preguntado por los niños?

– No… Habrá supuesto que se los han quedado tus padres. ¿No se quedan con tus padres, cuando salís de viaje?

– Sí, a veces. Pero es raro que no preguntara.

– Bueno, está un poco desorientada por el accidente de mi padre.

– ¿Cómo está?

– Bien. Lo vi ayer. Se despistó por la calle siguiendo un escote y le golpeó un coche que hacía maniobras. Está hecho un sátiro. No ha sido nada: la incomodidad de la escayola.

– Hubiera querido ir a visitarlo…

No me interesaba seguir hablando de SP:

– Bueno, qué me dices del asunto del detective.

– ¿Que qué te digo?: que no me gusta nada. Preferiría que te ocuparas tú. Primero porque no podemos dejar que un extraño hurgue en los papeles de Sebastián, y segundo porque no quiero enterar a nadie más de los pormenores de mi matrimonio.

– No tenemos por qué contarle toda la verdad. Y si quieres ya me ocuparé yo de los papeles.

Abandonó una rodaja de merluza a medio rebozar sobre la bandeja y se volvió hacia mí:

– No lo entiendo: ¿de qué nos sirve un detective que no sepa de qué va el lío?

– Hay un montón de posibilidades que a nosotros se nos escapan. Esa gente sabe dónde buscar, no sé, aeropuertos, hoteles… Tienen contactos, incluso con la policía. En dos días son capaces de rastrear más que nosotros en un mes. Además, podemos hacerle seguir la pista de vuestra amiga la secretaria, ¿cómo se llamaba?

– Lali.

– Lali. Podemos contratarlo en nombre de ella, como si fuéramos amigos suyos, o familia, y estuviéramos preocupados. Que tire de ese hilo, a ver qué encuentra. Al menos iremos adelantando algo hasta que el sobre que enviaste llegue con el correo. Después ya veremos.

Volvió a la harina, pero nada convencida de lo que le proponía:

– Me parece un disparate. No sé…, muy rebuscado.

– Bueno, en cualquier caso no perdemos nada intentándolo. A lo sumo el importe de la minuta. Por eso te he preguntado si tenías dinero en casa. Y yo necesito también algo, Sebastián tenía que haberme pagado ayer un dinero ¿Cómo lo tienes?

– Hay unas cien mil pesetas en casa, pero tengo tarjetas. Si quieres puedo darte la de la cuenta de gastos corrientes de Sebastián. Tiene una copia aquí, y el número secreto apuntado.

– ¿Habrá suficiente dinero para pagar a un detective durante un par de días y que sobre algo para mí?

– Es su cuenta de bolsillo, pero supongo que sí, a menudo tiene gastos imprevistos. Toma lo que necesites y después te apañas con él…, cuando aparezca.

– Perfecto. Oye, otra cosa, he pensado que no me vendría mal disponer de un coche, más que nada por si he de moverme para hacer alguna averiguación. ¿Tienes las llaves del coche de Sebastián?

– ¿De qué coche?

– Pensaba que sólo teníais uno.

– Compramos hace poco una furgoneta de esas con asientos combinables, para ir con los niños…

– Me irá mejor el BMW.

– Ése ya no lo tenemos. Sebastián se encaprichó de un deportivo.

– ¿Te importa que me lo lleve?

Negó levemente con la cabeza. Parecía ser otra cosa la que le preocupaba:

– Oye, no estoy muy convencida de eso que dices del detective. ¿Qué vas a contarle?

Fingí que lo pensaba en ese momento:

– Bueno, no sé… Quizá podrías hacerte pasar por hermana de Lali y yo por su cuñado. No tendrás que actuar, sólo mentir en un par de detalles.

– Si consideras que presentarnos tú y yo como marido y mujer es un detalle…

– Bueno, ¿tienes un plan mejor?

Silencio. Vuelta a una rodaja de merluza en el plato de harina. Era el momento de ponérselo fácil para terminar de convencerla.

– Mira, yo me encargo de llamar a una agencia y concierto una cita aquí, ¿de acuerdo? Hazme caso, estaré más tranquilo. ¿Te parece sobre las ocho de la tarde?

Concedió:

– Muy bien, como quieras.

– Te llamaré para confirmar. Y oye, perdona, pero si me das las llaves del coche y la tarjeta me marcho ya, tengo un poco de prisa.

Se lavó las manos y salió pasillo allá hasta lo que supuse que era la suit principal. Me quedé en la cocina apurando la cerveza, más por miedo a tropezarme con alguno de mis Adorables Sobrinos que por discreción: me hubiera gustado ver la alcoba de Lord y Lady First, generalmente los dormitorios conyugales ofrecen información privilegiada. Volvió al poco con una tarjeta de La Caixa y una llave-mando a distancia que prometía maravillas.

– Esto también abre la puerta del parking, pero no te hará falta, hay vigilante y está siempre abierto. Las nuestras son las plazas 56 y S7.

Tomé las dos cosas sin poder evitar mirar la insignia del llavero: «Club de Tenis Barcelona», dos raquetitas y una pelota de oro.

– El código de la tarjeta es el 3, 3, 4, 4. Fácil.

– Gracias. Oye, ¿has probado a llamar al móvil de Sebastián?

– No. Se lo dejó aquí.

– Pensé que lo llevaba siempre encima.

– No siempre. Sólo cuando prevé que no va a estar localizable.

– Luego pensaba estar localizable. -Sí, claro.

– ¿Te importa que me lo lleve también?

– ¿El teléfono? No…: ahora te lo traigo.

Se volvió hacia la misma habitación del fondo del pasillo y trajo el aparato. Lo tomé todo en una mano y me dispuse a salir. Lady First me acompañó a la puerta.

– Ah, se me olvidaba: ¿has hablado con alguien del despacho, hoy? -pregunté.

– Sí, he vuelto a llamar esta mañana para avisar de que Sebastián seguía indispuesto.

– ¿Y has dado algún diagnóstico?

– No. Sólo que seguía con fiebre y que íbamos a llamar al médico esta mañana. He preferido no inventar nada concreto; me aterra decir mentiras, se me da fatal.

– Otra cosa, sería mejor que no salieras de casa en un par de días.

– Ya lo había tenido en cuenta. No he enviado a la niña al colegio precisamente por eso.

Una vez en el ascensor me fijé en que el último botón era distinto a los demás, una blanca P de parquin sobre fondo azul. Lo pulsé.El garaje ocupaba una sola planta que agotaba la superficie del edificio. Vi la cabina del vigilante a lo lejos, al pie de una rampa iluminada por un resplandor que indicaba la salida al exterior soleado. Busqué las plazas 56 y 57. En la primera había un enorme monovolumen azul verdoso y en la 57 estaba el deportivo. Subestimando a mi Estupendo Hermano había imaginado uno de esos japoneses que se pueden conseguir por tres o cuatro millones, pero en lugar de eso me encontré con un biplaza de primera división: color asfalto metalizado, ruedas de treinta centímetros de grosor y aspecto de felino agazapado, una verdadera Béte Noire. Me acerqué al morro y miré el logotipo de la marca entre los faros escamoteables: Lotus. El techo me llegaba poco más arriba del ombligo, y me pregunté si sería capaz de meterme en aquel cubil minúsculo en el que una luz roja intermitente advertía que allí habitaba algo vigilante. Quise probar. Le di al botoncito de la llave y oí el «stuuk» amortiguado con el que se abrieron al unísono los seguros de las puertas. Uno no entra en estos coches: se los calza, es como ponerse un condón. Lo más difícil fue pasar el muslo derecho bajo el volante, pero una vez lo hube conseguido tuve toda la sensación de estar en íntimo contacto con una máquina de tragar kilómetros a razón de trescientos por hora, cifra máxima que prometía el velocímetro. Olía ligeramente a cuero y a ambientador a base de esencias secas. Le di al contacto. Se encendió el tablero y, frzzzzzzz, un ligero zumbido que llegaba a través de la puerta abierta me hizo sospechar que el motor se había puesto en marcha.

Apagué enseguida. No era momento de jugar a cochecitos. Salí del habitáculo con más dificultades de las que había encontrado para entrar, me subí la bragueta -que no había resistido las contorsiones-, y me fui hacia la calle por la rampa de salida. Convenía que el vigilante me tuviera visto, más teniendo en cuenta que la Bestia Negra no debía de haberle pasado desapercibida. Lo saludé con un gesto de la mano; estaba leyendo algo y apenas me miró.

Nada más salir puse rumbo a la oficina de La Caixa de Travesera-Aviación. Visto el coche, era el momento de comprobar la potencia de la tarjetita de gastos. Las ventanillas del interior aún estaban abiertas al público, debían ser poco antes de las dos. Me quedé en el cajero automático. Código secreto, consulta de saldo, esperé a que saliera el papelito impreso. A primera vista casi me indigné al entender que la suma disponible era de mil doscientas sesenta y cinco pesetas, pero me fijé mejor y comprendí que los tres ceros del final no podían ser decimales. ¿Dónde se han visto tres decimales en formato peseta? Allí decía un millón doscientas sesenta y cinco mil, no había duda: uno, punto, dos, seis, cinco, punto, cero, cero, cero. Sabía que The First necesitaba salir de casa con el bolsillo bien provisto, pero más de un millón de pelas para gastos de gasolina y restaurante superaba mis expectativas. Me apresuré a sacar cincuenta boniatos de aquel horno antes de que alguien se arrepintiese de haberlos puesto a mi disposición y, una vez sentí su calor en el bolsillo, probé a sacar cincuenta más. No problem, salieron todos ellos dóciles como corderitos.

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