A pesar de todo lo que le estaba pasando, tenía la voz fuerte y atractiva, y su mente vibraba con un millón de pensamientos. Estaba decidido a demostrar que la palabra «moribundo» no era sinónimo de «inútil».
Pasó el día de Año Nuevo. Aunque Morrie no se lo dijo a nadie, sabía que aquél sería el último año de su vida. Por entonces iba en silla de ruedas y luchaba contra el tiempo para decir todas las cosas que quería decir a todas las personas a las que amaba. Cuando un compañero suyo de la Universidad de Brandeis murió repentinamente de un ataque al corazón, Morrie asistió a sus funerales. Volvió a su casa deprimido.
– ¡Qué desperdicio! -decía-. Tantas personas diciendo cosas maravillosas, e Irv no pudo oír nada.
Morrie tuvo una idea mejor. Hizo algunas llamadas. Fijó una fecha. Y una fría tarde de domingo se reunió con él en su casa un pequeño grupo de amigos y de familiares para celebrar unos «funerales en vida». Todos tomaron la palabra y rindieron homenaje a mi viejo profesor. Algunos lloraron. Otros rieron. Una mujer leyó una poesía:
Querido y amado primo…
Tu corazón sin edad
mientras te desplazas por el tiempo, capa sobre capa,
secoya tierna…
Morrie lloraba y reía con ellos. Y Morrie dijo aquel día todas esas cosas que se sienten y que nunca llegamos a decir a los que amamos. Sus «funerales en vida» tuvieron un éxito resonante.
Sólo que Morrie no había muerto todavía.
De hecho, estaba a punto de iniciarse la parte más singular de su vida.