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El hombre rezongó entre los negros radios de las ruedas. Le acercó la mano en que se balanceaba como una muestra el rebenque coronado en plata.

– ¿Tenés un fósforo?

Fue una simple alegría la que lo afirmó en las piernas, apelotonándole los músculos del brazo.

– Si. Tome.

El cortafrío brilló en un rápido viaje circular y golpeó en la cabeza doblada del hombre, junto a la curva oscura de la patilla. No hubo necesidad de más porque el cuerpo se aquietó bajo la máquina, ovillado como para que el calor se le fuera despacio, avaramente. Abrió la mano y la herramienta desapareció en el suelo. Se restregó lentamente contra la tela del pantalón el dorso de la mano que algo acababa de salpicar. Levantó la cabeza al cielo dilatado y entonces la noche se precipitó incontenible en el paisaje, vibrando misteriosa en los astros, en los perros lejanos y en el ruido de clavijas de los charcos.

Venía la noche. Rápidamente se apartó del trarctor y fue a su encuentro. Corrió en línea recta, ágil y alegre, seguro de que la angustia quedaba allí, enfriándose sobre la negra tierra roturada. La gran noche incomprensible y secreta venía veloz en su busca y se deslizaba bajo su cuerpo incansable. Zambulló entre los hilos del alambrado y siguió corriendo. Saltó la zanja con un fragmentado espejo en el fondo y continuó su carrera. Ahora los pies golpeaban locamente en el pasto humedecido, atrayendo vertiginosamente el ombú junto al pozo. Corrió unos metros en arco y tomó a la derecha, arrastrando la larga sombra de luna que acababa de nacerle. El cansancio le sacudía feroz el pecho, abriéndole los labios entre los dientes apretados; pero siguió corriendo, corriendo, apilando minutos y metros, como si aquella felicidad salvaje que se le había aparecido bruscamente lo llevara veloz de la mano, hendiendo la noche de hielo. Entró en el maizal a la carrera: tropezó en seguida, perdiéndose, boca abajo en la sombra.

Giró con los brazos en cruz. Un ardiente dolor en la mejilla lo hizo despertar y abrió los ojos a una pequeña luna redonda, alta ya en el cielo. Se incorporó con cuidado y escuchó. Nada. De rodillas, sacó la cabeza y miró alrededor. Nadie. Se puso de pie y continuó caminando, un poco rengo, temblando a sus espaldas la pequeña sombra circular. Entre los alambres que bordeaban el camino lo fijó un canto de gallo, trepando entrecortado en la noche. Luego, jovialmente, tomó impulso en el alambrado y pasó la zanja. Como una pálida lengua bajo la luna, el camino se iba en la noche. Sacó la mano del bolsillo con la rosa seca y áspera; la tiró a un costado, lejos, restregándose luego los dedos entre sí para separar los restos de la flor. Después apresuró el paso y se fue por el camino, en busca de la noche próxima, que le aguardaba una espera de diez años en la calle enjoyada de luces, con el reguero de detonaciones del salón de tiro al blanco, las grandes risas de sus mujeres, el marinero rubio y tambaleante.

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