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El séptimo martes

Hablamos de miedo a la vejez

M orrie había perdido su batalla. Otra persona ya le limpiaba el trasero.

Lo afrontó aceptándolo con su valor característico. Cuando ya no era capaz de llegarse al trasero cuando utilizaba el inodoro, informó a Connie de su última limitación.

– ¿Te incomodaría hacerlo por mí?

Ella dijo que no.

A mí me pareció característico de él que se lo preguntase primero.

Morrie reconoció que le había costado cierto trabajo acostumbrarse, pues era, en cierto modo, una rendición completa ante la enfermedad. Ya se le había despojado de las cosas más personales y más básicas: ir al baño, sonarse la nariz, lavarse las partes íntimas. Con la excepción de respirar y de ingerir la comida, dependía de los demás prácticamente para todo.

Pregunté a Morrie cómo conseguía seguir siendo positivo con todo lo que estaba pasando.

– Tiene gracia, Mitch -me dijo-. Yo soy una persona independiente, de modo que mi tendencia era resistirme a todo esto, a que me ayudaran a bajar del coche, a que otra persona me vistiera. Me sentía un poco avergonzado, pues nuestra cultura nos dice que debemos avergonzarnos si no somos capaces de limpiarnos el trasero. Pero después pensé: Olvídate de lo que dice la cultura. He pasado por alto la cultura durante buena parte de mi vida. No voy a avergonzarme. ¿Qué importancia tiene?

»Y ¿sabes una cosa? Una cosa muy extraña.»

– ¿Qué es?

«Que empecé a disfrutar de mi dependencia. Ahora me gusta que me vuelvan de costado y me pongan pomada en el trasero para que no me salgan llagas. O que me sequen la frente, o que me den un masaje en las piernas. Gozo con ello. Cierro los ojos y me deleito con ello. Y me parece muy familiar.

»Es como volver a ser niño. Que una persona te bañe. Que una persona te tome en brazos. Que una persona te limpie. Todos sabemos ser niños. Lo llevamos dentro. Para mi, es una cuestión de recordar el modo de disfrutarlo.

»La verdad es que cuando nuestras madres nos tenían en brazos, nos acunaban, nos acariciaban la cabeza, ninguno de nosotros se cansaba nunca Todos anhelamos de algún modo volver a aquellos días en que nos cuidaban por completo, con amor incondicional. La mayoría no nos cansábamos nunca.

»Sé que yo no me cansaba.»

Miré a Morrie y comprendí de pronto por qué le gustaba que mi inclinase sobre él para ajustarle el micrófono, para mover las almohadas o para secarle los ojos. El contacto humano. A sus setenta y ocho años, estaba dando como adulto y recibiendo como niño.

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Aquel mismo día, más tarde, hablamos de la vejez. O quizás debiera decir que hablamos del miedo a la vejez, que era otro de los puntos de mi lista de «las cosas que inquietan a mi generación». Cuando venía del aeropuerto de Boston había contado por el camino los carteles publicitarios en los que salían personas jóvenes y guapas. Había un joven guapo con sombrero de vaquero, fumándose un cigarrillo, dos jóvenes hermosas sonriendo ante un frasco de champú, una adolescente de aspecto sensual con los vaqueros desabrochados, y una mujer provocativa con un vestido de terciopelo negro junto a un hombre de smoking, sujetando sendos vasos de whisky escocés.

No había visto ni un solo personaje que pudiera aparentar más de treinta y cinco años. Dije a Morrie que yo ya me sentía en la cuesta abajo, por mucho que intentaba desesperadamente mantenerme en la cumbre. Hacía ejercicio constantemente. Tenía cuidado con lo que comía. Me observaba las entradas del pelo en el espejo. Había pasado de estar orgulloso de decir mi edad, por todo lo que había conseguido tan joven, a no tocar el tema, por el miedo a estarme acercando demasiado a los cuarenta, y, por lo tanto, al olvido profesional.

Morrie tenía una visión mejor de la vejez.

– Toda esa importancia que se da a la juventud… yo no me la trago -dijo-. Mira, sé lo triste que puede resultar el ser joven, así que no me digan que es tan maravilloso. Todos aquellos chicos que acudían a mi con sus penalidades, sus luchas, sus sentimientos de ineptitud, su sensación de que la vida era desgraciada, que se sentían tan mal que se querían suicidar…

»Y además de todas las tristezas, los jóvenes no son sabios. Tienen un entendimiento de la vida muy limitado. ¿Quién quiere vivir todos los días cuando no sabe lo que está pasando? ¿Cuando la gente te manipula, te dice que si te compras tal perfume serás guapa, o que si te compras tal par de vaqueros serás atractivo… y tú te lo crees? Es absurdo.»

– ¿No tuviste tú nunca miedo a hacerte viejo? -le pregunté.

– Mitch, yo abrazo la vejez.

– ¿Que la abrazas?

– Es muy sencillo. Cuando creces, aprendes más. Si te quedaras en los veintidós años, serías siempre tan ignorante como cuando tenías veintidós años. El envejecimiento no es sólo decadencia, ¿sabes? Es crecimiento. Es algo más que el factor negativo de que te vas a morir, también es el factor positivo de que entiendes que te vas a morir, y de que vives por ello una vida mejor.

– Sí -dije yo-, pero si es tan valioso envejecer, ¿por qué dice siempre la gente: «Ay, si yo volviera a ser joven»? Nunca se oye a nadie decir: «Ojalá tuviera sesenta y cinco años».

Sonrió.

– ¿Sabes lo que se trasluce en eso? Vidas insatisfechas. Vidas no realizadas. Vidas que no han encontrado sentido. Porque, si has encontrado un sentido en tu vida, no quieres volverte atrás. Quieres seguir adelante. Quieres ver más, hacer más. No quieres esperar a tener sesenta y cinco años.

«Escucha. Debes saber una cosa. Todos los más jóvenes deben saber una cosa. Si estás luchando siempre contra el envejecimiento, vas a ser siempre infeliz, porque te va a llegar en todo caso.

»Y, Mitch…

Bajó la voz.

»La verdad es que tú te vas a morir al final.

Asentí con la cabeza.

»No importará lo que te digas a ti mismo.»

– Ya lo sé.

– Pero espero que eso no pase hasta dentro de mucho, mucho tiempo -dijo.

Cerró los ojos con un aire de paz y me pidió que le colocase las almohadas detrás de la cabeza. Necesitaba que le colocasen el cuerpo constantemente para estar cómodo. Estaba sujeto en el sillón con almohadas blancas, con goma-espuma amarilla y con toallas azules. A primera vista parecía que estuvieran embalando a Morrie para transportarlo.

– Gracias -susurró mientras yo movía las almohadas.

– No hay de qué -dije yo.

– Mitch. ¿Qué piensas?

Hice una pausa antes de responder.

– Bueno -dije-, me pregunto cómo es que no envidias a las personas más jóvenes y más sanas.

– Ah, supongo que las envidio.

Cerró los ojos.

«Las envidio porque son capaces de ir al gimnasio o de ir a nadar. O a bailar. Sobre todo lo de bailar. Pero la envidia me invade, yo la siento, y después la suelto. ¿Recuerdas lo que dije del desapego? Suéltalo. Decirte a ti mismo: «Esto es envidia, y ahora voy a apartarme de ella». Y te alejas.»

Tosió, una tos larga, rasposa, y se llevó a la boca un pañuelo de papel y escupió débilmente en él. Allí sentado, yo me sentía mucho más fuerte que él, desproporcionadamente más fuerte, como si pudiera levantarlo y echármelo al hombro como un saco de harina. Mi superioridad me turbaba, pues yo no me sentía superior a él en ningún otro sentido.

– ¿Cómo consigues no envidiar…?

– ¿Qué?

– No envidiarme a mí.

Sonrió.

– Mitch, es imposible que los viejos no envidiemos a los jóvenes. Pero la cuestión es aceptar quién eres y gozar de ello. Éste es tu momento de tener treinta y tantos años. Yo tuve mi momento de tener treinta y tantos años, y ahora es mi momento de tener setenta y ocho.

«Tienes que encontrar lo que hay de bueno, de verdadero y de hermoso en tu vida tal como es ahora. Si miras atrás, te vuelves competitivo. Y la edad no es una cuestión de competitividad.»

Suspiró y bajó los ojos, como para ver cómo se dispersaba su aliento por el aire.

»La verdad es que una parte de mí tiene todas las edades. Tengo tres años, tengo cinco años, tengo treinta y siete años, tengo cincuenta años. He pasado por todas estas edades y sé cómo son. Me encanta ser un niño cuando es adecuado ser un niño. Me encanta ser un viejo sabio cuando es adecuado 'ser un viejo sabio. ¡Piensa todo lo que puedo ser! Tengo todas las edades hasta la mía. ¿Lo entiendes?»

Asentí con la cabeza.

«¿Cómo puedo tener envidia de que estés donde estás… cuando yo mismo he estado allí?»

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El destino hace sucumbir
a muchas especies: sólo una
se pone en peligro a sí misma.

W. H. AUDEN,

el poeta favorito de Morrie

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