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El audiovisual, segunda parte

El programa «Nightline» había emitido un segundo reportaje sobre Morrie, debido en parte a la buena acogida que había tenido el primero. En esta ocasión, cuando entraron por la puerta los cámaras y los productores, ya se sentían como si fueran de la familia. Y el propio Koppel estaba apreciablemente más afable. No hubo ningún proceso de tanteo, ninguna entrevista antes de la entrevista. Como toma de contacto, Koppel y Morrie se contaron mutuamente cosas de su infancia: Koppel habló de cómo se había criado en Inglaterra, y Morrie de cómo se había criado en el Bronx. Morrie llevaba una camisa azul de manga larga -tenía frío casi siempre, hasta cuando hacía treinta y dos grados al aire libre-, pero Koppel se quitó la chaqueta e hizo la entrevista con camisa y corbata. Era como si Morrie lo fuera desmembrando, quitándole las capas de una en una.

– Tienes buen aspecto -dijo Koppel cuando empezaron a rodar las cámaras.

– Eso me dicen todos -dijo Morrie.

– Pareces animado.

– Eso me dicen todos.

– Entonces, ¿cómo sabes que las cosas marchan cuesta abajo?

Morrie suspiró.

– Nadie puede saberlo…, Ted. Pero yo lo sé.

Y cuando siguió hablando, saltó a la vista. Ya no agitaba las manos para recalcar sus palabras con tanta libertad como lo había hecho en la primera conversación entre ambos. Le costaba trabajo pronunciar ciertas palabras: parecía que el sonido de la letra ele se le atascaba en Ja garganta. Al cabo de algunos meses, quizás no fuera capaz de hablar en absoluto.

– Te diré cómo marchan mis emociones -dijo Morrie a Koppel-. Cuando hay aquí gente y amigos, estoy muy animado. Las relaciones de amor me sostienen.

– Pero hay días en que estoy deprimido. No quiero engañarte. Veo que pierdo algunas cosas y tengo una sensación de temor. ¿Qué voy a hacer sin mis manos? ¿Qué va a pasar cuando no pueda hablar? Lo de tragar no me preocupa tanto: me darán de comer por un tubo, ¿y qué? Pero ¿y mi voz? ¿y mis manos? Son una parte muy esencial de mí. Hablo con mi voz. Hago gestos con las manos. Así es como doy algo a las personas.»

– ¿Cómo les darás algo cuando ya no puedas hablar? -le preguntó Koppel.

Morrie se encogió de hombros.

– Quizás pida que todos me hagan preguntas que pueda responder con un «sí» o un «no».

Era una respuesta tan sencilla que Koppel tuvo que sonreír. Interrogó a Morrie acerca del silencio. Habló de un amigo querido de Morrie, Maurie Stein, que había sido quien había enviado los aforismos de Morrie al Boston Globe . Habían trabajado juntos en la Universidad de Brandeis desde principios de los sesenta. Ahora, Stein se estaba quedando sordo. Koppel se imaginó a los dos hombres juntos algún día, uno incapaz de hablar, el otro incapaz de oír. ¿Cómo sería aquello?

– Nos cogeremos de la mano -dijo Morrie-. Y nos transmitiremos mucho amor. Hemos vivido treinta y cinco años de amistad, Ted. No hace falta hablar ni oír para sentirlo.

Antes de terminar el programa, Morrie leyó a Koppel una de las cartas que había recibido. Desde la emisión del primer programa de «Nightline» se había recibido mucho correo. Una carta, en concreto, era de una maestra de Pensilvania que dirigía una clase especial a la que asistían nueve niños; todos los niños de aquella clase habían sufrido la muerte de uno de sus padres.

– He aquí la carta que yo le envié a ella -dijo Morrie a Koppel, mientras se calaba cuidadosamente las gafas en la nariz y en las orejas:

– «Querida Bárbara… Me conmovió mucho tu carta. Me parece que el trabajo que has realizado con los niños que han perdido a uno de sus padres es muy importante. Yo también perdí a uno de mis padres a una edad temprana…»

De pronto, mientras las cámaras seguían zumbando, Morrie se ajustó las gafas. Se detuvo, se mordió el labio y le embargó la emoción. Le cayeron las lágrimas por la nariz.

– «Perdí a mi madre cuando era niño… y fue un gran golpe para mí… Me hubiera gustado tener un grupo como el tuyo, donde poder hablar de mis penas. Habría ingresado en tu grupo, porque…»

Se le quebró la voz.

– «Porque estaba muy solo…»

– Morrie -dijo Koppel-, hace setenta años que murió tu madre. ¿Todavía te dura el dolor?

– Ya lo creo -susurró Morrie.

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