Tenía ocho años. Llegó un telegrama del hospital, y como su padre, inmigrante ruso, no sabía leer el inglés, fue Morrie quien tuvo que dar la noticia, leyendo la notificación de la muerte de su madre como un alumno ante la clase.
«Lamentamos informarle…» -empezó a leer.
La mañana de los funerales, los parientes de Morrie bajaron por la escalera de su edificio de apartamentos en el Lower East Side, un barrio pobre de Manhattan. Los hombres llevaban trajes oscuros, las mujeres llevaban velos. Los chicos del barrio iban camino de la escuela y, cuando pasaron por su lado, Morrie bajó la vista, avergonzado de que sus compañeros de clase lo vieran así. Una de sus tías, una mujer corpulenta, agarró a Morrie y se puso a gemir;
– ¿Qué vas a hacer sin tu madre? ¿Qué va a ser de ti?
Morrie rompió a llorar. Sus compañeros de clase echaron a correr.
En el cementerio, Morrie vio cómo echaban tierra en la tumba de su madre. Intentó recordar los momentos tiernos que habían compartido en vida de ella. Había llevado una tienda de dulces hasta que cayó enferma, y desde entonces había pasado casi todo el tiempo durmiendo o sentada junto a la ventana, con un aspecto frágil y débil. A veces daba un grito a su hijo para pedirle una medicina, y el joven Morrie, que jugaba al béisbol en la calle, fingía que no la oía. Creía para sus adentros que podía hacer que desapareciera la enfermedad a fuerza de no hacerle caso.
¿De qué otra manera puede afrontar la muerte un niño?
El padre de Morrie, al que todos llamaban Charlie, había venido a América para no tener que ingresar en el ejército ruso. Trabajaba en el ramo de la peletería, pero estaba siempre en paro. Como no tenía estudios y apenas sabía hablar inglés, era terriblemente pobre, y la familia pasaba muchas temporadas viviendo de la beneficencia. Su apartamento era un local oscuro, estrecho, deprimente, detrás de la tienda de dulces. No tenían lujos. No tenían coche. A veces, para ganar algún dinero, Morrie y su hermano pequeño, David, lavaban juntos los escalones de los porches por cinco centavos.
Tras la muerte de su madre, enviaron a los dos chicos a un pequeño albergue en los bosques de Connecticut, donde varias familias compartían una cabaña grande y una cocina común. Sus parientes pensaban que el aire puro sería bueno para los niños. Morrie y David no habían visto nunca tanta vegetación, y corrían y jugaban por los campos. Una noche, después de cenar, salieron a dar un paseo y empezó a llover. En vez de volver a casa, pasaron varias horas chapoteando bajo la lluvia.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, Morrie saltó de la cama.
– Vamos -dijo a su hermano-. Levántate.
– No puedo.
– ¿Qué quieres decir?
David tenía el terror escrito en el rostro.
– No puedo… moverme.
Tenía la polio.
Naturalmente, aquello no se debía a la lluvia. Pero un niño de la edad de Morrie no era capaz de entenderlo. Durante mucho tiempo -mientras ingresaban periódicamente a su hermano en un sanatorio especial y le obligaban a llevar aparatos en las piernas, que le hacían cojear-, Morrie se sintió responsable.
Así pues, iba a la sinagoga por las mañanas, solo, pues su padre no era devoto, y se quedaba de pie entre los hombres que se balanceaban, con sus largos abrigos negros, y pedía a Dios que cuidase de su madre muerta y de su hermano enfermo.
Y por las tardes se ponía al pie de las escaleras del metro y vendía revistas; todo el dinero que ganaba lo entregaba a su familia para comprar comida.
Por las noches veía a su padre comer en silencio, esperando una muestra de afecto, de comunicación, de calor, pero sin recibirla nunca.
A los nueve años sentía sobre sus hombros el peso de una montaña.
Pero al año siguiente entró en la vida de Morrie un abrazo salvador: su nueva madrastra, Eva. Era una inmigrante rumana pequeña, de rasgos corrientes, con el pelo castaño y rizado y con la vitalidad de dos mujeres. Tenía un brillo que inundaba de calor el ambiente, lóbrego por lo demás, que creaba el padre. Hablaba cuando su nuevo marido estaba callado, cantaba canciones a los niños por la noche. Morrie encontraba consuelo en su voz tranquilizadora, en las lecciones escolares que les daba, en su carácter fuerte. Cuando su hermano regresó del sanatorio, llevando todavía aparatos en las piernas por la polio, los dos compartieron una cama plegable en la cocina del apartamento y Eva les daba un beso al acostarse. Morrie esperaba aquellos besos como un cachorro espera su leche, y sentía, muy dentro de sí, que volvía a tener madre.
Pero no salían de su pobreza. Vivían por entonces en el Bronx, en un apartamento de un dormitorio en un edificio de ladrillos rojos en la avenida Tremont, junto a una cervecería italiana con terraza al aire libre donde los viejos jugaban a las bochas las tardes de verano. A causa de la Depresión, el padre de Morrie encontraba todavía menos trabajo en el ramo de la peletería. A veces, cuando la familia se sentaba a cenar, lo único que Eva podía darles era pan.
– ¿Que más hay? -preguntaba David.
– Nada más -respondía ella.
Cuando arropaba a Morrie y a David en la cama, les cantaba en yiddish . Hasta las canciones eran tristes y hablaban de la pobreza. Había una de una niña que intentaba vender cigarrillos:
Por favor, cómprenme mis cigarrillos.
Están secos, no los ha mojado la lluvia.
Tengan piedad de mí, tengan piedad de mí.
Con todo, a pesar de sus circunstancias, a Morrie le enseñaron a amar y a querer. Y a aprender. Eva no aceptaba más que las mejores notas posibles en la escuela, pues veía que la educación era el único antídoto para su pobreza. Ella misma asistía a la escuela nocturna para mejorar su inglés. El amor de Morrie al estudio se incubó en sus brazos.
Estudiaba por la noche, a la luz de la lámpara de la mesa de la cocina. Y por las mañanas iba a la sinagoga para recitar el Yizkor, la oración en recuerdo de los muertos, por su madre. Lo hacía para mantener vivo su recuerdo. Aunque parezca increíble, el padre de Morrie le había dicho que no hablase nunca de ella. Charlie quería que el pequeño David creyera que Eva era su madre natural.
Era una carga terrible para Morrie. Durante años enteros, la única prueba que tuvo Morrie de la existencia de su madre fue el telegrama que había notificado su muerte. Lo había escondido el día que llegó.
Lo conservó durante el resto de su vida,
Cuando Morrie era adolescente, su padre lo llevó a una fábrica de peletería donde trabajaba. Era en tiempos de la Depresión. Pretendía encontrar trabajo para Morrie.
Entró en la fábrica y sintió inmediatamente que las paredes se le venían encima. La sala estaba oscura y calurosa; las ventanas estaban cubiertas de mugre y las máquinas, muy juntas, giraban como las ruedas de un tren. Los pelos de las pieles volaban por el aire cargando el ambiente, y los trabajadores que cosían las pieles estaban inclinados sobre sus agujas mientras el jefe recorría las filas y les gritaba que trabajasen más deprisa. Morrie apenas podía respirar. Estaba de pie junto a su padre, paralizado de miedo, esperando que el jefe no le gritase también a él.
En el descanso para la comida, el padre de Morrie lo llevó ante el jefe y lo puso ante él de un empujón, mientras preguntaba si había trabajo para su hijo. Pero apenas había trabajo para los adultos, y ninguno quería dejarlo.
Aquello fue una bendición para Morrie. Le repugnaba aquel lugar. Hizo otro voto que mantuvo hasta el final de su vida: que no trabajaría nunca explotando a otra persona y que no consentiría nunca ganar dinero a costa del sudor de otros.
– ¿Qué vas a hacer? -le preguntaba Eva.
– No lo sé -decía él. Descartó el Derecho porque no le gustaban los abogados, y descartó la Medicina porque no soportaba ver la sangre.
– ¿Qué vas a hacer?
El mejor profesor que yo he tenido nunca se hizo maestro sólo por eliminación.
Un maestro afecta a la eternidad; nunca sabe dónde termina su influencia.
HENRY ADAMS