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Ahora la mujer arrugaba el entrecejo, haciendo que sus ojos pasaran frente al pecho de Baldi sin tocarlo.

– ¿Y usted mataba negros? ¿Así, con un fusil?

– ¿Fusil? Oh, no. Los negros ladrones se cazan con ametralladoras, Marca Schneider. Doscientos cincuenta tiros por minuto.

– ¿Y usted…?

– ¡Claro que yo! Y con mucho gusto.

Ahora sí. La mujer se había apartado y miraba alrededor, entreabierta la boca, respirando agitada. Divertido si llamara un vigilante. Pero se volvió con timidez al cazador de negros, pidiendo:

– Si quisiera… Podríamos sentamos un momento en la placita.

– Vamos.

Mientras cruzaban hizo un último intento:

– ¿No siente un poco de repugnancia? ¿Por mí, por lo que he contado? -con un tono burlón que suponía irritante.

Ella sacudió la cabeza, enérgica

– Oh, no. Yo pienso que tendrá usted que haber sufrido mucho.

– No me conoce. ¿Yo, sufrir por los negros?

– Antes, quiero decir. Para haber sido capaz de eso, de aceptar ese puesto.

Todavía era capaz de extenderle una mano encima de la cabeza, murmurando la absolución. Vamos a ver hasta dónde aguanta la sensibilidad de una institutriz alemana.

– En la casita tenía aparato telegráfico para avisar cuando un negro moría por imprudencia. Pero a veces estaba tan aburrido, que no avisaba. Descomponía el aparato para justificar la tardanza si venia la inspección y tomaba el cuerpo del negro como compañero.

Dos o tres días lo veía pudrirse, hacerse gris, hincharse. Me llevaba hasta él un libro, la pipa, y leía; en ocasiones, cuando encontraba un párrafo interesante, leía en voz alta. Hasta que mi compañero comenzaba a oler de una manera incorrecta. Entonces arreglaba el aparato, comunicaba el accidente y me iba a pasear al otro lado de la casita.

Ella no sufría suspirando por el pobre negro descomponiéndose al sol. Sacudía la triste cabeza inclinada para decir:

– Pobre amigo. ¡Qué vida! Siempre tan solo…, ya sentado en un banco oscuro de la plazoleta, renunció a la noche y le tomó gusto al juego. Rápidamente, con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible. De la mansa atención de ella, estremecida contra su cuerpo, extrajo el Baldi que gastaba en aguardiente, en una taberna de marinos en tricota -Marsella o El Havre- el dinero de amantes flacas y pintarrajeadas. Del oleaje que fingían las nubes en el cielo gris, el Baldi que se embarcó un mediodía en el Santa Cecilia con diez dólares y un revólver. Del leve viento que hacía bailar el polvo de una casa en construcción, el gran aire arenoso del desierto, el Baldi enrolado en la Legión Extranjera que regresaba a las poblaciones con una trágica cabeza de moro ensartada en la bayoneta.

Así, hasta que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar en él como en un conocido. Y entonces, repentinamente, una idea se le clavó tenaz. Un pensamiento lo aflojó en desconsuelo, junto al perramus dé la mujer ya olvidada.

Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo. Fumaba rápidamente, lleno de amargura, los ojos fijos en el cuadrilátero de un cantero. Sordo a las vacilantes palabras de la mujer, que terminó callando, doblando el cuerpo para empequeñecerse.

Porque el Dr. Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas.

Tiró el cigarrillo y se levantó. Sacó el dinero y puso un billete sobre las rodillas de la mujer.

– Tomá. ¿Querés más?

Agregó un billete más grande, sintiendo que la odiaba, que hubiera dado cualquier cosa por no haberla encontrado. Ella sujetó los billetes con la mano para defenderlos del viento.

– Pero. Yo no le he dicho… Yo no sé… -inclinándose hacia él, más azules que nunca los grandes ojos, desilusionada la boca-. ¿Se va?

– Sí, tengo que hacer. Chau.

Volvió a saludar con la Mano, con el gesto seco que hubiera usado el posible Baldi, y se fue. Pero volvió a los pocos pasos y acercó el rostro barbudo a la mímica esperanzada de la mujer, que sostenía en alto los dos billetes, haciendo girar la muñeca. Habló con la cara ensombrecida, haciendo sonar las palabras como insultos.

– Ese dinero que te di lo gano haciendo contrabando de cocaína. En el Norte.

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