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Exactamente igual que estaba sucediendo mientras Helena e Ismaíl conversaban en la cocina y la negrura del jardín se iba haciendo cada vez más espesa, sin que se dieran cuenta, más densa, con el único rectángulo brillante y claro de una sábana de algodón tendida en la noche, porque todas las cosas irradian vínculos entre sí. El velamen a la deriva de los recuerdos.

– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Helena ante su prolongado silencio, acercándose a él y poniéndole una mano en el hombro.

Ismaíl encendió una cerilla en el hueco de la ventana e inhaló el olor del fósforo al acercar la llama al cigarrillo, como si necesitara la pausa de una bocanada de humo para salir de su ensoñación y retomar el hilo de la charla.

– Nada. ¿Qué habría de sucederme? -respondió, recuperando la sonrisa casual.

Sin embargo, el recuerdo había cruzado su memoria como una mariposa volando alrededor de un foco de luz. No era la primera vez que afloraba asu mente, y sabía que volvería a hacerlo en otras ocasiones. Ahora ya no podía parar, tenía los brazos metidos en el barro de la memoria hasta los codos, pero no sólo en su propia memoria infantil, quebradiza y llena de lagunas, sino también en la otra memoria, en la colectiva, la que descansa pesadamente en archivos y hemerotecas.

Durante los últimos días había intensificado su vagabundeo por estos lugares donde esperaba poder encontrar actas de las reuniones del buró político del partido, o documentos que arrojasen alguna luz sobre su incertidumbre entre los ejemplares atrasados de periódicos y revistas… Indagaba todo lo que pudiese darle alguna pista sobre el paradero del doctor Gjorg, cuya desaparición estaba seguro, ya de que tenía que deberse a motivos involuntarios. Ríos de tinta que fluían como una corriente negra y subterránea, igual que los túneles inundados por el agua que se ramificaban bajo los sótanos del Comité Central, según contaban algunos, los que habían chapoteado en su curso y lo habían recorrido en algún tramo con botas negras y los bajos del abrigo mojados rozando las paredes y una linterna que se apagaba siempre antes de llegar al final: escaleras estrechas y resbaladizas, la oscuridad del acero, un pasillo angosto al que se accedía por un montacargas interior, el chirrido del portón de hierro que se abría y se cerraba con un sonido de herraje, una ciudad entera bajo tierra.

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