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– Siéntese, comisario.

– Gracias. La última vez que nos vimos yo me llamaba

Medina.

– Pero hoy resolví ascenderlo. Ya sé lo que lo trajo.

Medina miró dudoso la profusión de butaquitas doradas.

– Siéntese en cualquiera -insistió Petrus-. Si la rompe me hace un favor. Y ante todo, ¿qué tomamos? Estoy pasado de ginebra.

– No vine a tomar.

– Ni tampoco a contarme que en horas de servicio nada de alcohol. Hace meses que no me llegan botellas de Francia. Algún milico estará tomándose mi Moet Chandon en rueda de chinas. Pero tengo un bitter Campari que me parece justo

para esta hora.

Movió una campanilla y vino el mucamo que estaba escuchando detrás de una cortina. Joven, moreno, el pelo aplastado y grasicnto. Medina lo conocía como carne de reformatorio, como mensajero de putas clandestinas -¿y qué mujer no lo es?-, como ladrón en descuidos. Recordó, buscándole sin triunfo los ojos, la frase ya clásica y deformada: “Te conozco, Mirabelles”. Era cómico verlo con la chaqueta blanca y la corbala de smoking. “Se trajo de Europa juegos de muebles, una esposa, una puta, un cochecito y un potrillo. Pero no consiguió un sirviente exportable; tuvo que buscarlo en el basural de Santa María.”

Habían desfilado recuerdos de cosechas perdidas, de cosechas asombrosas, de subidas y caídas de precios de vacunos; habían sido barajados veranos e inviernos lejanos, gastados por el tiempo hasta ser irreales, cuando la botella anunció que sólo quedaban dos vasos del líquido rojo, suave como un agua dulce. Ninguno de los dos hombres había cambiado, ninguno revelaba la burla ni el dominio.

– La señora y el chico fueron a Santa María. Tal vez sigan más lejos. Nunca se sabe. Quiero decir que nunca se sabe con las mujeres -dijo Petrus.

– Le pido perdón, no le pregunté por la salud de la señora- dijo Medina.

– No tiene importancia. Usted no es médico, usted vino porque mis perros se comieron a un ladrón de gallinas.

– Perdón, don Jeremías. Vine a molestarlo por dos cosas. Nos llevamos al difunto disfrazado. Sus peones le embarraron la cara y las manos, lo vistieron con la ropa del capataz, le robaron lo que tenía. Anillos; bastó mirarle las marcas en los dedos. Bastó lavarlo para saber que vino limpito y bañado. Se olvidaron del perfume, tan fino y marica como el que usa su señora, Madame. Una trampa torpe hecha por la peonada. Con esto me basta porque ya le conozco el nombre. Es muy posible que usted no sepa quién era y es posible que lo ubique cuando yo quiera decírselo o cuando vea, si quiere molestarse, el expediente en el Destacamento. Los perros le comieron la garganta, las manos, la mitad de la cara. Pero el difunto no vino a robar gallinas. Vino de Buenos Aires y usted no fue a Buenos Aires el viernes.

Una pausa mordida por los dos, un miedo compartido.

Petrus olía un peligro pero ningún temor. Sus peones habían sido torpes y también él por haber confiado en ellos y en la farsa grotesca.

– Medina o comisario. Yo me fui a Buenos Aires el viernes. Casi todos los viernes voy. Pagué mucho dinero para que todos lo juren.

– Y todos juraron, don Jeremías. Nadie lo estafó, ni siquiera en un peso. Juraron por el miedo, por la Biblia y por las cenizas de sus putas madres. Aunque no todos eran huérfanos. Pero, sin adular, yo sentí que juraban comprometidos con otra cosa, con algo más que el dinero.

– Gracias -dijo Petrus sin mover la cabeza, con una línea burlona empujando los duros bigotes-. Historia terminada, sumario cerrado, yo estaba en Buenos Aires.

– Sumario cerrado porque el muerto estaba dentro de su casa, su tierra, su bendita propiedad privada. Y el asesinato no lo hizo usted. Lo hicieron los perros. Probé, don Jeremías. Pero sus perros se niegan a declarar.

– Doberman -asintió Petrus-. Raza inteligente. Muy refinados. No hablan con los perros policía.

– Gracias. Tal vez no sea por desprecio. Simple discreción. Otra vez: asunto archivado. Pero algunas cosas deben quedar claras. Usted no estaba por aquí la noche del sábado. Usted no estaba, tampoco, en Buenos Aires. Usted no estuvo, no vivió, no fue, de viernes a lunes. Curioso. Una historia sobre un fantasma desaparecido. Eso no lo escribió nadie, nunca, y nadie me lo contó.

Entonces Jeremías Petrus abandonó el asiento y quedó de pie, inmóvil, mirando con fijeza la cara de Medina, el látigo inútil colgando de su antebrazo.

– Tuve paciencia -dijo lentamente, como si hablara a solas, como si murmurara frente al espejo ampliatorio que usaba para afeitarse por las mañanas-. Todo esto me aburre, me entorpece, me mata el tiempo. Quiero, tengo que hacer tantas cosas que tal vez no puedan caber en la vida de un hombre. Porque en esta tarea estoy solo-. Se interrumpió por minutos en la gran sala poblada de cosas, objetos, nacidos e impuestos de y por la nunca derrotada historia femenina, su voz había sonado, levemente, como plegaria y confesión. Ahora se hizo fría, regresó a la estupidez cotidiana para preguntar sin curiosidad, sin insulto: -¿Cuánto?

Medina rió suavemente, matizó su pobre alegría al ambiente de insoportables vitrinas, japonerías, abanicos, dorados, mariposas muertas y sujetas.

– ¿Dinero? Nada para mí. Si quiere liquidar la hipoteca es cosa ajena, don Jeremías. Es del Banco o de nadie. Me queda el catre del Destacamento. -Hecho -dijo Petrus. -Como quiera. En pago quiero decirle algo que lo molestará tal vez al principio, desde esta noche o mañana, digamos…

– A usted nunca le gustó perder el tiempo. A mí tampoco. Tal vez por eso lo aguanté tantos años. Tal vez por eso lo escucho ahora. Hable.

– Usted manda. Creí que un poco de prólogo, entre dos caballeros que tienen las manos limpias… El caso es que Ma-muasel Josefina no quiso decir ni escuchar palabra. Perdón, dijo algo así, y una sola vez, como “Se petígarsón”. Un poco lloró. Después desparramó libras arriba de la cama. Están todavía en el Destacamento, junto al sumario, esperando al juez que fue a una cuadrera y tal vez se dé una vuelta por aquí, de paso.

– Es justo -dijo Petrus-. Que la hayan escuchado, no importa. Las libras, un poco menos de ciento treinta y siete, tampoco importan y no tienen relación con el asunto.

– Otra vez perdón -dijo Medina tratando de endulzar la voz-, menos de la mitad de cien.

– Entiendo, siempre hay gastos.

– Claro. Y sobre todo en los viajes. Porque Mamuasel estuvo consultando desde el teléfono del ferrocarril. Usted lo conoce al pobre Masiota y sabe cómo trata el pobre Masiota a todas las mujeres, siempre que no sea la suya, claro, como todos sabemos y basta mirarle el ojo izquierdo los lunes después de la borrachera conyugal del sábado. A todas las mujeres menos a la que soporta y a la que tuvo la suerte de encontrarlo semidespierto esta mañana de lunes en la estación, cuando usted reapareció. Le bastó una moneda, una sonrisa, un mesié le chef, para que el tipo le regalara todas las líneas telefónicas, todos los vagones de bolsas y vacas que esperaban en el desvío, todos los infinitos rieles que no sé adonde van, los de la izquierda y los de la derecha.

– ¿Y? -dijo Petrus interrumpiendo y apurando con un talerazo en sus botas.

– Demoraba porque hablé de caballeros. Disculpe. Ya sé que no nos gusta perder el tiempo. Ahí va: Mamuasel debe haber agotado las pilas de nuestro jefe de estación. Pero en una o dos horas consiguió lo que quería. Tren, hotel, barco para Europa. Lo supe hace unos minutos, nunca falta un borracho o un vago en los bancos de la estación.

Petrus había estado mordiendo la plata del mango del talero, meditativo, privado de las ganas de golpear, mientras Medina, no seguro ni en descuido, resbalaba el pulgar por el gatillo en la cintura. Sin previo acuerdo los dientes y el pulgar, lentos, prolongaron la pausa; tanto, que no sirvió para esta historia. Al fin habló Petrus; usaba una voz despaciosa y ronca, una voz de mujer acosada por la menopausia. Tenía el orgullo de no preguntar.

– Josephine sabía el nombre. Conocía el nombre del ladrón de gallinas y, estoy seguro, mucho más. No veo otra razón para irse.

– Puede ser, don Jeremías -silabeó Medina atento a la verticalidad del rebenque-. ¿Por qué se habría ido?

Hacía tanto tiempo que Petrus no reía que su boca abierta y negra empezó con un mugido largo y se fue apagando como un ternero perdido.

– ¿Para qué explicar, comisario? Todas las mujeres son unas putas. Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas. He conocido algunas ante las cuales me parecía correcto sacarme el sombrero. Eran damas, eran señoras. Pero las de ahora no pasan de putitas, pobres putitas. -Cierto, don Jeremías -reculó ante el recuerdo lejano de la señora Petrus ofreciéndole té y tartas en aquella misma habitación-. Casi todas. Pobres, que no nacieron para otra cosa. Usted pelea para hacer un astillero. Contra todo el mundo. Yo peleo, los sábados para dormir borracho, a veces para enterarme de quién era el dueño de las ovejas robadas. También necesito tiempo para pintar. Pintar el río, pintarlos a ustedes.

– Le compré dos cuadros -dijo Petrus-. Dos o tres.

– Es cierto, don Jeremías; y los pagó bien. Pero no están en esta sala. Están en el galpón de los peones. Eso no importa. Usted tenía razón en lo que estaba diciendo. Ellas no tienen ni un gramo de cerebro para ser algo más que lo que usted dijo.

El rebenque cayó entre las piernas, después al suelo, y Petrus, sentándose, invitó:

– ¿Y si nos tomáramos otra, comisario?

Al salir Medina vio que una de las bestias dormía una siesta larga, protegida del sol.

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