Tío Horacio pidió tres cervezas, miró un poco alrededor y comenzó a hablar de la industrialización de los países coloniales. En una pausa Walter dijo: "Hay poca gente esta noche. Si cruzamos enfrente…" Pero tío Horacio siguió hablando, con la cara distraída y bondadosa. Cuando trajeron la cerveza estuvo un rato inclinado, con el vaso apoyado en la boca, sin beber, inmóvil, los ojos bajos, Oscar miró a Walter, que examinaba el fondo del salón, arreglándose los puños salientes de la camisa; no pudo encontrarle los ojos y se echó hacia atrás, observando a tío Horacio y esperando. Esperó hasta que él bebió un trago, dejó el vaso sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla, la boca abierta para hablar, y comenzó a resbalar en el asiento. Walter dio un salto, se puso atrás de su padre y trató de levantarlo, tomándolo de las axilas. Entre el mozo y un hombre que se acercó a la mesa, Oscar se inclinó para aflojar el nudo de la corbata del viejo. Vio que la cabeza giraba con trabajo, se inclinaba hacia un hombro y volvía a levantarse. Entonces Walter gritó: "Hacete una corrida y traé las gotas".
Oscar salió corriendo del café, consiguió un taxi y viajó a Paraná y Corrientes a buscar el remedio; no quería pensar en nada, solamente recordaba a tío Horacio cruzando la calle Rivadavia y preguntando con voz paciente, sin presionar, seguro de que él mismo podría dar en seguida la respuesta exacta: "¿Y cuál es el secreto de la fuerza de los agricultores canadienses?"
Oscar dijo al chófer que esperara y subió corriendo la escalera. No había nadie en el hall; empezaba la buena estación y era sábado, todos debían haber salido. Entró en la pieza y vio a Perla sentada en la cama, un brazo muy separado del cuerpo, con la mano hundida en la colcha, el pecho bastante más saliente que cuando vivía en Belgrano, tal vez más gorda en todo, muy pintada. La mujer sonrió, inclinando la cabeza como las niñas; era el gesto de siempre para tío Horacio, el gesto de ganar discusiones, hacerse perdonar, llevarlo a la cama.
– ¿Cómo le va? -dijo ella, y bajó la cabeza, sin dejar la sonrisa, hasta casi tocarse el hombro con la mejilla.
Oscar no le contestó nada y por un momento se olvidó del remedio, del coche que esperaba, de tío Horacio resbalando en la silla. Se sacó el sombrero y se apoyó en la mesa, frente a ella, mirándola. Después también él sonrió, porque Perla dijo:
– ¿Qué le pasa? ¿Se asombra de verme, verdad? Parece que no se alegrase mucho -empezó a levantar la cabeza-. ¿Horacio salió? Yo quería verlo…
Oscar volvió a ponerse el sombrero, fue a buscar el frasquito al botiquín, y mientras lo revolvía le habló:
– Está ahí, en un café de la Avenida, con un ataque.
La oyó levantarse, caminar de un lado a otro y asegurar varias veces que era imposible. Repetía: "tan luego ahora"; y Oscar no supo lo que quería decir. Encontró el frasco y le dijo:
– Tengo un automóvil esperando para ir al café. Si quiere venir, se apura.
En el primer viaje en taxi no hablaron; Oscar estaba con el cuerpo inclinado, mirando la calle por encima del brazo del chófer, con el frasquito apretado entre las rodillas. Cuando llegaron al café, el aparato de música tocaba un pasodoble, y la mesa estaba vacía, con un mozo de pie, al lado, comentando con alguien de una mesa vecina, mientras movía sin sentido la servilleta.
– Ya se lo llevaron -dijo el mozo-. Seguía peor, y de aquí mismo llamamos y se lo llevaron. No sé adonde. Lo habrán llevado a Esmeralda al 66. Le voy a preguntar al patrón si sabe.
El patrón no sabía, pero hablaron en la calle con el vigilante, y les dijo que habían llevado a tío Horacio a Esmeralda 66.
– ¿Cómo estaba? -preguntó Perla.
– No sé -dijo el vigilante-. Estaba mal. Cuando yo llegué se desmayó del todo.
Siguieron en otro coche hasta la Asistencia Pública, y en este segundo viaje Perla mostró un pañuelo en la mano y comenzó a llorar, la cabeza otra vez inclinada, como si hubiera cerca alguien a quien pedir alguna cosa.
En la Asistencia Pública los dejaron entrar en seguida, los guiaron por.un corredor, caminaron por un laberinto hecho de bastidores y entraron después en una sala grande, donde Walter estaba tironeándose desconcertadamente de los puños de la camisa, y tío Horacio estaba muerto, acostado en una camilla.
En el último viaje de la noche Perla estuvo arrinconada en el asiento, la mano larga abierta contra el pañuelo que le tapaba la cara. El automóvil iba a poca velocidad por Esmeralda, y cuando ella bajó la mano en una bocacalle, Oscar le vio los ojos enrojecidos y la nariz hinchada; la boca, pintada y bien hecha, con un poco de vello bajo la nariz, seguía tranquila, avanzando un poquito, con el gesto que le servía a Oscar para identificarla cuando la recordaba, igual a la boca de los retratos que tío Horacio había tenido escondidos en un cajón del escritorio.
– Me echaron como si yo fuera… -empezó a rezongar la mujer.
– No; la echaron como a todo el mundo. No había nada que hacer allí.
– Yo quería estar.
Oscar prefería soportar el ruido que hacía cuando lloraba a escucharla hablar. Perla volvió a recostarse en el asiento, sin llorar ahora, la mano enrulando el pañuelo en la falda. Oscar recordaba la cabeza de tío Horacio en la camilla y a Walter dando vueltas alrededor, con el perfume del cosmético, el traje de compadrito, los blancos puños de la camisa escondiéndole las muñecas, repitiendo, deteniéndose para hacer inútilmente otra frase, las mismas palabras que había dicho Perla: "Tan luego ahora…" Suspiraba, movía nerviosamente los labios como para echar una mosca, y continuaba arrastrando el estribillo alrededor de la camilla: "Tan luego ahora". La enfermera escribía de pie en un rincón, y el médico se secaba las manos en el otro lado de la sala.
– Oiga -dijo Perla-. ¿Usted tomó las disposiciones?
El la miró en silencio, y a la luz que entraba cortándoles las caras la vio temblar de rabia.
– Ah -dijo Oscar un rato después-, ese animal de Walter se va a ocupar de todo.
– Pobre Walter -dijo ella-. Se quedó muy afectado.
Oscar se volvió a mirar la calle, pensando: "disposiciones" y "afectado"… "Además está gorda como una vaca."
– Usted siempre el mismo -dijo ella con amargura y debilidad-. Parece que no le importa mucho. En cambio, Walter…
– Puede ser -dijo Oscar-. Tiene razón; a Walter, sí.
Hizo detener el coche en Paraná y Corrientes, mientras ella sacudía la cabeza y repetía el ruido del llanto. Oscar esperó un momento y después le dijo que él se bajaba allí, pero que si ella quería seguir podía darle dinero para el taxi. Ella dijo que no y bajó, y mientras Oscar pagaba al chófer estuvo esperando recostada a la pared, más gorda que antes, metida en la sombra con su vestido claro; quedaron luego mirándose en silencio, y él sintió el perfume que venía en olas sin fuerza desde el pecho de Perla, que subía y bajaba junto al portal vacío.
Después Oscar entró en el café y fue a buscar el rincón solitario, pensando en cuál sería la frase que tal vez hubiese esperado la mujer, parada e inmóvil, frente a él, hasta que se separaron sin hablar, y pudo verla de espaldas, alejándose hacia la Avenida, hacia el muro invisible de Rivadavia, de regreso al Sur.