Hablamos del mundo
Connie abrió la puerta y me hizo pasar. Morrie estaba en su silla de ruedas junto a la mesa de la cocina; llevaba una camisa de algodón que le venía grande y unos pantalones de chándal que le venían más grandes todavía. Le venían grandes porque se le habían atrofiado las piernas hasta quedar más pequeñas que las tallas normales de la ropa: se le podían rodear los muslos con las dos manos tocándose los dedos. Si pudiera ponerse de pie, no mediría más de un metro y medio, y seguramente le vendrían bien unos vaqueros de un chico de sexto curso.
– Te he traído una cosa -le anuncié, mostrando una bolsa de papel marrón. Al venir del aeropuerto me había pasado por un supermercado próximo y había comprado algo de pavo, ensalada de patata, ensalada de pasta y bagels . Ya sabía que había bastante comida en la casa, pero quería aportar algo. Me sentía impotente para ayudar a Morrie de ningún otro modo. Y recordaba su afición a comer.
– ¡Ah, cuánta comida! -dijo con voz cantarina-. Bueno. Ahora tienes que comértela conmigo.
Nos sentamos a la mesa de la cocina, que estaba rodeada de sillas de mimbre. Esta vez, sin necesidad de poner al día dieciséis años de datos, nos sumergimos rápidamente en las aguas familiares de nuestro antiguo diálogo de la universidad: Morrie me hacía preguntas, escuchaba mis respuestas, se detenía a añadir, como un buen cocinero, el aderezo de algo que a mí se me había olvidado o de lo que no me había dado cuenta. Me interrogó acerca de la huelga del periódico y, fiel a su modo de ser, no fue capaz de comprender por qué los dos bandos no se comunicaban entre sí, simplemente, y resolvían sus problemas. Yo le dije que no todo el mundo era tan listo como él.
De vez en cuando tenía que hacer una pausa para ir al baño, un proceso que requería cierto tiempo. Connie lo llevaba en su silla de ruedas hasta el retrete y allí lo izaba de la silla y lo sujetaba mientras él orinaba en el cuenco. Cada vez que volvía parecía cansado.
– ¿Recuerdas cuando dije a Ted Koppel que al cabo de muy poco tiempo alguien tendría que limpiarme el culo? -me dijo.
Yo me reí.
– Un momento así no se olvida.
– Bueno, pues creo que se acerca ese día. Eso sí que me preocupa.
– ¿Por qué?
– Porque es el síntoma definitivo de la dependencia. Que alguien te limpie el trasero. Pero estoy procurando resolverlo. Estoy intentando disfrutar del proceso.
– ¿Disfrutar del proceso?
– Sí. Al fin y al cabo, volveré a ser un niño de pecho una vez más.
– Es una manera singular de verlo.
– Bueno, ahora tengo que ver la vida de una manera singular. Afrontémoslo. No puedo ir de compras. No puedo ocuparme de las cuentas del banco. No puedo sacar la basura. Pero puedo sentarme aquí, con mis días menguantes y meditar sobre lo que considero importante en la vida. Cuento con el tiempo y con la lucidez suficientes para hacerlo.
– Así pues -dije yo, respondiendo de manera reflejamente cínica-, supongo que la clave para encontrar el sentido de la vida es dejar de sacar la basura.
Él se rió, y a mí me alivió que lo hiciera.
Cuando Connie se llevó los platos yo me fijé en un montón de periódicos que, evidentemente, habían sido leídos antes de mi llegada.
– ¿Te molestas en mantenerte al día de las noticias? -le pregunté.
– Sí -dijo Morrie-. ¿Te parece extraño? ¿Crees que, como me estoy muriendo, no debería importarme lo que pasa en este mundo?
– Tal vez.
Suspiró.
– Quizás tengas razón. Quizás no debiera importarme. Al fin y al cabo, no estaré aquí para ver en qué acaba todo.
»Pero es difícil explicarlo, Mitch. Ahora que estoy sufriendo, me siento más cerca que nunca de la gente que sufre. La otra noche vi en televisión a la gente de Bosnia que cruzaba la calle, les disparaban, los mataban, víctimas inocentes… y, simplemente, me eché a llorar. Siento su angustia como si fuera la mía propia. No conozco a ninguna de esas personas. Pero… ¿cómo podría expresarlo? Casi me siento… atraído por ellas.»
Se le humedecieron los ojos y yo intenté cambiar de tema, pero él se limpió la cara y me hizo callar con un gesto.
– Ahora lloro constantemente -me dijo-. No importa.
Asombroso , pensé yo. Yo trabajaba en el sector de la información. Cuando alguien se moría, yo cubría la información. Entrevistaba a los familiares afligidos. Incluso asistía a los funerales. Y no lloraba nunca. Morrie estaba llorando por el sufrimiento de personas que estaban a medio mundo de distancia. ¿Es esto lo que llega al final? me pregunté. Es posible que la muerte sea la gran niveladora, la única cosa grande que es capaz de conseguir, por fin, que las personas que no se conocen derramen una lágrima las unas por las otras.
Morrie se sonó la nariz ruidosamente con el pañuelo de papel.
– ¿No te molesta que un hombre llore, verdad?
– Claro que no -respondí yo, con demasiada precipitación.
Él sonrió.
– Ay, Mitch, voy a lograr que te desinhibas. Un día te voy a enseñar que no importa llorar.
– Sí, sí -dije yo.
– Sí, sí -dijo él.
Nos reímos los dos, porque él decía eso mismo casi veinte años atrás. Principalmente, los martes. En realidad, los martes habían sido siempre los días que pasábamos juntos. La mayor parte de mis clases con Morrie tenían lugar los martes, él tenía sus horas de tutoría los martes, y cuando preparé mi tesina, que se basó en buena parte en las sugerencias de Morrie desde el primer momento, nos reuníamos los martes ante su escritorio, o en la cafetería, o en la escalinata del edificio Pearlman, para repasar el trabajo.
Así pues, parecía propio que volviésemos a reunirnos un martes, allí, en la casa que tenía delante el falso plátano. Cuando me disponía a marcharme, se lo comenté a Morrie.
– Somos personas de los martes -dijo él.
– Personas de los martes -repetí yo.
Morrie sonrió.
– Mitch, me preguntaste por qué me preocupaba de personas a las que ni siquiera conozco. Pero ¿quieres que te diga lo que más estoy aprendiendo con esta enfermedad?
– ¿Qué es?
– Que lo más importante de la vida es aprender a dar amor y a dejarlo entrar.
Su voz se redujo a un susurro.
– Dejarlo entrar. Creemos que no nos merecemos el amor, creemos que si lo dejamos entrar nos volveremos demasiado blandos. Pero un hombre sabio que se llamaba Levine lo expresó certeramente. Dijo: «El amor es el único acto racional».
Lo repitió con cuidado, haciendo una pausa para producir mayor efecto.
– «El amor es el único acto racional.»
Yo asentí con la cabeza como un buen alumno y él suspiró débilmente. Me acerqué a él para darle un abrazo. Y después, aunque en realidad no es un gesto típico de mí, le di un beso en la mejilla. Sentí sus manos debilitadas sobre mis brazos, la pelusa de su barba que me rozaba la cara.
– ¿Así que volverás el martes que viene? -susurró.
Entra en el aula, se sienta, no dice nada. Nos mira, nosotros lo miramos a él. Al principio se oyen algunas risitas, pero Morrie no hace más que encogerse de hombros, y por fin impera un silencio profundo y empezamos a percibir los sonidos más leves, el zumbido del radiador en el rincón del aula, la respiración nasal de un estudiante gordo.
Algunos estamos inquietos. ¿Cuándo va a decir algo? Nos revolvemos, miramos los relojes. Algunos estudiantes miran por la ventana intentando situarse por encima de todo aquello. Esta situación dura sus buenos quince minutos, hasta que Morrie interviene por fin con un susurro.
– ¿Qué está pasando aquí? -pregunta.
Y poco a poco se inicia una discusión-lo que pretendía Morrie desde el principio- sobre el efecto del silencio sobre las relaciones humanas. ¿Por qué nos incomoda tanto el silencio? ¿Por qué encontramos alivio en tanto ruido?
A mi no me molesta el silencio. A pesar de todo el ruido que hago con mis amigos, sigo sin sentirme cómodo al hablar de mis sentimientos ante los demás, sobre todo ante mis compañeros de clase. Podría pasarme horas enteras sentado en silencio si así lo exigiera el programa de la asignatura.
A la salida, Morrie me detiene.
– Hoy no has dicho gran cosa -comenta.
– No sé. Simplemente, no tenía nada que añadir.
– Creo que tienes mucho que añadir. En realidad, Mitch, me recuerdas a un conocido mío al que también le gustaba guardarse las cosas para sí cuando era más joven.
– ¿Quién era?
– Yo.