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El audiovisual

En marzo de 1995, una limusina que llevaba a Ted Koppel, presentador del programa de televisión «Nightline», de la ABC, aparcó junto a una acera cubierta de nieve, ante la casa de Morrie, en West Newton, Massachusetts.

Morrie ya estaba permanentemente en silla de ruedas, se iba acostumbrando a que sus asistentes lo llevasen en vilo, como si fuera un saco pesado, de la silla a la cama y de la cama a la silla. Había empezado a toser cuando comía, y masticar era para él una tarea penosa. Tenía muertas las piernas; no volvería a caminar jamás.

Pero se negaba a deprimirse. Por el contrario, Morrie se había convertido en un pararrayos de ideas. Apuntaba sus pensamientos en blocs de hojas amarillas, en sobres, en carpetas, en trozos de papel. Escribía pensamientos filosóficos, del tamaño de un bocado, sobre la vida a la sombra de la muerte: «Acepta lo que eres capaz de hacer y lo que no eres capaz de hacer»; «Acepta el pasado como pasado, sin negarlo ni descartarlo»; «Aprende a perdonarte a ti mismo y a perdonar a los demás»; «No des por supuesto que es demasiado tarde para comprometerte».

Al cabo de cierto tiempo, ya tenía más de cincuenta de estos «aforismos», que compartía con sus amigos. A uno de estos amigos, también catedrático de la Universidad de Brandeis, llamado Maurie Stein, le cautivaron tanto aquellas palabras que se las envió a un periodista del Boston Globe , que vino a verlo y escribió un artículo largo sobre Morrie. El titular decía:

LA ASIGNATURA FINAL DE UN CATEDRÁTICO: SU PROPIA MUERTE

El artículo llamó la atención de un productor del programa «Nightline», que se lo llevó a Koppel, en Washington D.C.

– Echa una ojeada a esto -dijo el productor.

En menos de lo que tarda en contarse, había operadores de cámara en el cuarto de estar de Morrie y la limusina de Koppel estaba aparcada ante la casa.

Algunos amigos y familiares de Morrie se habían reunido para recibir a Koppel, y cuando el famoso personaje entró en la casa todos murmuraron llenos de emoción; todos, menos Morrie, que se adelantó haciendo rodar la silla, arqueó las cejas y acalló el clamor con su voz aguda y cantarina.

– Ted, tengo que hacerte unas preguntas antes de acceder a que me hagas esta entrevista.

Hubo un momento embarazoso de silencio, y a continuación se condujo a los dos hombres al estudio. Se cerró la puerta.

– Caramba -susurró un amigo de Morrie ante la puerta cerrada-. Espero que Ted no sea muy duro con Morrie.

– Espero que Morrie no sea muy duro con Ted -dijo otro.

Una vez dentro del despacho, Morrie indicó a Koppel con un gesto que tomase asiento. Cruzó las manos sobre su regazo y sonrió.

– Dime algo que esté próximo a tu corazón -dijo Morrie, para empezar.

– ¿A mi corazón?

Koppel estudió al viejo.

– Está bien -dijo, con precaución, y habló de sus hijos. Estaban próximos a su corazón ¿no?

– Bueno -dijo Morrie-. Ahora, dime algo de tu fe.

Koppel se sentía incómodo.

– No suelo hablar de cosas así con personas a las que acabo de conocer hace unos minutos.

– Ted, me estoy muriendo -dijo Morrie, mirando por encima de los cristales de sus gafas-. No dispongo de mucho tiempo.

Koppel se rió. Muy bien. La fe. Citó un pasaje de Marco Aurelio, algo que le producía una poderosa impresión.

Morrie asintió con la cabeza…

– Ahora, déjeme que le pregunte algo a usted -dijo Koppel-. ¿Ha visto mi programa alguna vez?

Morrie se encogió de hombros.

– Dos veces, creo.

– ¿Dos veces? ¿Nada más?

– No te preocupes. Sólo he visto una vez el programa de Oprah.

– Bueno, y las dos veces que ha visto mi programa, ¿qué le pareció?

Morrie hizo una pausa.

– ¿Sinceramente?

– ¿Y bien?

– Pensé que eras un narcisista.

Koppel se echó a reír.

– Soy demasiado feo para ser narcisista -dijo.

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Al poco tiempo, las cámaras estaban rodando ante la chimenea del cuarto de estar, donde estaba Koppel con su pulcro traje azul y Morrie con su jersey gris lanudo. Se había negado a ponerse ropa elegante y a que lo maquillaran para la entrevista. Su filosofía decía que la muerte no debía ser una vergüenza; no estaba dispuesto a maquillarla.

Como Morrie estaba sentado en la silla de ruedas, la cámara no llegó a captar sus piernas consumidas. Y como todavía era capaz de mover las manos -Morrie agitaba las dos manos siempre que hablaba-, manifestaba una gran pasión al explicar cómo se enfrenta uno con el final de la vida.

– Ted -dijo-, cuando empezó todo esto, me pregunté a mí mismo: «¿voy a retirarme del mundo, como hace la mayoría de la gente, o voy a vivir?» Decidí que iba a vivir, o que al menos iba a intentar vivir, tal como quiero, con dignidad, con valor, con humor, con compostura.

«Algunas mañanas lloro mucho y estoy de duelo por mí mismo. Algunas mañanas estoy muy enfadado y muy amargado. Pero no dura demasiado. Después, me levanto y me digo: «quiero vivir…»

»De momento, he sido capaz de hacerlo. ¿Seré capaz de seguir así? No lo sé. Pero apuesto conmigo mismo a que lo seré.

Koppel parecía enormemente cautivado por Morrie. Le hizo una pregunta acerca de la humildad que inspiraba la muerte.

– Bueno, Fred -dijo Morrie por error-; quiero decir, Ted… -dijo en seguida, corrigiéndose.

– Bueno, esto sí que inspira humildad -dijo Koppel, riéndose.

Los dos hombres hablaron del más allá. Hablaron de cómo dependía Morrie cada vez más de otras personas. Ya necesitaba ayuda para comer, para sentarse y para moverse de un lado a otro. Koppel preguntó a Morrie qué era lo que más temía de aquel deterioro lento e insidioso.

Morrie hizo una pausa. Preguntó si podía decir aquello en televisión.

Koppel le dijo que adelante.

Morrie miró directamente a los ojos del entrevistador más famoso de los Estados Unidos.

– Bueno, Ted, algún día, dentro de poco, alguien va a tener que limpiarme el culo.

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El programa se emitió un viernes por la noche. Se abría con la imagen de Ted Koppel que hablaba desde detrás de su mesa en Washington, con una voz resonante de autoridad.

– ¿Quién es Morrie Schwartz -decía-, y por qué, cuando termine esta velada, muchos de ustedes estarán interesados por él?

A mil quinientos kilómetros de distancia, en mi casa sobre la colina, yo hacía zapping distraídamente. Oí aquellas palabras que salían del aparato: «¿Quién es Morrie Schwartz?», y me quedé petrificado.

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Es nuestra primera clase juntos, en la primavera de 1976. Entro en el gran despacho y observo los libros, aparentemente innumerables, que cubren las paredes, una estantería tras otra. Libros de sociología, de filosofía, de religión, de psicología. Hay una alfombra grande en el suelo de madera y una ventana que domina el paseo del campus. Sólo hay una docena de estudiantes, más o menos, que revuelven cuadernos y programas. La mayoría llevan pantalones vaqueros y zapatillas deportivas y camisas de franela a cuadros. Pienso para mis adentros que no será fácil fumarme una clase de tan pocos alumnos. Quizás no debiera matricularme en ella.

– ¿Mitchell? -dice Morrie, leyendo la lista de alumnos.

Levanto una mano.

– ¿Prefieres que te llame Mitch? ¿O es mejor Mitchell?

Nunca me había preguntado eso un profesor. Echo una segunda ojeada a aquel tipo con su jersey amarillo de cuello de cisne y sus pantalones de pana verdes,

con el pelo plateado que le cae sobre la frente. Está sonriendo.

– Mitch -digo-. Mis amigos me llaman Mitch.

– Bueno, entonces te quedas con Mitch -dice Morrie, como quien cierra un trato-. Y, Mitch…

– ¿Sí?

– Espero que un día me consideres amigo tuyo.

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