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– No lo veo factible -dijo Guillermo-. No podrán hacer nada.

– Tienen aliados poderosos.

– ¿Quiénes?

Hugo bajó la voz como si temiera que alguien nos escuchara.

– El propio arzobispo.

Guillermo y yo nos miramos sorprendidos.

– ¿Que el arzobispo se aliaría con los judíos contra la cruzada? -exclamó Guillermo-. Eso no tiene sentido.

– El arzobispo y el Papa se llevan muy mal -aclaró Hugo-. Es más, se odian. Berenguer sabe que el Papa lo destituirá tan pronto como pueda y que, cuando la cruzada ponga sus ojos en Narbona, su futuro será poco mejor que el de los judíos. No asistió a la penitencia del conde Raimundo en Saint Gilles y la única razón por la que se sometió a la cruzada fue porque no estaba preparado y prefería que ésta, entonces envalentonada por la victoria de Béziers y en su plenitud de fuerzas, se dirigiera a Carcasona.

– ¿Qué tiene que ver todo eso con los legajos? -inquirí.

– Mucho -Hugo me miraba con esos ojos que yo amaba-. Parece que serían la base legal para el nuevo reino judío de Septimania.

No supe reaccionar frente a esa revelación. Era increíble y contemplé sus rasgos, en los que se dibujaba la sonrisa que me enamoró. Me había dejado boquiabierta.

– No puede ser -dijo Guillermo anticipando mi pensamiento.

– Sí lo es -afirmó Hugo-. Y esta noche, alguien, por mi amistad y algunas monedas, me dará los detalles.

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