M orrie murió un sábado por la mañana.
Su familia más cercana estaba con él en la casa. Rob había venido de Tokio, llegó a tiempo de dar un beso de despedida a su padre, y estaba Jon, y, naturalmente, estaba Charlotte, y Marsha, la prima de Charlotte que había escrito la poesía que tanto había conmovido a Morrie en sus funerales «extraoficiales», la poesía en que lo comparaba con una «secoya tierna». Se turnaban para dormir alrededor de su cama. Morrie había entrado en coma dos días después de mi última visita, y el médico decía que podía irse en cualquier momento. Pero aguantó una dura tarde, una noche oscura.
Por fin, el día cuatro de noviembre, cuando sus seres queridos habían salido un momento de la habitación para tomar un café en la cocina -era la primera vez en que no estaba ninguno presente desde que había entrado en coma-, Morrie dejó de respirar.
Y se fue.
Yo creo que murió así a propósito. Creo que no quería momentos escalofriantes, que nadie presenciara su último aliento para que lo obsesionara como lo había obsesionado a él el telegrama con la notificación de la muerte de su madre o el cadáver de su padre en el depósito municipal.
Creo que sabía que estaba en su propia cama, que tenía cerca de él sus libros, sus notas y su pequeño hibisco. Quería irse serenamente, y así se fue.
Los funerales se celebraron una mañana húmeda y ventosa. La hierba estaba mojada y el cielo tenía el color de la leche. Nos quedamos de pie junto al hoyo en la tierra, lo bastante cerca del estanque para oír el agua que lamía el borde y para ver los patos que se sacudían las plumas.
Aunque habían querido asistir centenares de personas, Charlotte había limitado la asistencia a pocas personas, sólo a algunos parientes y amigos íntimos. El rabino Axelrad leyó algunas poesías. El hermano de Morrie, David, que todavía cojeaba por la polio que había tenido de pequeño, levantó la pala y arrojó tierra a la tumba, como manda la tradición.
En un momento dado, cuando depositaron las cenizas de Morrie en la tierra, recorrí el cementerio con la mirada. Morrie tenía razón. Era, verdaderamente, un lugar encantador, con árboles, hierba, y la ladera de una colina.
– Tú hablarás, y yo te escucharé -había dicho él.
Intenté hacerlo así dentro de mi cabeza, y, con alegría por mi parte, descubrí que la conversación imaginada parecía casi natural. Me miré las manos, vi mí reloj, y comprendí el motivo.
Era martes.
Mi padre estaba presente a través de nosotros, cantando cada nueva hoja de cada árbol (y todos los niños estaban seguros de que la primavera bailaba al oír a mi padre cantar).
De una poesía de E. E. CUMMINGS, leída por el hijo
de Morrie, Rob, en los funerales