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El alumno

Llegado este punto, debo explicar lo que me había sucedido desde aquel día de verano en que di el último abrazo a mi profesor apreciado y sabio y le prometí que me mantendría en contacto con él.

No me mantuve en contacto con él.

La verdad es que perdí el contacto con la mayoría de las personas que había conocido en la universidad, entre ellos los amigos con los que tomaba cervezas y la primera mujer a cuyo lado me desperté una mañana. Los años que pasaron tras la graduación me endurecieron hasta convertirme en una persona muy diferente del graduado orgulloso que había salido aquel día del campus camino de Nueva York, dispuesto a ofrecer al mundo su talento.

Descubrí que yo no le interesaba tanto al mundo. Pasé mis primeros años de la veintena vagando de un lado a otro, pagando alquileres y leyendo los anuncios por palabras y preguntándome por qué no se ponían en verde los semáforos para mí. Soñaba ser músico famoso (tocaba el piano), pero después de varios años de clubes oscuros y desiertos, de promesas incumplidas, de grupos que siempre se disolvían y de productores que

parecían interesados por todo el mundo menos por mí, el sueño se truncó. Estaba fracasando por primera vez en mi vida.

Al mismo tiempo, tuve mi primer encuentro serio con la muerte. Mi tío favorito, el hermano de mi madre, el hombre queme había enseñado música, que me había enseñado a conducir, que me había tomado el pelo por el asunto de las chicas, que me había tirado una pelota de fútbol americano, el adulto al que yo había tomado como modelo siendo niño, diciéndome: «Así quiero ser yo de mayor», murió de cáncer de páncreas a los cuarenta y cuatro años de edad. Era un hombre bajo de estatura, bien parecido, con un bigote espeso, y yo estuve a su lado durante el último año de su vida, pues vivía en el apartamento inferior al suyo. Vi cómo su cuerpo fuerte se consumía primero, se hinchaba después, lo vi sufrir, noche tras noche, doblado ante la mesa del comedor, apretándose el vientre, con los ojos cerrados, con la boca torcida de dolor.

– Ayyyyy, Dios -gemía-. ¡Ayyyyyy, Jesús! Los demás -mi tía, sus dos hijos pequeños, yo- nos quedábamos callados, rebañando los platos, apartando la vista.

Nunca me he sentido más impotente en toda mi vida.

Una noche de mayo, mi tío y yo estábamos sentados en el balcón de su apartamento. Corría la brisa y hacía calor. Él dirigió la vista al horizonte y dijo, con los dientes apretados, que no estaría para ver a sus hijos empezar el curso escolar siguiente. Me pidió que cuidara de ellos. Yo le dije que no hablara así. Él se me quedó mirando tristemente.

Murió pocas semanas más tarde.

Después de los funerales, mi vida cambió. Me pareció de pronto que el tiempo era precioso, como agua que se perdía por un desagüe abierto, y que toda la prisa con que yo me moviera era poca. Se acabó lo de tocar música en clubes medio vacíos. Se acabó lo de componer canciones en mi apartamento, unas canciones que nadie iba a escuchar. Volví a la universidad. Saqué un master en periodismo y acepté el primer trabajo que me ofrecieron, de periodista deportivo. En vez de perseguir mi propia fama, escribía acerca de los deportistas famosos que perseguían la suya. Trabajaba en plantilla en los periódicos y como free lance para las revistas. Trabajaba sin horario fijo, sin límite de tiempo. Me despertaba por la mañana, me cepillaba los dientes y me sentaba a la máquina de escribir con la misma ropa con que había dormido. Mi tío había trabajado en una gran empresa y no le gustaba nada, todos los días lo mismo, y yo estaba decidido a no acabar como él.

Trabajé en diversos lugares, desde Nueva York hasta Florida, y acabé aceptando un trabajo en Detroit como columnista del Detroit Free Press. En aquella ciudad tenían un apetito insaciable por el deporte -había equipos profesionales de fútbol americano, de baloncesto, de béisbol y de hockey sobre hielo-, tan insaciable como mi ambición. Al cabo de pocos años, no sólo escribía columnas en la prensa, sino que también escribía libros de deportes, hacía programas de radio y salía con regularidad en la televisión, soltando mis opiniones sobre los jugadores de fútbol americano ricos y sobre los programas hipócritas de becas deportivas de las universidades. Formaba parte de la tormenta informativa que empapa actualmente nuestro país. Estaba muy solicitado.

Dejé de alquilar. Empecé a comprar. Me compré una! casa sobre una colina. Me compré coches. Invertí en acciones y reuní una cartera. Había metido la directa, y todo lo que hacía estaba sujeto a un plazo de entrega, Hacía ejercicio como un poseso. Conducía mi coche a una velocidad temeraria. Ganaba más dinero del que me había figurado ver junto en mi vida. Conocí a una mujer de pelo oscuro llamada Janine que se las arreglaba para amarme a pesar de mi agenda de trabajo y de mis constantes ausencias. Nos casamos tras siete años de noviazgo. Volví al trabajo una semana después de la boda. Le dije, y me dije a mí mismo, que un día tendríamos hijos, cosa que ella deseaba mucho. Pero ese día no llegó nunca.

En vez de ello, me sumergí en los éxitos, porque creía que los éxitos me permitirían controlar las cosas, me permitirían apurar al máximo hasta el último fragmento de felicidad antes de ponerme enfermo y morirme como había muerto mi tío, lo que yo suponía que era mi sino natural.

¿Y Morrie? Bueno, pensaba en él de vez en cuando, en las cosas que me había enseñado acerca de «ser humanos» y de «relacionarse con los demás», pero era siempre a lo lejos, como si perteneciera a otra vida. Al cabo de los años acabé tirando a la papelera el correo que recibía de la Universidad de Brandeis, suponiendo que no querían más que pedir dinero. Por eso no me enteré de la enfermedad de Morrie. Había olvidado hacía mucho tiempo a las personas que podrían habérmelo dicho, y sus números de teléfono estaban enterrados en alguna caja guardada en el desván.

Podría haber seguido así si no hubiera sido porque, una noche, tarde, cuando yo hacía zapping ante el televisor, oí una cosa que me llamó la atención…

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